La influencia es una de las banderas que airean los medios de comunicación para presumir de músculo ante su audiencia y ante sus clientes. Pero que un diario publique el lunes un editorial elogiando la estrategia de un partido político, y el martes ese partido decida cambiarla, aunque sea puntualmente, es hacer el ridículo. Eso le ha sucedido esta semana a El Mundo. Pero no es, claro, el único medio español que padece estos desatinos. El País acaba de sustituir a una directora audaz por un perfil, digamos, más dócil, y las altas esferas de Prisa sabrán por qué, o más exactamente, para qué. La influencia, hoy día, es una quimera. Una supuesta gloria de un pasado mejor. Lo primero que se necesita para ser influyente, es credibilidad. Y ésta ha quedado sepultada por muchos años ya de miserias y favores aceptados para que los repelentes números cuadren. Y con todo, siguen sin cuadrar.
Un medio de comunicación es influyente cuando sus informaciones y opiniones consiguen provocar cambios de actuación por parte de gobiernos, partidos, instituciones, empresas, clubs… Desde una dimisión a una votación en el Congreso, pasando por un nombramiento, una decisión empresarial, una subida o bajada en bolsa… Pero hace mucho que estas cosas no ocurren. Lo que se publica o se emite ya no guía las directrices y actuaciones de esas entidades. Si acaso, podríamos decir que al revés. Si uno no recuerda mal, el último ministro dimitido realmente por las informaciones desveladas por un medio fue José Manuel Soria, por el caso de “los papeles de Panamá” que difundió precisamente El Mundo. Por cierto, su director fue despedido a los pocos meses. Cierto que después dimitieron Máxim Huerta y Carmen Montón, tras las informaciones aparecidas sobre litigios con Hacienda y un master de pega, respectivamente, en El Confidencial y Eldiario.es. Pero, en estos casos, pesaron más los antecedentes, el llover sobre mojado y muy mojado, que la propia fuerza de los medios que destaparon aquellos asuntos. En el caso de Cristina Cifuentes, ya sabemos que se trató de un ajuste de cuentas entre sectores de su partido, y los medios no fueron más que el vehículo. No es lo mismo.
Pero la influencia de un gran medio iba más allá de sacar trapos sucios al aire que provoquen crisis en los gobiernos, los partidos o los consejos de administración. Lo que pasa es que al final no les quedó más que eso. En los grandes tiempos de la prensa en España, que son los de la transición y algunos años posteriores, grandes decisiones de Estado podían en mayor o menor medida venir auspiciadas o sugeridas desde las páginas o las ondas, incluso desde el despacho de un poderoso director. Que, por cierto, solía mirar más por su redacción y por sus lectores, oyentes… que por la empresa que tenía por encima. Los editoriales y las entregas diarias o semanales de algún renombrado columnista se leían con suma atención, con fervor o con pavor, en Moncloa, en la Zarzuela, en las reuniones de los Consejos de Ministros y en las sedes de los grandes partidos. Habíamos aprendido de Europa, y sobre todo, de Estados Unidos, donde no hacía mucho que todo un presidente había caído por un serial de informaciones, al principio insignificantes, de dos atrevidos reporteros respaldados hasta las últimas por otro director que tampoco miró a los de arriba.
Y qué decir de las empresas. El Corte Inglés -como podríamos nombrar un banco, una energética, una gran casa de apuestas…-, podía indignarse y retirarle la publicidad a El Mundo -otra vez, ni que fuera manía…- por un reportaje publicado en el que el periodista relataba sin filtros lo que le habían contado sus empleados. Y cuentan que el periodista se llevó una sonada bronca de su director. Que, sin embargo, de puertas afuera, pudo presumir de independencia, de haber soliviantado a una “intocable” gran empresa española y poder vivir sin sus anuncios. Que terminaría recuperando finalmente, porque por mucho que les hubiera dolido aquel reportaje, los responsables de comunicación de Hermosilla sabían que no podían prescindir así como así de una difusión -y credibilidad- como la de ese periódico. Por cierto, si no me equivoco, ese mismo periodista dirigía años después El Economista que un 8 de marzo publicó en portada que El Corte Inglés discriminaba a sus empleadas. Con otro monumental cabreo, en este caso, de Isidoro Álvarez. Pero, apenas meses después, anunciaban medidas de equiparación entre empleadas y empleados, y por ejemplo, que éstos también llevarían uniforme. Eso era influencia. Otro marzo, pero de este año, al comienzo del estado de alarma, la gran compañía de distribución anunciaba un ERTE que afectaba a 26.000 trabajadores, pero garantizándoles el 100% de sus salarios, según rezaba su comunicado, y todos los medios dieron la noticia y amén. Sólo quien sea o conozca a uno de esos empleados, sabrá que no ha sido exactamente así. Pero esta vez, que se sepa, nadie ha preguntado.
Como bien dijo aquel despedido director de El Mundo, antes el poder temía a la prensa, pero hoy la prensa teme al poder. Posiblemente, las llamadas -o los whatsapp- siguen circulando de despacho a despacho, solo que hoy, probablemente, viajan en sentido inverso. O, a veces, puede que ni hagan falta. Que ya el propio editor, en plena connivencia con su abnegado director, planifiquen la portada y el editorial del día siguiente pensando que “esto, esto les va a gustar”. Y luego, resulta que ni sus benefactores les hacen caso. Que habrán pensado, como el oso bailarín de la fábula de Iriarte, que “si el sabio no aprueba, malo; pero si el necio aplaude, peor”. Y en eso nos hemos quedado, o han quedado algunos grandes medios -sí, prefiero decir que algunos. En diligentes palmeros de la actualidad (1).
(1) Cuando hablamos de los medios en estos términos, nos referimos a sus empresas editoras, no dejemos de recordarlo. Nunca de los periodistas, que lo sufren en primera línea.