Vampiros en el hospital

Una de vampiros en Madrid. Podría ser buena historia para estas fechas. Aunque no sea quizás la especie más típica, ni de la tradición celta importada ni de la muy española de toda la vida. Que ya se sabe que al final son lo mismo, porque Halloween no significa otra cosa que “víspera de todos los santos” (all hallows eve). Bien que aquí los protagonistas no van a ser ni las brujas, fantasmas y calabazas de una ni el don Juan Tenorio de la otra. Pero de terror y de canallas sí que va.

A pesar de lo aparentemente oportuno, tampoco va a ser una historia que se circunscriba a estos señalados días. Triste y espantosamente, se manifiesta durante todo el año… desde hace muchos años. Lo que pasa es que en este malhadado 2020 ha cobrado tintes, si cabe, más truculentos. Como leía el otro día en un buen artículo, no es que la pandemia nos haya hundido la economía ni la sanidad, sino que ha puesto en evidencia nuestro sistema productivo, nuestra gestión y nuestra falta de espíritu crítico. Y, añadamos, ha hecho aflorar, no menos de lo que solía sino posiblemente más, un vampirismo voraz y despiadado.

Seguramente decepcionaré, pero no hablamos aquí de esos vampiros a los que, digamos, hemos reinsertado en nuestro imaginario actual. Ya el romanticismo los transformó en figuras siniestras, pero revestidas de un aire de aristocracia, glamur y erotismo. El carnicero Drácula ascendió a la categoría de conde. El cine del siglo pasado ahondó en esa imagen, y ya en el nuestro, nos los han fabricado jóvenes, exultantes y de alto voltaje sexual. Vampiras y vampiros estupendos, que bien tendríamos la tentación de llevarnos a casa, a sabiendas del riesgo que conlleva su compañía. Exquisitos, delicados y dispuestos a regalar un insuperable segundo de placer antes de que el mordisco resulte fatal… o no, según. Qué va, los que traemos aquí son la anti lujuria y recuerdan más bien a las bestias primitivas de antes de Goethe.

Ni se piensen, por lo demás, que las rutas turísticas que este fin de semana se proponen por el Madrid de leyenda oscura y tenebrosa, nos van a llevar por los derroteros donde estos chupasangres cometen sus fechorías. No andan por el Palacio de Linares ni por la Casa de las Siete Chimeneas, no frecuentan el Museo Reina Sofía ni alguna de esas estaciones de metro abandonadas. Todo lo más, puede que algún día el tour deba incluir una visita a cierto inmueble de la Glorieta de Bilbao. Pero, sobre todo, cuando sean decididamente temáticos, habrán de hacer un amplio y escalofriante recorrido por los hospitales y los centros de salud de la capital y sus alrededores.

También tendré que reconocer, para ya defraudar del todo, que el concepto y parte del argumento de esta historia vienen inspirados por este artículo de Juan Soto Ivars (lo siento, está bajo suscripción), que retrata parte de la vida y obra de uno de estos especímenes. Podría completarse el tétrico relato con más detalles. Alguien de su escolta en su etapa como consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid me decía, al principio, que parecía un tío majo, y luego, que no sabe por qué, empezó a dedicarse a la compra compulsiva de empresas… sanitarias, por supuesto. “Pero si es millonario, qué necesidad tiene…”. No hay ambición más insaciable que la del vampiro malencarado.

Pero no se trata de un caso aislado ni de un chupóptero solitario. Sirva de planteamiento de la historia, previa al nudo y al desenlace. La sanidad pública fue sistemáticamente despreciada por las hordas microquirópteras que tomaron Madrid en las últimas décadas. Desde los tiempos de esperanza y aquelarre, a cuyo crepúsculo sobrevino el gobierno de un vampiro profesional. En principio, fue plasmación de una ideología vampírica neoliberal llevada al extremo, que contempla que no hay servicio público que valga si no hay dinero que succionar. Después, ya derivó en una sangría. Porque una cosa es privatizar y otra, además, comprarte la empresa beneficiaria de esa privatización. Sí, más cercanos al hediondo y real de Düsseldorf que al seductor e imaginario de Polidori.

El caso es que el sistema de salud mixto del que presumía España, y que hasta Suecia valoraba como modelo a seguir, empezó a ser desmantelado en Madrid. En 2018, ya era la penúltima comunidad autónoma en gasto sanitario público per cápita, y la que registraba, con diferencia, un mayor peso (37%) del sector privado. La Telemadrid sumisa de entonces se hartaba de mostrarnos a su ama vampiresa inaugurando nuevos hospitales por doquier, “que no han costado un euro a los madrileños”. En un abrir y cerrar los ojos los levantaban fieles constructoras con las que habían pactado suculentas concesiones por muchos años y por mucho más valor. Años después, su vampirizada -y después empalada- sucesora reconocería que no eran esos hospitales lo que se necesitaba, sino mejorar los que ya había.

