Tocando a Beethoven…

Estaba tocando la sonata para piano nº 29 de Beethoven, cuando llamaron a la puerta. Ya supuse que era la policía, así que decidí no interrumpir la pieza, tocarla hasta el final y regalarles la bienvenida que seguro que no esperaban y sin duda no merecían. Una vez acabada, esperé oír sus aplausos, pero nada se escuchó. Al abrir, ahí estaban, impasibles. Como si nada les sorprendiera ni perturbara, me espetaron su mecánico alegato de supuestos, tras lo cual me presentaron la hoja en la que debía firmar la orden de detención. Lo hice sin más trámites, se marcharon y volví al piano, martilleaban ya las notas rebeldes en arresto domiciliario. Aunque yo nunca fui un opositor de nada, sólo un ciudadano desaprensivo que había desafiado el perímetro y osó entrar en un bar.

Me puse a tocar la 14, el Claro de Luna, y sonó el teléfono. Descolgué y seguí con el primer movimiento, hasta que no lo hube terminado no respondí. Esperé una voz cálida que recibiera con agrado mi singular acogida, pero lo que había al otro lado no era sino un chorro parlante que en ningún momento se había detenido, frases sin sentido ni inteligibilidad aparentes. Una voz automática que vomitaba números, artículos, nombres interminables, se supone que de leyes y disposiciones. Pensé que el Estado había puesto a mi disposición un robot para ejercer mi defensa. Pero no, era un llamado comisario de seguridad, bien enseñado para hablar y nunca escuchar. Colgué suavemente, me compadecí de su insignificancia y continué con el segundo movimiento.

Cuando terminé, arranqué las primeras notas de la Pastoral y en la habitación de al lado empezó a sonar la radio. Se había activado la alarma que nunca sé a qué hora tengo puesta, y se desató el temporal de noticias. Intenté darle más brío y acelerar el tempo para ahogar el goteo fatídico de malos presagios, pero imposible acallar esa letanía que te avisaba, te advertía, se afanaba en hacerte consciente de que todo lo que esperaras o siquiera imaginaras no iba a ir sino a peor. Me encomendé a aquellas notas serenas de la Opus 28 para contrarrestar el aluvión, pero no le faltaba tiempo al experto o especialista de turno para venir a desterrar el más tímido amago de ilusión, para sentenciar el absoluto estado de alarma. Tal como se había encendido, la radio se apagó, pero el eco catastrófico permaneció y llenó toda la estancia confinada de un pesimismo imbatible.

Busqué algo de allegro vivace que me reconfortara y me atreví con el Rondo a Capriccio, lo inicié con rabia por mi libertad perdida, creí recobrar algo del ánimo que cada episodio de este funesto tiempo me estaba robando. Pero enseguida un mensaje en el móvil vino a recordarme una, y con ella, todas las demás tareas que tenía aún pendientes. Ni el vivo ritmo húngaro era capaz de abstraerme, me había propuesto completar la breve pieza pasase lo que pasase, pero no hubo manera. Tuve que pararme a responder, quiero decir, a pensar una respuesta que pareciera convincente. Y que no sirvió sino para que entrase una nueva remesa de mensajes a gestionar y responder. Ya lo sé, por algo Ludwig dejó aquella obra inconclusa.

No obstante, me resistí a abandonarme y dejarme arrastrar por este devenir perverso. Mis manos aún tienen memoria para desempolvar las notas de la Appasionata, la más emotiva de las sonatas, la que tantas veces toqué para ti y tú anhelabas escuchar en aquellas noches furtivas y escondidas que eran sólo de nosotros dos. Aquellos días en los que era normal abrazarnos, sobrevivir hasta el amanecer o escaparnos a donde nadie nos pudiera encontrar. Pero vendrían ya los tiempos de la sordera inevitable, dirás la del músico, digo yo la que últimamente me dedicas invariable, sistemática, cada vez que acudo a ti y no recibo respuesta. Aún guardo la última foto que pude robarte en aquella reunión supuestamente ilegal por Navidad, pero me duele abrirla porque sólo deja ver tus ojos y sé que ya no me miran a mí.

No me quedó más entonces que dejar fluir toda mi tristeza acumulada. La Opus 13 Patética es esa obra de juventud que parece anunciar todas las borrascas que vendrán. Con inusitada madurez, la misma que yo hice por cultivar en mi alta adolescencia y con los años se me fue olvidando. Según desgranaba cada verso que podía leer en cada nota y supuraba magia el sudor de mis dedos, más unido y solidario me sentía con el autor. Y mira que yo siempre había sido más de Wolfgang. Pero ahora comprendía sin entender, y en la partitura buscaba una respuesta: como pudiste tener una vida tan oscura, en la que recibiste tan poco, plomo te dieron hasta el último día, y sin embargo, tú cada vez creabas, repartías y extendías más alegría y más amor.

Recobrada la perspectiva y en cierto modo aliviado, me sentí con fuerzas para esbozar mano a mano con la lluvia el Concierto para Elisa, entonces llamaron a la puerta otra vez. La policía, pensé, y ahora viene con las esposas. Ya no les iba a obsequiar con pepitas de arte que las mentes de ladrillo son incapaces de descifrar, así que me fui decidido y abrí, casi con sorprendida violencia. Pero era el repartidor de Amazon, el único capaz de esquivar los controles, y seguramente uno de los 5.000 que leí que habían contratado en el último año. Me traía el paquetito con las pastillas para la ansiedad que encargué antes de que suspendieran Internet en todo el país. De pobre a pobre, me lo entregó. Y si algún día, quién sabe, viniera a traerme un paquete grande, dijéramos enorme… Por ejemplo, un piano. Entonces, quizás, no estaría mal aprender a tocarlo.

Y me fui a dormir, pensando en la Sonata de enero opus 2021 que un día, si no lo hizo Beethoven, a lo mejor yo mismo podría componer. Constaría de tres movimientos: 1. La fiesta mínima; 2. Nevada imposible; y 3. Gran tristeza.

Y si no, intentaré un rock and roll (17) Chuck Berry Roll Over Beethoven 1956 – YouTube

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