Ahora resulta que se llama prontomanía. Saltar cada vez que pita el Whatsapp, nada más aparecer un numerito en la campanita, darle continuamente a “enviar y recibir”, al botón de actualizar páginas, noticias, estadísticas… un clic tras otro, a merced de que pase algo, de que entre algo… de que alguien te diga algo. Y así se pasan las horas y la vida, puede que haya días que no hiciste otra cosa que dar clics. Compulsiva, desesperada o piadosamente.
En casa desde luego, pero también en cualquier lugar. Podríamos ir en el metro tranquilamente leyendo un libro o el periódico, pero no, viajamos en posición de cuatro adelantado, o de uno inclinado, pendientes de la pantallita. O es muy sano hacer deporte, te evade, relaja, segregas endorfinas… pero ¿y si vamos al gimnasio con el móvil pegado y gastamos más energía tirando mensajes que tirando series o abdominales? Sí, yo veo todos los días a gente así y a veces soy uno de ellos. Concentrados los sentidos y hasta el entendimiento en el dedo pulgar. Y los ojos desorbitados de explorar el mundo y hasta buscarle el sentido a la vida en el reducido rectángulo vertical. Enganchados a los soniditos que nos avisan como los ludópatas irreductibles a la musiquita, para nada inocente, de las máquinas tragaperras.
Llaman prontomanía a la necesidad de responder al momento por cualquier canal. Voy más allá. No se trata sólo de responder, sino simplemente de esperar, qué digo esperar, desear ansiosamente que pasen cosas. No nos basta con lo que tenemos. No nos convence ya ni la velocidad desenfrenada a la que viaja el mundo. Nos hemos convertido en adictos a las novedades, y parece que no pudiéramos vivir sin que se sucedan noticias, llamadas, avisos, numeritos, timbres… un minuto sin movimiento se nos hace una eternidad. Esto es mucho más, mucho peor que sólo lo que definen como prontomanía. Entonces, habrá que ponerle otro nombre: por ejemplo, ¿pronto imbecilidad?
Sucede que te paras, pongamos, a leer uno de esos plácidos poemas de Louise Glück, naturales como la vida misma, y parece que hayas hecho un viaje que ha durado semanas, es tal la desconexión que se alcanza. Tan poco preparados estamos ya para las bajas pulsaciones. Aunque también es posible que, hacia la quinta estrofa, haya cantado ese grupo de whatsapp en el que bullen 260 queridísimos periodistas… y era porque alguien se ha acordado de que es el cumpleaños de otro, luego sabes que se sucederán otros 259 mensajes a continuación. Lo sensato sería silenciar el grupo, dejar que firmen cada uno su felicitación y verlas luego todas, dejar la tuya… Pero no. Ahí dejamos a la pobre Louise en su pueblo y su campiña, y nos apresuramos a leerlas una por una, aún sabiendo lo que van a decir, por si acaso alguno cuenta otra cosa.
Yo conozco a uno que, cuando no encuentra algo más productivo que hacer, o entre que decide por dónde empezar, puede pasarse sus buenos ratos haciendo el siguiente recorrido: bandeja de entrada, estadísticas de cierta página, Facebook general y páginas propias, elpais.com (antes elmundo.es, pero es que los de esa empresa la han pifiado también con eso), marcador de evento deportivo en Google si lo hay, otra vez bandeja de entrada… y el mismo círculo vicioso del que también pueden formar parte Twitter, Linkedin… Porque piensa que en el tiempo que ha tardado en regresar a cada una de las paradas de ese circuito cerrado, habrá tenido que suceder algo. Y muchas veces no ha pasado absolutamente nada. Entonces, la ansiedad le acucia todavía más y repite el tour con más ímpetu si cabe. Muy pronto imbécil…
Puede que esta vorágine a la que nos dejamos someter sea consecuencia del ritmo al que hoy viaja la actualidad. No es verdad que antes hubiera menos noticias. Pero ahora hay mucha más cobertura, muchos más informando, muchos más titulares y, sobre todo, más necesidad de impactar… incluso de sobresaltar. ¿Se acuerdan de aquellos agostos tan tranquilos y anodinos, que se prestaban a lo que llamábamos serpientes de verano, esto es, seriales noticiosos que aprovechaban el vacío informativo para hacerse notar? Pues échenle un repasito a todo lo que hemos tenido en este agosto. Ya son anacondas que se devoran unas a otras. Y así es todo el año, sin descanso. Como ahora, en cierto modo, nosotros ya somos también parte de esa dinámica -compartimos contenidos, creamos los nuestros, somos “noticia” en nuestros círculos sociales y profesionales-, hemos adoptado ese ritmo. Y una vez acoplados a él, ya somos incapaces de parar. No sólo eso. Como pasa con las drogas, necesitamos más… y pronto. Muy imbéciles…
Pero, claro, esto no ocurre porque sí. Nada es casualidad. Toda esa velocidad que desarrollamos deja impactos, deja huella… y deja réditos. Insistamos de nuevo en que dejamos muchos clics por el camino -dos como mínimo en cada sitio que visitamos, si contamos cuando aceptamos las cookies- cuando compramos, cuando buscamos, cuando respondemos, simplemente cuando actualizamos… y muchos de esos clics son una mínima porción de monedilla que directa o indirectamente dejamos a alguien, y suma y suma… Ya sabemos, no hace falta recordarlos -no en vano, a varios ya los hemos citado más arriba-, quiénes son los que recaudan a granel, cuando todas esas menudencias llegan transformadas en jugosos dividendos. Y sí, en el último año y medio han ganado más porque en nuestra inusitada circunstancia hemos hecho más clics. Ya lo dije creo en alguna ocasión, lo pienso todos los días, pero que nadie pierda de vista lo bien que les ha venido a estas grandes compañías que todos, en todo el mundo, hayamos pasado más tiempo en casa. Y es para tomar nota, no crean que no.
Podríamos, en fin, hacer buenos propósitos de temporada, como los hacemos siempre a principios de año. Tomarnos las cosas con más tranquilidad, pararnos más a pensar, a leer con placer, dedicar más tiempo a lo esencial… y a nosotros mismos y a nuestros queridos. Pero me temo que la inercia nos puede. Uno solo no puede bajarse del tren si todos los que conoce y con los que se relaciona siguen montados en él. Y la locomotora del clic seguirá tirando de todos, a toda máquina. Seguiremos creyéndonos que somos gente de nuestro tiempo porque vivimos plenamente informados, conectados, relacionados… Pero póngale el prefijo “sobre” a esos infinitivos. O peor, llamémonos lo que estamos condenados a ser: pronto imbéciles. No desesperemos, sin embargo. Todo tiene remedio, de la peor droga se sale. Para empezar, créanme, lean a Louise Glück. Un poemita al día, para no abusar.
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