¿Debates políticos? Prefabricados mejor…

No nos engañemos, los debates electorales que se celebran hoy en España no son entre políticos ni van de política. Si, ellos están ahí en vivo, y las cuestiones que se debaten se supone que son políticas. Pero, en realidad, lo que la gente presencia es un evento de marketing televisado en el que los respectivos líderes actúan como bustos parlantes que repiten mensajes debidamente aprendidos y oportunamente colocados en el momento y en la forma en que sus asesores les han indicado. Por lo tanto, además de no ser políticos, estos debates no son naturales, los debatientes no actúan como personas de carne y hueso o como cabezas pensantes con sus ideas, y los contenidos son los que a ellos les interesan, no los que reclamaría una audiencia crítica y formada.

Este fenómeno de los debates prefabricados se debe, fundamentalmente, al formato que imponen los partidos, y en concreto sus asesores de imagen, comunicación, marketing, reputación, influencia, impacto, etc, etc… Pero esa imposición de formatos inanes, encorsetados y antinaturales tiene una causa mayor de fondo: la debilidad actual de nuestros medios de comunicación. En cualquier democracia -y no hace falta remitirse sólo a la estadounidense-, lo normal es que sean los medios los que dirigen estos debates, los que diseñan el formato, el guion, eligen y formulan las preguntas, repreguntan cuando creen necesario… Y en fin, obligan al candidato a examinarse -solo o enfrentado a otro o a otros-, con arreglo al temario y las preguntas que formulan unos periodistas especializados e independientes, que no hacen otra cosa representar al público que asiste desde sus casas. Lo explica, evidentemente mejor que yo, Víctor Lapuente en este artículo.

Pero hoy los medios carecen de esa posición de fuerza que les permita tomar el mando. Como sentenciaba el que fuera director de El Mundo, David Jiménez, “antes el poder temía a la prensa, hoy la prensa teme al poder”. No vamos a entrar a fondo ahora en el porqué de esta inversión de la relación, que ya hemos tratado en otras ocasiones, y fundamentalmente es económica. Pero la consecuencia es que la prensa -y en este caso concreto los organizadores y presentadores de los programas de debate- son unos mandados. Los asesores, que no son uno ni tres sino verdaderos ejércitos por cada candidato, son los que determinan los contenidos y delimitan los formatos. Y como no les interesa nada el periodismo -aunque algunos hayan sido periodistas y a lo mejor un día volverán a ejercer la profesión-, procuran facilitar un escenario lo más cómodo posible a sus líderes, que no son otra cosa que sus clientes.

¿Cómo se cocina uno de estos sucedáneos de debate que nos colocan hoy en España? Fundamentalmente, a través de pactos entre los respectivos pelotones de asesores de los partidos. Delegaciones de éstos se reúnen, primero dilucidan sobre cuántos debates, qué día, en qué cadena, qué presentador o presentadores -porque lo de moderadores hoy no está muy al uso, salvo algún intento loable de uno de TVE que en esta última campaña ha quedado relegado del principal y único debate entre los primeros espadas. Una vez acordado el marco de la partida, pactan sobre el contenido: qué temas a tratar, repartidos en qué bloques y, sobre todo, el protocolo a seguir, tiempo de las intervenciones, posibilidad o no de interactuar, y muy importante, cómo se plantean los temas. Procurarán siempre que se rehúya cualquier fórmula de interpelación directa y se elimine la posibilidad de plantear asuntos incómodos o que pillen desprevenido al protagonista. Sí, como se puede apreciar, en esto sí se ponen de acuerdo todas las fuerzas políticas.

Una vez acordado el desarrollo y la escaleta del evento, los asesores se lo sirven a los directores del programa. Para este último debate, habían acordado con la Academia de la Televisión eliminar por completo las preguntas. Finalmente, y ante la protesta de las cadenas que lo iban a emitir, se avinieron a permitir al menos un controlado paquete de ellas, más que nada para que profesionales como Ana Blanco y Vicente Vallés no quedaran relegados a jarrones chinos o, técnicamente, meros cronometradores. Pero cualquiera que lo viera de 10h a 1h del lunes -que ya nos vale con las horitas de emisión-, advertiría que aquello fue muy poco periodístico. Esto es, nada informativo, ni mucho menos instructivo y en absoluto entretenido.

