Esta semana hemos aprendido lo que es un enjambre sísmico. Como tantos conceptos que venimos aprendiendo últimamente. ¿Quién nos habló antes de incidencia acumulada, transmisión comunitaria, inmunidad de rebaño…? Ahora los manejamos con naturalidad y Google se pone morado. Llega entonces este término usado por la sismología para explicar los temblores sucesivos y persistentes que mantienen en vilo a los habitantes de Granada y su área metropolitana. Dícese de la ocurrencia de pequeños terremotos entrelazados en un área determinada durante un período de tiempo. Es un fenómeno científico, constatado, definido y delimitado. Pero su sentido figurado es, no me digan que no, ilimitado.
Porque si lo trasladamos a la actualidad y al mundo que nos toca vivir, llevamos casi un año inmersos en una interminable, desesperante concatenación de enjambres sísmicos, continuos sobresaltos telúricos que se relacionan entre sí y parece que formen parte de una inmensa colmena inestable y convulsa. Y no se trata de tembleques moderados, sino a veces de grandes sacudidas que ponen en cuestión las tierras y los suelos que pisamos. Dicen que a veces los enjambres sísmicos se producen antes de la erupción de un volcán. Y, en efecto, tenemos varios echando lava a destajo. Unos llevaban tiempo dormidos y han o les hemos despertado; otros han emergido de la presunta nada, con todo su ímpetu y virulencia.
Un año ha por estas fechas, nos preguntábamos ingenuamente si aquello de los virus volantes que acechaban era más una amenaza sanitaria o mediática, si el riesgo de intoxicación era más físico o político. Hoy sabemos, dentro de lo que sabemos, que eran ambas cosas. La pandemia se ha manifestado en todo el mundo y en toda su expresión, ahí están sus cifras, que hay que echarle mucho valor para consultarlas cada día; pero la carga viral informativa –infodemia, otro palabro de nuevo cuño- ha hecho también estragos. Con una diferencia: de la primera, la que ataca a la salud, estamos casi seguros de que los estados, gobiernos e instituciones hacen lo posible por combatirla, con más, menos o dudoso acierto; pero la segunda, la que afecta al conocimiento, por mucho que se llenen la boca los que dicen quererla erradicar, la realidad es que no todos están por la labor.
Así, los enjambres mediáticos han venido sucediéndose y conectándose. La crisis sanitaria inicial tuvo reflejo en una crisis política, en cada país según su circunstancia, la crisis de las cadenas de suministro dio paso a una crisis especulativa, la crisis económica agrava la crisis social, la comprensible euforia tras la primera ola -desescalada, ¿se acuerdan…?- derivó en una recaída que nos sumió en una crisis de duda y depresión, la esperanza de las vacunas se ha convertido ahora en la cisma de las vacunas. Siempre con un hilo conductor, vertebrador de la ola sísmica mundial: los datos son los que son y a la vista han estado siempre aquellos que son susceptibles de ver e interpretar; pero el relato, parece que se haya esforzado siempre por buscar un problema a cada solución.
En efecto, datos y relato fueron mímicamente terroríficos cuando la pandemia se hizo patente, cuando pudimos constatar en toda su crudeza que aquello no era un cuento chino o una estrategia geopolítica o geoeconómica. Pero cuando esos datos fueron evolucionando, a veces a mejor y otras muchas a peor, el relato se ha mantenido invariablemente terrorífico. No ha cambiado el pistón. Y viene a decirte, entre otras cosas, que eres un inconsciente o hasta un negacionista si simplemente dudas y te preguntas si ciertas medidas -restricciones, generalmente- están siendo realmente efectivas, a la vista de lo que simplemente ves. O cuando parece divisarse una nimia a luz al final de todo este túnel, se apresuran a advertirte de que puede ser otro tren que viene de frente… por la misma vía. Incluso los que en su día negaron la amenaza y decían que había que bajar el suflé, léase principalmente la OMS, pasaron a convertirse en portavoces y altavoces de los mensajes más agoreros y derrotistas, directos a acallar cualquier atisbo de optimismo. Pero hubo en realidad tantos enjambres desde los que se dijeron tantas cosas y luego lo contrario…
Venga de donde venga, quien lo impulse o lo imponga, ese relato no da margen al respiro. Si bajan los contagios, crece la presión hospitalaria, si ésta remite, han subido los muertos, si la vacuna avanza, vienen nuevas cepas. Siempre, por norma, el peor dato es el que va en el titular. Lo mismo si nos vamos a las consecuencias económicas, en las empresas y en el empleo; y no digamos cuando rodean el fango político, lo que pasa es que a eso estábamos más acostumbrados. Tampoco el relato admite contrastes. Como una letanía se subraya diariamente que son récord las cifras de tal país o tal región, sin molestarse en referir las pruebas que se hacen ahora frente a las que se hacían antes, si en España hoy se detectan un 60% de los casos y en abril un 5%, luego las cifras que nos daban entonces habría que multiplicarlas por 20. O cómo están los hospitales y las UCIs, sin ofrecernos la comparativa de cómo estaban hace uno o dos años por estas fechas, que es muy posible que, efectivamente, estén ahora bastante peor. Pero dígannoslo, así tendremos la información completa. En fin, ya se sabe que la mala noticia siempre vendió más que la buena, la mala previsión tiene más éxito, y que vivimos hoy dominados por la dictadura de las audiencias, el imperio de los clics… son epicentros diversos y muy cercanos a la superficie. Si los hay más profundos, algún día sabremos… o no.
No se olvide que también estamos en la época de los contenidos patrocinados y las informaciones dirigidas, más sibilinamente o con toda alevosía y desparpajo. Y que, como en todas las crisis, hay a quien le ha ido muy bien también en esta, entre otras cosas, porque saben leer muy bien el movimiento de las ondas elásticas. Se podría pensar también que tanta opereta coral abogando tenazmente por el confinamiento estricto y duradero, igual que tanta soflama incendiaria proclamando libertad, economía y fraternidad de barra libre, no van a ser fenómenos sísmicos aislados. El caso es que uno tiene a menudo la sensación de estar en medio de un terremoto perfecto. Del que no hay escapatoria, ni siquiera posibilidad de salir a la calle. El panorama que ve cuando se asoma está sembrado de grietas, pero el que escucha desde su aislada celda es para echarse a temblar.