Vamos a hacer caso al autor, y hasta que no hayamos leído su libro, no vamos a valorarlo ni opinar sobre él. Pero tengo unas ganas bárbaras de leer “El director”, las breves pero intensas memorias de David Jiménez sobre el año bisiesto (366 días) y peligroso que vivió como director de El Mundo. Lo que tenemos por ahora son algunos extractos, anticipos y entrevistas, que avisan de lo que hay. Y recomiendo sin duda estos dos:
El Confidencial. Comprar un periodista no es posible, pero del alquiler podemos hablar
Desde luego, no tienen desperdicio. Aquí no vamos a repetir lo que ya está escrito, simplemente que cada uno lea y se haga su composición de lugar. Tan sólo algunos apuntes de lo que nos inspira lo publicado acerca de la previa de este trabajo.
Parece quedar bien ilustrado que, fajado periodista indómito tras 17 años por los conflictos y avatares naturales de Asia, el recién llegado David a la dirección del diario fue como Tarzán en Nueva York. O, diríamos mejor, en la jungla editorial. Ya no eran leopardos, búfalos y serpientes, sino otras especies con las que había que convivir y tratar. Que matar no matarían de un mordisco o una embestida, pero era mucho más difícil luchar contra estas nuevas alimañas, entre otras cosas porque era más difícil verlas venir. Y evidentemente, el periodista sin malear perdió. Ni un año duró en esa “civilización” para la que no estaba preparado. Como él mismo reconoce, por otro lado.
Más dolorosa es la sensación de que lo que leemos en estos avances no sorprende en absoluto. Ya veremos cuando leamos el libro en cuestión. Sí, habrá quien se lleve las manos a la cabeza al saber de las intrigas, los “acuerdos”, la podredumbre que habita en los despachos y en las altas esferas que gobiernan los grandes medios de comunicación. Pero, desgraciadamente, casi todo lo que se revela ya se intuía, se dejaba sentir para cualquiera que conozca el devenir del oficio, haya consumido mucha prensa estos años o esté dotado de un cierto sentido crítico. En algunos casos -como lo de los viajes, regalos, prebendas a la prensa…- es perfectamente reconocible porque, a mayor o menor escala, todos los que trabajamos en algún patio, portal o ático de estas casas y estos pueblos, lo hemos vivido. Y la presión de las grandes empresas e instituciones siempre fue la atmósfera en la que tocaba respirar, la diferencia es que, de un tiempo a otro, han pasado de distinguidos clientes a implacables dueños del cotarro.
Así, lo que infunde infinita tristeza es constatar, una vez más -y en este caso en clave desgarradora-, la insoportable levedad del sector de la prensa en el mundo actual, en todo él, y particularmente en España. Su endeblez, por no hablar de su estado de desnutrición aguda. Si alguna vez fue un poder y gozó de influencia, que indudablemente sí, hoy es un títere. Una cosa es que los actuales modelos de negocio tengan dificultades para conjugar la calidad de la información con la rentabilidad. Pero otra definitiva, que la dependencia económica es incompatible con la independencia informativa. Como asevera el autor, “el poder había dejado de temer a la prensa, y ahora era la prensa la que temía al poder”.
Siempre hubo que tratar bien al gran anunciante, pero si en un momento dado tocaba dar una noticia no precisamente satisfactoria para su reputación, un medio serio no dudaba en darla. Lo peor que podía pasar es que esa firma retirara sus campañas. Y no era tan frecuente que pasara, porque al fin y al cabo tampoco eran idiotas y eran conscientes del impacto que obtenían anunciándose en ese gran medio. Bien, pero si ocurría, el medio sufría un quebranto económico importante, pero tenía con qué salir adelante y además blandir la bandera de su independencia. Ahora, esa pérdida del cliente puede suponer no pagar las nóminas de ese mes, cuando no despidos o incluso el cierre, y casos se conocen.
Siempre la publicidad institucional fue un bocado apetitoso para las cuentas de los medios. Si no se repartía equitativamente, si no se respetaban los criterios de asignación, si las instituciones cometían alguna arbitrariedad o marginaban deliberadamente a algún medio… ese medio tenía voz y fuerza para denunciarlo. E incluso el resto de la prensa podía llegar a hacer frente común. Tampoco se amenazaba sistemáticamente a los directores con quitarles los anuncios de la DGT, las campañas de Sanidad o las de Hacienda. Hoy, en cambio, viven amenazados. Y nadie se mueve. Porque perder esa fuente de ingresos les dejaría tiritando.
Siempre se dio una cobertura mayor y más granada al que se anunciaba, sin que ello significara silenciar absolutamente al que no, si realmente era noticia. Pero generalmente no se permitía a una empresa o institución, por mucho presupuesto que invirtiera, exigir qué periodista debía cubrir las informaciones sobre ella, en qué página destacada debía aparecer o con qué titular se debía encabezar. En la entrevista de Eldiario.es, se menciona brevemente a Emilio Botín. No era Jiménez aún director, pero sabrá perfectamente que el despliegue “informativo” de El Mundo y El País -los dos que pude seguir- con motivo del fallecimiento del presidente del Santander, fue vergonzoso. Se puede y se debe ofrecer un amplio espacio que destaque la trayectoria, los hechos y el semblante de quien fuera un protagonista decisivo de la vida económica y empresarial española. Se puede publicar un suplemento monográfico, como se ha hecho con otras grandes figuras. Pero servir en el quiosco un diario monotemático, en el que todas las secciones -nacional, internacional, economía, cultura, deportes…- venían encabezadas con hechos y logros del insigne banquero… producía sonrojo. Y es el tipo de cosas a las que hemos llegado.
Y si las empresas informativas funcionan así, los curritos, los periodistas, no tienen mucha salida, ni los de a pie ni los que pisan moqueta. Habrá quien ose revelarse, excepciones ejemplares, pero en general, la profesión hoy vive adocenada. En realidad, son las segundas grandes víctimas de esta situación de ruina económica y desprestigio. Las primeras víctimas son las sociedades, a las que se priva de una información rigurosa y de calidad -aunque haya gente que ni se da cuenta. Claro, no todos son, somos, iguales. Hay, creo que una gran mayoría, que lo sobrellevan con la dignidad que pueden, trabajando más, con menos medios y por menos dinero, aguantando carros y carretas, y haciendo lo posible por al menos mantener su puesto de trabajo, que no es poco. Y los hay, quiero pensar que una ruidosa minoría, que simplemente han decidido no ya adaptarse a la situación, sino sacar provecho de ella. Se ponen al servicio de los dueños y se entregan con dedicación a la función de tenderos de la información. Lo que les pidan, se lo sirven. Y más paladas van echando a la tumba de la profesión.
David Jiménez defiende que El Mundo en el que él empezó era un periódico valiente. Y él hace por presentarse como un periodista valiente. Veremos una vez leído el libro, veremos en adelante. Con todo, es de agradecer la intención. Los periodistas, nadie más, somos los que podemos hacer por recuperar la credibilidad que hemos perdido, que nos han quitado pero que también hemos dejado escapar. Para eso, tendríamos que reaccionar algún día. Y no unos pocos. No una vez.
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