Quien haya visto o le hayan contado de primera mano cómo son los bastidores de estos debates televisados, conocerá la escena. Una tropa de fieles escuderos rodea a su líder, le susurra al oído, le subraya los papeles, le atusa el pelo, le estira el traje, le dora la píldora… hasta el último segundo antes de entrar en directo. En cada pausa, si la hay, vuelven a tomar el plató, como el rincón de un púgil, le dan aire, le secan con la toalla, le disimulan la brechita en la ceja… y sobre todo, le animan y le reafirman, qué bien lo está haciendo, “sigue, sigue, estás barriendo” y apuran otra vez hasta que suena el gong. Y allá va el candidato a la carga, esto es, a esquivar los golpes, a no mojarse en nada más de lo preciso, a repetir como un loro el mantra que se ha aprendido. Y las chuletas, los recortes de periódico, los rollos de papel y los adoquines prestos y dispuestos para esgrimirlos a la señal oportuna.

Y así, ¿qué debates tenemos en España? Los que deciden los asesores. ¿Y qué quieren estos? Proteger a sus benefactores. La teoría, los politólogos y los másteres en política electoral sostienen que en un debate no se ganan necesariamente unas elecciones, pero decididamente se pueden perder. Por lo tanto, el objetivo último de todos es no cagarla. El líder político espera de este obligado trance salir lo más vivo posible; el asesor aspira a mantener su cliente; y el regimiento a las órdenes de éste, no perder su puesto. Como tienen la potestad de marcar el escenario y las reglas del juego, se lo ponen facilito a sí mismos. Si tuvieran que someterse a las pautas que determinaría cualquier medio de comunicación serio, tendrían que actuar de otra manera y currárselo más. Como sucede en la mayoría de las democracias occidentales. Pero esto es España, aquí hay prensa vasalla -la consigna es evitar a la que no lo es- y los asesores no quitan ni ponen rey, simplemente ayudan a su señor.

Porque, ¿cómo son estos asesores? ¿De dónde son, a qué dedican el tiempo libre…? Respondiendo a esto último, pues seguramente, a jugar al golf. Pero, para ello, han de mantener su status, su trabajo. Y están en su derecho. En lo que no estoy de acuerdo es que la mayoría de ellos no parece tener el mejor concepto del periodismo y los periodistas. No los ven como una oportunidad, sino como una amenaza. No como un colaborador, sino como un instrumento. No como un puente con su audiencia, sino como un obstáculo. Y eso, ya digo, a pesar de que muchos de ellos son periodistas de carrera y profesión. Esa aversión, en muchos casos, se la trasladan a su cliente. Y de esa relación enferma se resiente la comunicación. Al fin y al cabo, como pasa en muchas empresas y organizaciones, la prioridad de estos asesores es mantener contento a su jefe. Y esa finalidad, muchas veces, no coincide precisamente con ayudarle a comunicar bien. Entonces, tenemos lo que tenemos y la comunicación política es hoy como es.

Naturalmente, ni en esta campaña ni en la anterior, ni en las que vengan, veremos saltar a primera línea asuntos cruciales –educación, innovación, reto demográfico…- que interesarían al votante, pero para los que es complicado elaborar un mensaje redondo, directo y emocional. En cambio, son muy propensos a la equivocación, y por lo tanto, susceptibles de restar y hacer perder el pie a uno y a todos los que van detrás. No los sacan a colación, y además están seguros de que no les van a preguntar por ello. Porque esa es otra. En cualquier examen, esto es, en lo que serían unas verdaderas oposiciones a presidente del Gobierno, el examinado no sabe las preguntas que le van a poner. A nuestros candidatos se las pasan con varios días de antelación. Y ni se las estudian. Los asesores lo hacen por ellos y les trabajan un documento con lo que tienen que decir. Al fin y al cabo, muy posiblemente fueron ellos mismos quienes “propusieron” las preguntas.

En fin, otra campaña será, decíamos en abril. Pues la hemos tenido bien pronto, y claro, tampoco…

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