El cambio climático que no fue… o en fin

Quedaba demostrado que todo fueron patrañas. Esa tomadura de pelo del cambio climático con la que estuvieron manipulando al mundo durante décadas, con la que intentaron distraer, quitar el foco de lo verdadera y únicamente importante. Hubo que soportar sesiones, discursos y algaradas infumables. Hordas de vagos que con la excusa de la milonga sostenible salían a la calle simplemente para concederse una excusa para no ir a trabajar. Manifiestos buenistas (*) firmados por bohemios impertinentes que no tenían otra cosa que hacer. Supuestos informes agoreros, interesadamente sesgados, que avisaban de abominables desdichas que acaecerían en la Tierra si la Humanidad no se plegaba a lo que ciertos auto erigidos sabios del universo habían decidido que todos los demás debíamos hacer.

Ciento veinte años más tarde, el planeta seguía azul, radiante, y el hombre lo dominaba en su plenitud. Se habían callado para siempre todas aquellas voces alarmistas y lastimeras. Se habían terminado los discursos pedantes, las soflamas eco-suficientes y los desvaríos hedonistas. A pesar de todas aquellas tétricas predicciones, respirábamos el aire, los paisajes amanecían hermosos, las especies campaban a sus anchas. Cierto que con algún que otro matiz que luego veremos. Pero ahora, en los foros, en los debates políticos y en los medios de comunicación, ya se hablaba exclusivamente de lo que había que hablar: producción, competitividad, negocio… y riqueza para todos. El progreso había triunfado. No podía ser de otra manera.

O quizás hubiera podido ser de otra manera. Pero si la humanidad comete errores, es justamente para perfeccionarse. Los inmensos complejos empresariales levantados a lo largo de la gran estepa del Amazonas sufrían endémicos derrumbes de edificios, a veces con consecuencias dramáticas. Dolorosas pérdidas económicas, y además de vidas humanas. Un verdadero quebradero de cabeza para la economía mundial, al que la OCU (Organización de Capitales Unidos) no sabía cómo hacer frente. Se decía que en ese suelo, durante siglos silvestre, improductivo e invadido por masiva vegetación, no fijaban bien los cimientos. Pero también se atribuía a atentados conspiratorios a cargo de minoritarios reductos del vencido movimiento anti-civilización.

Cierto era también que los nuevos mares europeos no terminaban de asentarse como vías estables de navegación. Especialmente, el gran Estrecho Ibérico -que pasó a comunicar el Océano Americano Oriental (antes Atlántico) con el Mar Puerta de China (otrora Mediterráneo)-, era terriblemente turbulento y proceloso, lo que suponía un muy serio problema para toda la ingente navegación comercial que debía transitar por allí, un corredor crítico para los negocios mundiales. Parece ser que en su fondo persistían violentas corrientes submarinas que en su día fueron terrestres, además de superficies abruptas, mesetas, islotes ocasionales y mucha mar de fondo. También hubo quien habló de ancestrales bestias marinas que moraban esas aguas. Más allá de los numerosos accidentes y hundimientos de valiosas mercancías, estaba costando insidiosas huelgas de operarios y una conflictividad empresarial que estaba retrasando importantísimas, trascendentales operaciones. Los barcos tenían que pasar por allí, como fuera.

Lo de África, la verdad, seguía sin terminar de solucionarse. Se había conseguido sacar de allí a toda la fauna y la población, que eran ciertamente dos factores que habían estado lastrando el futuro del continente porque entorpecían el acceso a toda la riqueza mineral. Pero las empresas y centros de explotación del susbsuelo que se habían ido instalando allí encontraban nuevos obstáculos. Principalmente, la escasa resistencia de los trabajadores, originarios de otras zonas del planeta, y por lo tanto incapaces de aclimatarse a las temperaturas extremadamente altas y a la casi absoluta carencia de agua. La posible solución que se valoraba entonces era repatriar a autóctonos como trabajadores. El inconveniente, que no iban a ser suficientes, dado el drástico descenso de natalidad que habían observado en las últimas décadas, concretamente desde que fueran confinados en estaciones espaciales construidas por los rusos al efecto. Y además, resultaba tan dolorosamente caro traerlos desde allí…

Todo, claro, es susceptible de mejorar, y con esa mentalidad el ser humano siempre progresó. Por ejemplo, crear un inmenso parque natural en el centro de la América Vacía, que albergara todas las especies animales y vegetales del mundo. Era una forma de regenerar aquella zona, que se estaba quedando despoblada. Al tiempo, permitía aprovechar sus originarias zonas de hábitat para actividades verdaderamente productivas. Y sería un grandioso negocio, porque atraería a visitantes de los siete países del planeta -sí, siete, qué gran avance para las relaciones internacionales. Lo que no se planificó del todo bien fue la gestión del ecosistema. A los 30 años ya no quedaban especies tropicales, a los 50 habían desaparecido los de zonas polares y boscosas, y cumplida la centena, quedaban principalmente bisontes, pumas, águilas de cabeza blanca, serpientes de cascabel… los que siempre habían vivido allí. Aparte de que desató un conato de guerra comercial, ya que China se negó a donar toda su población de tigres, y si accedió a ceder una centena de ellos, fue a cambio de quedarse con todos los elefantes. Lo que no habían advertido, ni ellos ni nadie, es que desde lustros atrás ya no quedaba marfil en el mundo.

Pero el caso es que el mundo funcionaba a pesar de todos aquellos cuentos infantiles. Las industrias trabajaban y producían a pleno rendimiento, los beneficios crecían a un 20% anual. Los ingresos per cápita habían subido exponencialmente -bien es verdad que la población mundial había decrecido un 80%, pero en fin, se supone que quedábamos los mejores. Y se vivía bien. Como los aviones nucleares eran rápidos, era un placer irse un fin de semana de enero a navegar por los canales de Londres, disfrutar de unos días de playa en los excelentes hoteles y resorts de Groenlandia, en invierno bajar a esquiar a la Antártida… En época de lluvias -quince días al año en el hemisferio norte, seis en el sur-, sacábamos nuestros magníficos catamaranes a pasear… y para la época seca -el resto del año-, teníamos una fecunda industria de neveras que las fabricaba de todos los tamaños y capacidades, muy baratas. Casi tan próspera como la de máscaras de oxígeno. O la de cucarachas ultra crisp, al queso, al jamón, sabor barbacoa…

Y sobre todo, estábamos satisfechos de saber con certeza que nuestro planeta seguirá vivo, deslumbrante y azul… cuando lo veamos desde Marte.

(*) Ya quedó explicado en un post anterior que el término Buenismo fue acuñado expresamente por canallas para descalificar a aquellas personas, comportamientos o actos caracterizados por una humanidad de la que ellos son incapaces. Un concepto perverso con el que pretenden blanquear su bajeza moral. Y que, muy diligentemente, la Real Academia de la Lengua, tan exasperantemente lenta o inmóvil para otras cuestiones, se aprestó a aceptar en 2017.

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