Dos horas con Roger

En lo que a ti concierne, Roger, supongo que estarás satisfecho, que motivos no te faltan, la vida no te ha tratado tan mal. Pero es que no te das cuenta, fans que con cuatro perras hagan milagros no se encuentran a la vuelta de la esquina. Cuando decidiste venir a jugar a Madrid, supe que seguramente sería mi última oportunidad. No porque te vayas a retirar, que espero que te queden aún años y títulos. Pero Rafa, por ejemplo, mientras siga en activo, sé que siempre vendrá al Mutua Madrid Open. En cambio, para ti no es parada imprescindible, cuatro años llevabas sin venir, tres hace que no pisabas la tierra batida. Y pensé que no podía dejar escapar la ocasión de verte en carne mortal.

Pero ¿cómo lo hacía? Nunca había ido a un torneo de tenis, no sabía bien cómo funcionan. Hay un calendario con fechas, fases y categorías, pero sin nombres. No me dan ni el tiempo ni el dinero para uno de esos abonos que te aseguras que no te pierdes nada. Hoy por hoy no tengo contactos que me faciliten el pase para el día y la hora indicados. Tenía que comprar una entrada a ciegas, y eso con tiempo, porque se iban a agotar muy rápido. Entonces calculé. El miércoles se jugaba la segunda ronda masculina. En los Masters 1000, los primeros cabezas de serie suelen librarse de la primera ronda y pasan intactos a la segunda. Y a ti te emplazarían en la pista central, como no podía ser de otra manera. Pero hay dos turnos, día y noche, luego había que comprarse las dos entradas para cubrir toda la jornada. Hecho. Mal se tenía que dar para que no coincidiéramos en algún momento de ese miércoles 8 de mayo, que ahí quedaba señalado.

Avanzó la primavera, llegó mayo, llegaste en tu avión privado. El sorteo fue el sábado. El domingo ya empecé a mosquearme. La segunda ronda consta de 16 partidos, de los que 12 se jugarían mi miércoles y cuatro el martes. No tendrían la mala uva de ponerte a jugar el martes, ¿verdad? Los horarios de los partidos no se confirman hasta la tarde del día anterior, y al estar exentos -en efecto, como había previsto- los ocho primeros cabezas de serie, la hora y día de su debut no se fijaba hasta que no concluyera el partido del que saliera su rival. Tú jugarías contra el ganador del Gasquet-Davidovich, que -también es mala leche- era el último que se jugaba el lunes por la noche. Los horarios del martes se iban llenando, pero quedaba un hueco muy sospechoso: las 20 horas en la pista central. A nadie lo ponían ahí. Mal pintaba el asunto. Y en efecto, fue ganar Gasquet y a las once de la noche ya estabas ahí emparejado con el francés. Resultado: yo tenía entrada para el miércoles, tú jugabas el martes.

No me iba a rendir. Durante toda la mañana y parte de la tarde busqué esa entrada que no tenía y no había por ningún sitio, moví Facebook con Twitter, pregunté a la desesperada, entraba una y otra vez en la web oficial por si milagrosamente aparecía algún ticket a la venta. No hubo manera. A eso de las siete, ya claudiqué. Tomé la bolsa y me fui al gimnasio. Allí, a la hora señalada, mientras desfogaba mi frustración en la máquina de step, vi en la pantalla la retransmisión en directo de tu aparición. Yo había pagado 80 euros por una gran jornada de tenis, pero seamos honestos, era ciertamente ese partido por el que los había pagado. Ese que ahí estaba viendo empezar por la tele.

Allí me alargué el miércoles hasta la Caja Mágica con mis dos entradas, el día se había levantado de perros, dispuesto no obstante a ser positivo y disfrutar mi primera incursión en un gran evento tenístico. Iba a ver a Nadal, a Ferrer, Zverev, Osaka… sí, pero no dejaba de asaltarme a ratos el regusto de amargura. Debía quitármelo de la cabeza. Mi primer partido de élite en directo iba a ser bajo techo con iluminación a las 12 de la mañana, y un doble 6-0 en menos de 40 minutos que la maravillosa Simona Halep le endosó a Kuzmova, sí, la que había eliminado a Carla Suárez. Efectivamente vi a mi querido Rafa Nadal también por primera vez, no olvidemos que ese era otro de mis sueños por cumplir. Ganó sencillo pese a la tensión inicial, y me dio por pensar que el ambiente de sus partidos es como el de un concierto de rock, mientras que a los tuyos se debía asistir como a un concierto de música clásica. Otra vez, no había manera…

En realidad, no me pude quejar. Por lo que llaman el Paseo, disfruté de la verdadera esencia de los torneos de tenis. Pasabas y te asomabas a los partidos que por allí se iban jugando en las pistas que jalonan el camino, como cuando vas por cualquier club en verano, solo que los que allí le daban a la raqueta eran Tiafoe con Kohlschreiber, Chardy con Schwartzman, por ahí el loco Monfils, por allá la estilizada Petra Martic -la que había eliminado a Muguruza-, Del Potro jugando dobles con Nishikori, una gozada… y los entrenamientos. Allí, intentando abrirme paso en el bosque de cabezas, conseguí divisar a Djokovic de naranja chillón. Y a las 15h, en la misma pista, te anunciaban a ti. No iba a faltar. Al menos, iba a tener la oportunidad de verte en persona, aunque fuera en traje de ensayo y no de faena. Antes, tuve la suerte inesperada de que pasaras cerca de mí. Tras una valla, firmando autógrafos con una paciencia infinita. No soy de esas cosas, pero a punto estuve de lanzarme al menos a darte la mano. Por la noche asistimos al emotivo homenaje a David Ferrer, que se despedía después de haber puesto contra las cuerdas a Alexander Zverev durante cinco juegos, los que le duró la gasolina. Y disfruté del ambientazo en el formidable chiringuito que monta Platea en la Caja Mágica, un fiestón que avisaba prolongarse hasta altas horas. Si, fue un día estupendo. Me fui a casa contento, convencido de que la aventura había merecido la pena.

