Trump pasa y lo que queda…

“Todo pasa y todo queda”, dijo el Poeta con mayúsculas. Ahora que parece que esta pesadilla está a punto de pasar -entre otras pesadillas que tenemos en curso-, no podemos dejar de pensar en lo que va a quedar. Al menos, en la memoria. Nunca se nos va a olvidar esa madrugada del 9 de noviembre de 2016. Nos frotábamos los ojos, nos pellizcábamos, pero era cierto, presente y real. La bestia le había ganado la partida a la razón. La corriente de esperanza que ocho años antes había significado la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, derivaba en la desazón más absoluta con la proclamación de Donald Trump. ¿Qué habíamos hecho para pasar de aquella oportunidad a esta amenaza? Dos meses después, en la toma de posesión, se nos confirmaría lo peor de lo que se venía encima con aquel lapidario “America first…”.

Ahora, estamos a punto de despedirle de la presidencia y de poder decir que hemos sobrevivido. Al menos, de momento. En el mejor de los casos, ese hombre va a seguir siendo presidente hasta el 20 de enero. Y a saber, “de perdido al río”, de lo que puede ser capaz. En el peor, como todavía hoy parece ser, hará todo lo posible por negar la evidencia, la democracia, su país y lo que haga falta. En cualquiera de ambos supuestos, no dudemos que será fiel a sí mismo y dará “lo mejor de sí”. Porque no es América ni su partido ni sus seguidores. Es él, first. Por encima de todo y caiga lo que tenga que caer. Incluso los funcionarios de su partido que están trabajando en el recuento en Georgia, según aseguran, haciendo lo mejor posible su cometido por encima de su ideología.

Cree el ladrón que los demás son de su condición. Al refrán podríamos cambiarle el sustantivo por otros muchos. Trump ha ejercido toda su vida tal como nos evoca en castellano la fonología de su nombre, antes, durante y, se espera, después de ser presidente. Ha sido tramposo en sus negocios, en la comunicación, en política, hasta con su gente… Y, por lo tanto, piensa y quiere hacer ver que todos los demás lo son también. A nadie debe sorprender su huida hacia delante de estos días, porque ya lo avisó repetidas veces. No aceptaría una derrota. Él no duda cuando necesita hacer trampas -nunca se terminará de aclarar hasta si las hizo y hasta qué punto en las elecciones de hace cuatro años. Por lo tanto, si él pierde, es que los demás se las habrán hecho a él. “A secreto agravio, secreta venganza”, rezaba el drama de Calderón que alguno sugeriría ahora invocar, cambiando esta vez el adjetivo. Pero no tiene ni que hacer falta. Es mejor así, que le echen voto a voto, papeleta a papeleta recontada, despacito, a fuego lento. Viendo la carita que se le va quedando…

Pero, aunque pase, algo sí queda. Mucha tierra quemada. Trump ha sido el máximo exponente del gobernante que gobierna solo y exclusivamente para los suyos. Pero reconozcamos que no el único. Es más, hoy parece lo normal en política, y no debería ser así. Si uno es canciller, presidente del Gobierno, autonómico, alcalde o delegado de clase, es porque una mayoría le ha elegido, sí, pero lo es de y para todos. Y debe aplicar y aplicarse el pragmatismo democrático de que con la mitad de los votos (y da igual si es un 48% o un 51%) no puede imponer ideas y programas de los que la otra mitad no es en absoluto partícipe. Tendrá que buscar acuerdos con esa gran minoría, aunque para ellos sí tiene derecho a hacer valer su exigua mayoría. En España, el presidente con una hegemonía parlamentaria más abrumadora fue Felipe González, con los 202 diputados que alcanzó en 1982. Y, aun así, renunció a algunos principios “irrenunciables” de su partido, por estabilidad o por necesidad, y para crítica severa de no pocos de sus partidarios.

Trump ha ido más allá: no solo ha ignorado al 52% de estadounidenses que no le votaron en 2016, sino que los ha despreciado, insultado y, si fuera por él, los hubiera puesto al otro lado del muro que se propuso construir. Lo que queda ahora es una mitad del país enfrentada a la otra con una alta dosis de radicalización. No es el único país donde ocurre, cierto, pero en Estados Unidos, el poder se dirimía entre dos partidos que, a la hora de la verdad y de las grandes políticas, se diferenciaban apenas en matices. La población a la que representan, ahora, se ve separada por algo más. Y, no sabemos cuántos, pero se puede estimar que emergerán muchos resentidos que enarbolarán el trumpismo como bandera de resistencia. Haberlos, haylos hasta en mi barrio. Buscarán otro líder en quien encarnarlo… o el mismo, quién sabe si con otro gorro. Si en Italia o Francia ya quedaron reducidos a residuales los grandes partidos de siempre, por qué no podría suceder en otros países.

Y algo que nos debe quedar, por lo que nos afecta y a algunos nos toca directamente. Aunque tramposo, Donald Trump es, eso hay que reconocérselo, un consumado comunicador. Mucho cuidado. Cuando examinamos a los líderes políticos por sus capacidades de comunicación, deberemos reflexionar que ésta es importante, mucho, pero no lo puede ser todo. Porque ya vemos lo que nos puede salir. Lo fundamental que debe exigírsele a un político que aspira o ejerce puestos de alta responsabilidad, abarca principios honestos, propuestas inteligentes, sensibilidad, capacidad de gestión, determinación para tomar decisiones… Y si comunica mal o regular, ya aprenderá. O ya le enseñaremos…

Y acabo ya, pero ahora que me doy cuenta, me admiro y me congratulo de ello. Desde aquel post dolido e impactado que publiqué aquel fatídico 9 de noviembre, no había vuelto, en estos cuatro largos años, a escribir sobre el personaje. Sí de pasada, colateralmente, era imposible que una referencia no apareciera por algún lado. Pero nunca como protagonista central. Hasta ahora, justo cuando entona su canto del cisne -o del sapo, como se prefiera. Lo que no puedo asegurar es que no vuelva a aparecer… Porque nunca se sabe. Ahora, vamos a decirle “adiós con el…”, en fin.

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