Incompetencia mundial

Déjame que te lo diga, sin tocarte, sin ni siquiera acercarme. Me gustaría venir más optimista, más veraniego, más vital. Pero hoy no va a tocar. De todas las revelaciones que nos ha traído este tiempo incierto y convulso, entre las verdades que nos hemos tenido que cuestionar y las anormalidades que ha habido que asumir, hay una que a la que vengo dando vueltas desde hace tiempo. Casi desde el principio de esta pesadilla. La pandemia ha venido a poner al descubierto numerosas carencias de nuestras sociedades y nuestra civilización. Entre ellas, ha puesto de manifiesto una flagrante incompetencia. Más allá de países, gobiernos, dirigentes u organizaciones concretas. Se trata de una incompetencia mundial. Sistémica. Organizacional. Extendida a lo largo de muy distintos frentes, todos ellos estratégicos.

Es que no se trata de que algo haya fallado. Ha fracasado casi todo lo que no debía fracasar. Lo que estaba pensado e instaurado, precisamente, para asegurar el bienestar de la humanidad en todos los aspectos. Podemos empezar por el principio de los tiempos, de estos digo, tan lejanos ya. No es que no sepamos todavía de dónde salió el jodido virus, es que parece que no sepamos aún del todo bien lo que es. Pero eso puede ser comprensible, la ciencia nunca lo tiene fácil y hay que dejarla trabajar. Menos entendible es que no sepamos todavía cómo funcionaron los mecanismos de información y prevención, si China avisó a tiempo o no, si los demás países se lo tomaron en serio o no. Qué pasó realmente para que, cuando quisimos darnos cuenta, aquello que veíamos como una crisis lejana de la que convenía estar pendiente, se nos había venido encima para cambiarnos la vida. No hace falta ser negacionistas ni adictos a la conspiranoia -que ni por asomo lo somos- para tener la sensación de que algo no nos han contado, y quién sabe si nos lo contarán.

Lo que sí sabemos es lo que dijo entonces la OMS, porque está escrito y registrado. Que no había que preocuparse seriamente, que no había propagación descontrolada, que no se apreciaban indicios fehacientes de que aquella epidemia nacida en China y extendida por Asia pudiera llegar a globalizarse. Lo que afirmaban aquellos días prácticamente todos los dirigentes y autoridades occidentales, políticas y sanitarias -y que recogíamos aquí– se fundamentaba, principalmente, en lo que escuchaban de la máxima institución mundial en materia de salud. Que, en un momento dado, cuando ya se vio desbordada por la evidencia, dio un giro radical a su discurso. De tranquilizar pasó a alarmar. De infundir confianza, a extender el miedo. A derrumbar los ánimos de los que creían ver luz al final del túnel, según los indicadores de algunos países parecían dar un respiro. A alejar toda esperanza de recuperar una cierta normalidad. Y uno pensaba, ¿pero no eran estos los que hace unas semanas nos decían que tranquilos, que no había gran cosa que temer? Todo un manual de cómo arruinar la credibilidad.

Y el virus llegó a Europa o, mejor dicho, estaba con nosotros y de pronto nos dimos cuenta. Ahí entró en acción la Unión Europea. Solo que, si se me permite, vamos a cuestionar dos de estos términos: el de “acción” y el de “unión”. Porque en lugar de aplicar una política común de prevención, coordinada en medidas y recursos, dejó que cada país actuara por si cuenta. El principio de solidaridad, que se supondría un valor básico fundacional del europeísmo, se expresó más bien en un “sálvese quien pueda”, que también se puede enunciar como “maricón el último”. Mientras los que veían el problema cerca pedían ayuda, los que aún lo veían muy lejos no se daban por enterados. Alemania suspendió la venta de mascarillas a Italia, que ya se abrasaba en contagios y muertes. Empezó la estigmatización, primero de los italianos, después de los españoles, los franceses… un país cerraba las fronteras con el vecino, luego un tercero se las cerraba a éste… Hasta terminar en la clausura del espacio Schengen, uno de los grandes logros europeos saltado por los aires. Situación a la que, previsiblemente, podemos volver en breve. Porque ni siquiera lo vivido nos ha servido para aprender.