Cuenta entonces la historia que Madrid, como España, como el mundo entero, ha sido asolada por un tsunami a cámara lenta que ni se ve ni se huele. En marzo no hubo tiempo material de reaccionar. Todo lo más, se podía haber cerrado una semana antes o una después, decretado alguna medida más allá o más acá. Pero cuando quisimos darnos cuenta, estábamos metidos hasta el tuétano. Sin embargo, hubo algo que sí se pudo hacer. En mayo, cuando parecía que la pandemia remitía, se avisó: podía venir una segunda ola después del verano, para lo cual era el momento de reforzar el sistema sanitario. Estábamos a tiempo para cubrir o al menos atenuar las carencias demostradas en hospitales, en equipos de rastreo, y sobre todo, en la atención primaria. Recuperar a los médicos despedidos o que se fueron, contratar sanitarios, administrativos, mejorar condiciones laborales… En el resto de España se hizo mucho, algo, poco… En Madrid, absolutamente nada.

Además, fueron pertinaces en su ruindad. Si una, diez o cien veces anunciaron que incorporarían sanitarios y rastreadores, otras tantas resolvieron no hacerlo. La vieja estrategia de decir que se va a hacer algo para que la gente se piense que ya se ha hecho. Es que les sale urticaria cada vez que oyen eso de inversión en sanidad pública, o más propiamente, parece que lo vean como una ristra de ajos tras la puerta. Recibieron 1.500 millones de euros del Estado, la que más de España, con la indicación clara de que eran para emplearlos en el sistema sanitario. Que se sepa, decidieron repartirlos entre todas las consejerías. Que se sepa, a la de Sanidad le asignaron 700, menos de la mitad de lo embolsado. Que se sepa… nada se sabe de en qué lo han invertido. Pero según se vienen las noches en los salones de la Real Casa de Correos, se escuchan aleteos sospechosos y nada alentadores.

Y la pandemia volvió tal como se anunciaba, no tan rápida, pero avanza y no sabemos dónde va a llegar. Lo seguro es que la mamografía urgente seguirá esperando, la operación de cataratas aplazada sine die, las inspecciones dermatológicas por vía telemática, los centros de salud de ciertos barrios desatendidos o cerrados, el médico de primaria con una cola de pacientes esperando y encima tiene que hacer horas para despachar formularios… y cuando la tormenta arrecie, un especialista en aparato digestivo volverá a tratar a un enfermo que respira mal. Mientras algunas autonomías aprobaron una paga extra para medio compensar a su personal sanitario por el estrés y las penalidades sufridas, en Madrid se les prometió una corrida de toros en homenaje. Lo que no es seguro, pero podría ser probable, hipotético, imaginable, es que, en las criptas de los bufetes y los consejos, en las altas cenas donde se despieza la carne, no se hayan quedado de alas cruzadas. No en vano, su afinado instinto les avisa cuando va a llegar sangre fresca. Y cuidado con las dudas o los retrasos, que hay suficientes favores y cuentas pendientes por cobrar. Y conocen sobradamente los resortes, cada pasadizo y cada cámara oculta del castillo, cada cuello incauto en el que hincar el colmillo, sin dudarlo y sin más dilación.

Ahora, estamos de nuevo al borde del abismo. Ideando nuevas restricciones, pidiendo más sacrificios a los ciudadanos y con la amenaza de un nuevo confinamiento domiciliario cerniéndose cada vez más cerca. Y sin dejar de lado los errores y malas decisiones que se hayan tomado a nivel nacional, en Madrid, además, tenemos que soportar la altanería de los que, no habiendo hecho medianamente su trabajo, encima van de sobrados. ¿O sí lo han hecho? Llega entonces la Novia de Corinto -perdóname, Johann Wolfgang, por esta terrible afrenta- y se viene arriba una vez más, porque ya tiene la solución de-fi-ni-ti-va, la que la elevará de icono de la resistencia a heroína de la epopeya: un nuevo hospital. ¿Y para qué queremos otro? Para que darle 51 millones al ladrillo, que eso sí es progreso y bienestar. “Bueno, al menos, contratarán personal, ¿no?” – “Qué va, lo derivarán de otros hospitales” – “¿Quiere decir eso que van a desatender aún más los que ya hay?” – “Cuidado, que eso no se le pregunta a una presidenta de Comunidad”. Y El Maestro de estadistas, en su torreón desde donde todo lo ve y lo maquina, se desespera y se tira de los rizos. Qué díscola le ha salido la clienta esta vez. Pensará otra maniobra de dispersión, mientras se sirve otro vaso de güsiqui.

Pero sí podemos intuir qué harán con el flamante hospital: lo llenarán de vampiros. Los de siempre y nuevos que se sumarán al banquete. Por mucho que me quieran meter miedo y sepan lo cagueta que soy, no conozco ahora mismo una historia más terrorífica que esta.

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