A la mañana siguiente me levanté molido, como si me hubieran dado una paliza, y yo no me había dado ni cuenta. Una vez me iba despejando, volvían los fantasmas. Sí, qué bien me lo he pasado, pero… Solo que esta vez los acontecimientos se iban a precipitar. Habías salvado fácil la primera ronda, pero con Monfils lo estabas pasando mal. Y eso que habías despachado el primer set con un 6-0, pero ya sabes este Gael lo desconcertante que es, el día anterior había hecho lo mismo, y además es un tipo que a menudo se te hace incómodo. Y, sobre todo, me parecía que la arcilla te pesaba, no una vaca en el hielo como decía sentirse Sharapova sobre esta superficie, pero no fluías como usas. Siempre espero lo mejor de ti, pero aquí yo veía que perdías, que te ibas. No quise presenciarlo, me puse a otras cosas.

Y la secuencia fue así: con su mejor intención, un amigo me mortificó enviándome unas fotos de esta pista Manolo Santana por la que flotabas, esto es, él sí estaba allí. Casi en el mismo momento, reparo en que has remontado en el tercer set y terminado ganando en el tie break. Busco y ya han puesto tu partido, el viernes a las 17h contra Dominique Thiem, muy difícil, pero ¡partidazo! Entonces se me ocurre entrar en la web de venta de entradas, seguro de que estarían agotadísimas, más que nada por aquello de que la carencia de alternativas clarifica las ideas. ¡Pero quedaban! Unas pocas, a 90 euros la más barata. ¿Me lo pienso? Si me pongo a pensarlo, se acaban. Clic, tarjeta de crédito, clic… Aquel niño del anuncio de Citroën, “madre míaaa”. Que sepas que hube de renunciar a un conpromiso importante y que me apetecía. Pero ese lo podía retomar, el tuyo no. Hecho estaba, esta vez no te ibas a escapar.

Reconozco que la mañana del viernes se me hizo larguísima, y vértigo me entró cuando supe que el partido de Djokovic se había suspendido por una gastroenteritis de Cilic. Suizo, austriaco, por Dios, cuidaros, que no os pase nada antes de las cinco. Allí me fui nada más comer, bastante más nervioso que dos días antes, pero también bajo un día espléndido y con la certeza que da saberse el camino. De hecho, uno de los grandes descubrimientos de estos días ha sido que la “remota” Caja Mágica me queda a 20 minutos de casa. Llegar, tomar sitio, cerciorarme de que era yo y estaba ahí. De fuera no venían buenas noticias, en el móvil saltó la alarma tristemente esperada. Me asentó el cuerpo ver otra vez a la fantástica Halep, dominar una semifinal que se le había erizado y terminar firmando el tercer «rosco» que le veía en dos días.

A las cinco y poco, ahí estabas. Y yo de pie mirándote, absorto. Como si no hubiera más en ese estadio. Empezabas al servicio. El primero, directo. He de confesar que, disputados los tres primeros juegos, sentí que ya me podía ir tranquilo. En ese 3-0 de salida ya habías dejado una buena selección de tu esencia. En realidad, poco me importaba esta vez si ganabas o perdías, he de decírtelo, además no te daba como favorito ante uno de los tres mejores tenistas en tierra del momento. Pero verte dominar ese primer set, jugarlo tan perfecto, parecerme Thiem tan chiquitito frente a ti en esos primeros compases, me hizo creer. Aunque ya digo que era lo de menos, me ilusioné.

En realidad, si existiera eso que llaman justicia poética, el partido deberías haberlo ganado tú. No ya por ese resto de partido que se fue por centímetros en el tie break. El que tenías enfrente es un jugadorazo, 12 años más joven, que corre más y pega más fuerte que tú. Y con todo, ahí estuvo la cosa. Pero el que me hizo levantar del asiento, el que levantó los ooohs de admiración, el que dejó al personal pasmado con una dejada en carrera, una volea imposible en posición invertida, un revés a una mano a la esquina que nadie sabe de dónde te lo habías sacado… En fin, fueron muchos gestos en un partido largo, y leo hoy que uno de los mejores de esta temporada. ¿Te confieso otra cosa? En la muerte súbita, no estaba seguro de si quería que ganases el partido o prefería ver un set más. No me arrepiento de nada, era mi momento y bien lo disfruté.

Fueron dos horas. Para ser mas exactos, dos y diez minutos, pero me permitirás que redondee para cuadrar el título de este artículo. Cuando te ibas, sin duda decepcionado por la derrota -en el fondo creo que satisfecho con el rendimiento en tu vuelta al polvo de ladrillo-, seguí cada paso que dabas camino del túnel, de frente a mí como venías. Sabía que eran los últimos que te iba a ver dar así, sin pantallas ni tecnología por medio. Te dije, solo supe decirte: “Gracias, Roger Federer”. Estas dos horas contigo no las olvidaré.

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