A falta de un plan de acción a global, cada país se dedicó a improvisar. Nadie, ningún gobierno, se había visto en una como esta. Prueba-error, no sabían si abrir las peluquerías o cerrar los estancos; prueba-error, no sabían si permitir salir a hacer deporte o sólo para sacar al perro a pasear; prueba-error, si cerrar los parques a cal y canto o abrir las iglesias. Anunciaban. Rectificaban. Daban un paso adelante. Dos atrás. Desde aquí, criticábamos a Reino Unido o a los Países Bajos por el camino que tomaban, pero también a nosotros mismos por los vericuetos por los que viajaba el nuestro. Pudo ser inevitable tanto disloque, equivocación y vacilación. Pero si hubiéramos actuado coordinados y con un mínimo de sentido comunitario, tal vez nos hubiera ido algo mejor. Y más allá de Europa, uno diría que hay al menos dos dirigentes cuya actuación traspasa el calificativo de errático, negligente o irresponsable. Las decisiones tomadas por los presidentes de Estados Unidos y Brasil podrían ser objeto de investigación por un alto tribunal.

Evitando rozarnos, hablemos también un poco de España. El mando único empezó a hacérsele bola a los gobiernos autonómicos y a los partidos de la oposición, según veíamos que se aplanaba la curva. Se levantó el estado de alarma y las autonomías ya tomaron el control, cada una con su criterio, y pensando que todo lo que tendrían que hacer sería gestionar la desescalada y afrontar la recuperación económica. Ahora, en cambio, reclaman unificar las decisiones y medidas que se tomen para todo el territorio nacional. Es decir, mando único. En Italia, nunca levantaron el estado de alarma -que allí se denomina de emergencia-, lo que significa que el Gobierno puede decretar, por ejemplo, el inmediato confinamiento de una ciudad o zona concreta. En España, si lo decide un gobierno autonómico, lo tiene que ratificar un juez. Que puede validarlo o no, como está pasando. Las recientes restricciones al tabaco en la calle o al ocio nocturno han entrado en vigor en toda España menos en Madrid, donde un juez ha considerado que había que anular la orden.

Pero tomemos distancia otra vez. Con el mundo ya empantanado en una crisis sin precedentes -porque cuando la gripe del 18 no era tan global-, emergió uno de los grandes pecados capitales de nuestro tiempo: la especulación. Siempre hay entidades e individuos prestos a enriquecerse en cualquier circunstancia. Y se instauró el mercado persa de las mascarillas, los ventiladores, los equipos de protección… No muy distinto al mercado de armas durante las grandes guerras, que forjó grandes riquezas, algunos de cuyos poseedores quedaron después como apellidos muy insignes y reconocidos. Ante la carencia de material en plena apoteosis, unos se acordaron de la oportunidad que perdieron de haber invertido en sanidad pública, y consiguientemente en equipamiento. Otros se lo echaron en cara a sus gobernantes, que efectivamente eran los que tenían la obligación urgente de conseguirlo, pero no obtenían más que estafas o aviones confiscados por el camino. Los hubo que pretendieron rentabilizarlo políticamente, y los que, simplemente, hicieron el ridículo. Hoy ya tenemos mascarillas hasta para cada día de la semana, una para el día y otra para la noche. Pero cuando más hicieron falta, faltaron. En España y en todos los sitios. Ah, y de innecesaria y poco efectiva que nos decían, pasó a ser de uso obligatorio. Eso de la credibilidad…

Ya los capítulos iniciales de la crisis habían puesto en evidencia otra disfunción relacionada. Con China parada, las cadenas de suministro quedaron paralizadas. Qué buena había sido la de tantas empresas europeas y americanas que habían trasladado toda su producción allí para abaratar costes drásticamente. Pues ahora se habían quedado sin producto que vender. ¿Equipamiento sanitario? Sí, y electrónica, tecnología, coches, aviones, barcos, ropa, zapatos, juguetes, cemento…. Ahora, muchas de esas compañías se plantean diversificar su producción. Se han dado cuenta de que lo barato puede salir a veces muy caro. Pocos meses después, cuando China ya echaba a andar, era el resto del mundo lo que yacía varado. Y fuimos todos allí desesperados a por las dichosas mascarillas. Grandes imperios económicos veremos nacidos de esta crisis, como de todas las que han acontecido en la Historia.

