Pasábamos por esa calle que a cualquiera le parecería vulgar, porque en realidad lo es, y sin embargo hace 50 años que está en nuestras vidas. Hoy podemos asistir en directo al espectáculo diario de ese cruce caótico, por el que más que circular se esquivan los vehículos y los viandantes, clasificados éstos entre los que simplemente pasan, los que se paran en el medio y los que hacen el recorrido de una a otra acera y luego a la inversa, por lo menos tres veces, por no contar los que se descalzan, los que van en grupo o disfrazados. Solo la flema más inglesa es capaz de sobrellevarlo sin alterarse. Es que nadie que transite por ese paso de cebra se olvida de que no es un paso de peatones normal. Ni el turista ni el curioso ni el que va al trabajo o a comprar el pan, aunque pase de camino todos los días. Saben que por Abbey Road se cruzaron un día los caminos de la música y de la historia. Ya nada fue igual.
Sí, llevamos una década conmemorando 50 años de The Beatles, y hemos ido pasando por todos los hitos de su carrera. A los que no soportan tanta efeméride seguida, decirles que tranquilos. Ya no queda casi nada. Estamos cerca del final. Pero vivimos en 2019, y el 26 de septiembre se cumplirá medio siglo de la publicación de su último disco, el mejor -como creemos muchos; el más grande álbum rock/pop de todos los tiempos -como aseguran la mayoría de los críticos; la mayor obra musical del siglo XX -también ganamos los que sabemos que no exageramos ni un milímetro. Y por supuesto, el preferido de Joaquín Luqui. Ese disco que en el proyecto inicial se iba a titular Everest, y para las fotos de portada iban a viajar al Himalaya. Al final optaron por quedarse un poco más cerca, esto es, a la puerta de los estudios. Y el disco se tituló como la calle, simplemente, Abbey Road.
Como la película va pasando, en agosto se conmemoraron los 50 años de la celebrada foto de portada. La sesión fotográfica duró 10 minutos, posiblemente los más productivos en cualquier trabajo en toda la historia. Ese paso de cebra tampoco sería nunca más lo mismo, de hecho, terminaron nombrándolo Patrimonio Histórico de Londres. Pero el disco fue otra cosa. Es más, pocos meses antes de ese verano de 1969, no tenían ni idea de que lo iban a hacer. El que iba a ser su nuevo trabajo, titulado Leti It Be -como la película documental, sí, la del concierto en la azotea del que a su vez se cumplieron 50 años en enero- fue rechazado por la casa de discos. Por la suya, la Apple que ellos fundaron, y por los “sagaces” directivos que ellos mismos habían nombrado, que vivían hartos de vino y rosas -más de lo primero- y se creyeron con atribuciones para cuestionar a los mismísimos Beatles. Aquella puñalada trapera parecía que iba a suponer el final. De hecho, se lo preguntaron. Se miraron Ringo, George, John… y la respuesta de Paul fue que no.
Lo que dijo Paul McCartney fue que, en el caso de que aquel cuento fuera a terminar, la última palabra iba a ser de ellos. Se olvidarían de la afrenta con Let It Be y se pondrían a trabajar en un nuevo álbum, mejor que el otro, el mejor a ser posible, que tapara bocas. Llamó a George Martin, el productor con el que habían caminado y crecido juntos y del que se habían olvidado después de Sgt. Peppers –esto es, apenas dos años antes que, sin embargo, parecían 20 con todo lo que había pasado por sus vidas. El señor George les respondió que sólo volvería si le prometían que iban a trabajar otra vez como antes, como un grupo, como los amigos que siempre fueron. Accedieron. Durante unas buenas semanas, dejaron aparte todo lo que les separaba, fundamentalmente sus egos, y se entregaron a trabajar juntos. A dar todo lo mejor que tenían. Que, naturalmente, por la edad y por el momento creativo en que vivían, era una inmensidad.
George Harrison decidió recuperar una canción que en principio había regalado a unos amigos suyos, y que se titulaba Something. Cada uno contaba con material preparado por su cuenta, ya fuera para The Beatles o para nuevos proyectos que ya vislumbraban, y en esto decidieron ponerlo al servicio de la causa. John Lennon traía Come Together, I Want You… Paul venía con Maxwell’s Silver Hammer, Oh! Darling… Ringo Starr tenía casi terminada la que iba a ser la canción de su vida, Octopus’s Garden. Y volvamos a George, que una tarde soleada en casa de Eric Clapton se inspiró hasta alcanzar la gloriosa claridad de Here Comes The Sun. Y lo juntaron todo. Se metieron en el estudio y grabaron. A conciencia, los cuatro siempre juntos -lo que no había sido muy habitual en sus últimos trabajos- haciéndose los coros, esforzándose por mejorar el sonido, los bajos rotundos, las guitarras afiladas… con el ya asimilado Billy Preston a los teclados. Como si estuvieran escribiendo el guion de Casablanca, con George Martin fueron hilvanando un proyecto que se antojaba etéreo y sin embargo iba a resultar inopinadamente compacto. Como en Sgt. Peppers, pero ya no tan colorista, no eran tiempos para aquel barroquismo. Se imponía más bien un discurso austero pero lúcido, tenso al principio y por momentos luminoso en el gris circundante. En fin, un sonido distintivo, envolvente, de efectos líricos e inevitables ecos tristes, decadentes… no en vano, todos presumían que iba a ser lo último que hacían juntos.