Y la disfunción es estructural. Todos apelamos a nuestra mayor esperanza, la investigación. Lo que pasa es que, en este campo, parece que los únicos de los que podemos fiarnos es de los científicos e investigadores. Ellos son los que honestamente dudan, mientras asistimos a muchos ignorantes que, sin el menor miramiento, afirman. En un mundo que no renuncia al rédito económico ni en medio de la más pavorosa catástrofe, poco cabe esperar que la ansiada vacuna no se convierta en un argumento más de la guerra comercial. La carrera por conseguirla ya ha adquirido tintes nacionalistas, si Rusia o si China o si Estados Unidos. Pero lo peor será cuando se entre en el fango del negocio. Se hacen llamamientos al interés general, a la cooperación internacional. Pero no hay interés mayor que el del que hace cuentas. Y si hay quien gane dinero distribuyéndola, habrá vacuna. Como ha pasado con las otras, para qué nos vamos a engañar.

Luego, asintiendo levemente con los ojos sin entrar en contacto, hay incompetencias que parecerán menores o más inocuas, pero no lo son. Una de ellas es la de la comunicación. Para no pocos, sigue contando más el impacto de una noticia, un dato o una declaración que su verdadero valor informativo o el servicio que pueda prestar a una sociedad temerosa, deprimida o indignada, pero, ante todo, confusa y desorientada. Se apela a la responsabilidad, pero se sigue anteponiendo el espectáculo al rigor. Eso sin contar el marketing. Cada entidad va por libre y toma sus propias decisiones, ante todo, para preservar su imagen. Al menos, esperemos que los diseñadores estén sacándose su merecido dinerillo con los sellos “Covid free”. Porque no sé si en otoño los veremos en los puestos de castañas.

Y en fin, cuando instituciones, gobiernos y organizaciones mundiales toda índole se ven desbordadas, apelan a lo de siempre. A descargar la responsabilidad sobre la gente, el ciudadano de a pie. Siempre bajo la premisa de que prohibir es lo más fácil. Que yo no pueda fumar en la calle, es mi problema y el de todos los fumadores, la penitencia correspondiente a nuestro pecado. Pero, más allá de las costumbres y vicios de cada uno, ni yo ni nadie podemos abrazarnos, besarnos, salir de noche, prácticamente viajar, celebrar, ir a conciertos, juntarnos entre amigos, tocarnos, apenas vernos las caras… Ah, pero trabajar sí podemos, y encima tenemos que dar las gracias los que aún podemos hacerlo. Llevamos muchos meses renunciando a muchas de las cosas que dan sentido a nuestras vidas. Y seguiremos renunciando los que queremos llamarnos cívicos y responsables, invitando a los demás a que lo hagan en beneficio de todos, censurando a quien se pase las normas por el forro en nombre de una supuesta libertad que no es sino necio egoísmo. Pero, por favor, no nos sigan machacando. No nos digan encima que si las cosas no terminan de funcionar es sólo por culpa nuestra, y que la única solución será seguir prohibiendo, limitando, restringiendo. Si ya se nos han hundido a unos los planes, a otros el negocio, a otros la ilusión, no nos hundan además la moral.

Me gustaría terminar apuntando que no todo ha sido frustrante en este episodio por entregas que nos está tocando vivir. Hemos asistido a conductas ejemplares, a esfuerzos encomiables. Nos hemos interesado por la ciencia más que nunca, hemos otorgado a los investigadores el protagonismo que siempre deberían haber merecido. Hemos reconocido a trabajadores que supuestamente no eran considerados esenciales, no hay más que ver los sueldos que les pagan, y que durante este tiempo nos han hecho la vida simplemente posible. Algunos, bordeando el heroísmo o directamente jugándose el tipo, claro, no podemos dejar de citar a los sanitarios. También hemos sabido de empresas que se han arremangado para atender necesidades prioritarias que no tenían que ver con su negocio, a proyectos de colaboración público-privada que ya quisiéramos ver prodigarse más en el futuro. Sí, hemos tenido noticias para también congratularnos. Y las ha dado, fundamentalmente, la sociedad civil. Lo que pasa es que, por encima de todo esto, hemos constatado tristemente que el mundo del siglo XXI vive maniatado por las pesadas cadenas de una soberbia incompetencia global.

Te lo digo así, a dos metros de distancia y sin mirarte a la cara para no salpicarte con mis gotículas.

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