La tregua en sus devaneos vitales no les dio para terminar todo el trabajo, pero sí para dejar suficiente material, una colección de canciones limpias y bien acabadas, básicamente las que hemos ido mencionando -más Because, en la que Lennon se marcó la virguería de recomponer el Claro de Luna de Beethoven al revés. Todas ellas tan diversas y sin embargo tocadas por una línea común, definitoria, lo que podríamos llamar -o al menos yo llamo- sonido Abbey Road. Pero faltaba terminar la obra. A ello se pusieron McCartney, el señor Martin, el ingeniero de sonido, Geoff Emerick -que fumaba Everest y por eso le iban a dedicar el título del disco-, y su becario, no sé si les suena un tal Alan Parsons. Tras un trabajo de pura orfebrería musical, ensamblando sutiles piezas sueltas que los cuatro -y Paul más que nadie- habían dejado sin rematar, quedó la que sería recordada como la mejor Cara 2 de la historia. La que llevaría a un nuevo paradigma el concepto de rock progresivo que ya funcionaba y que tantos grupos llevarían a la máxima expresión en los años siguientes. La que por su extensión no entra en los recopilatorios al uso de The Beatles, y por ello, no todo el mundo conoce esos temas. Una retahíla de pequeñas joyas, repartidas en realidad en tres suites, la última de las cuales concluye en una apoteosis rock, premonitoriamente titulada The End, y que contiene el que sería el último verso, el último mensaje del grupo: “Y al final de todo, el amor que recibas será igual al amor que has dado”.
Salvo para alguna otra sesión de fotos o quizás algún acto social, puede decirse que The Beatles ya no se volvieron a reunir. Anunciaron oficialmente su separación seis meses después, el 10 de abril de 1970 -también se conmemorarán 50 años el año que viene, y puntualmente nos lo recordarán. Entonces, los bien comidos y bebidos ejecutivos de la Apple vieron que se les acababa el chollo. Ah, pero todavía les quedaba una bala en la recámara: sí, el Let It Be que ellos habían denostado. Ahora era el único material en cierto modo inédito -varios temas ya se habían publicado como single- que podían sacar al mercado. Y no tuvieron reparos ni escrúpulos en hacerlo. Como al producto en cuestión le faltaba una última mano de producción, se la encomendaron a uno de los productores de más prestigio del momento, Phil Spector. Que más que una mano, le dio un mamporro. Desde sus casas, ya separados, los cuatro ex beatles escucharon espantados el sobrecargado y ampuloso resultado final. El caso es que Let It Be salió a la venta el 8 de mayo de 1970, como si fuera a título póstumo, un mes después de la separación. Por eso hay quien cree -y escribe, sin documentarse- que es el último disco de The Beatles. Pero evidentemente no lo es.
¿Y qué pasó con Abbey Road? Igualar las cotas de éxito inmediato y universal que habían alcanzado en 1967 con Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band era imposible, inimaginable. Aun así, “sólo” fue 17 semanas número en Reino Unido y 11 en Estados Unidos, que se dice pronto, más en una época de mucha y formidable competencia. Con todo, su mayor reconocimiento llegaría después. Con el paso de los años, los lustros y las décadas, terminaría convirtiéndose en el más vendido de la banda. Y su influencia. Hoy puede decirse que sigue perfectamente vigente, baste simplemente escucharlo (aquí es posible además de seguir las letras). Pero, sobre todo, su influjo estuvo muy presente en todas las grandes bandas de rock progresivo y sinfónico de los 70. Es más, hubo grupos en esos tiempos que no sonaron precisamente a Beatles, y sin embargo sonaban a Abbey Road. ¿Qué si puedo poner algún ejemplo? Pues sí, claramente, Pink Floyd. Y otros muchos en según qué momentos de su trayectoria: Supertramp, Genesis, Yes, Jethro Tull… y en nuestros días, sin duda, Red Hot Chili Peppers.
Y lo más importante: al final de todo, ha quedado en nuestras vidas. En mi caso, no hace 50 años que lo escuché, porque entonces no tenía edad. Pero el día que llegó a mis manos y lo puse a rodar en el tocadiscos, creo que andaba por los 17, empecé a ver toda la música de otra forma. Ya tenía una cierta cultura Beatle, y sin embargo descubrí que eran mucho más que Yesterday o Hey Jude. Ya siempre me acompañó. Un cierto día pasé por ese paso de cebra de esa calle de Londres, hice más o menos lo mismo que todos esos a los que se ve en la web cam. Pero eso fue tan solo una de las veces que lo visité. En realidad, creo que, desde aquel primero que sonó en el salón de mi casa, todos los días de mi vida he estado pasando por Abbey Road.
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