Cuando el Real Madrid ganó la séptima Copa de Europa, la del gol de Mijatovic, la primera para muchas generaciones, no nos importó si el partido había sido malo o regular, saltábamos como locos, corríamos desaforados bajo una tromba de agua rumbo a Cibeles, en medio de una ciudad en estado de estruendo. Ganada la decimotercera, parece un sábado normal, apenas se escucha algún claxon por la avenida que sube hacia Atocha camino de la diosa, y tertuliamos que ha sido una final rarita. Sí que lo ha sido, la verdad.
Han pasado más de 40 años desde que un equipo de fútbol masculino conquistara tres copas de Europa consecutivas, fue el Bayern de Múnich de Beckenbauer y el Torpedo Müller. Éste último ya no se acuerda, pero otros sí recuerdan que aquel equipazo, que lo era con avaricia, ganó tres finales y dicen que sin merecerlas. Que tenía una suerte proverbial, que el Atleti, el Leeds y el Saint-Étienne hicieron más para llevárselas… pero esos alemanes parecían inmutables, salían al campo muy seguros de que al menor renuncio te iban a finiquitar. Y ahora parece lo mismo. Sale este Madrid en cuartos o en semifinales, en Cardiff o en Kiev, y todas las desgracias van y le suceden al rival.
Cuando se lesionó Salah, el sensato aficionado al fútbol, fuera madridista o del Liverpool de toda la vida, tuvo la sensación de que se terminaba una final y empezaba otra. Luego llegó lo del portero, pobre hijo mío con 350 millones de personas mirándole, y alemán por cierto, cómo cambian los cuentos. A todo esto, ¿no decían que en Anfield habían preguntado por Casillas? El caso es que todo eran malos farios en Merseyside, las gafas de Klopp hacían bruma por momentos. El cambio de Bale por Isco parecía una de esas incoherencias tácticas de Zidane, entregarles el medio campo que tanto había costado dominar… y mira por dónde la chilena descomunal. Es que el fútbol es esto, no sé para qué gastamos tanto tiempo y energías en pretender explicarlo.
Y como ganar la Champions League ya parece un cumplido por estas fechas, la gente se entrega a sus vanidades. Desde el “ya lo dije yo” que todos y cada uno esgrimimos cargados de razón y de cerveza, hasta el que pretende evangelizar sin mucho éxito a propósito del partidazo que se ha marcado Benzema. O el que se afana con que si no fuera por Keylor, el que se lamenta con toda la razón por el pobre Carvajal, o por lo poco que ha jugado Asensio, nada Lucas Vázquez… Cada loco con su tema, esto que era lo normal tras un partido de Liga ganado al Celta por ejemplo, ha terminado por trasladarse a las grandes gestas europeas. Qué malo es acostumbrarse, pero en el fondo qué grande es, ya lo echaremos de menos.
Pero las vanidades van más allá, y ya no está Tom Wolfe para contar historias, qué bien le hubiera quedado ésta. Dicen que en la zona mixta era como los parroquianos del bar, cada uno iba a lo suyo. El que no tuvo el protagonismo que esperaba sobre el campo lo buscó al final. Miraba el portugués de reojo al galés, que se daba su insospechado baño de multitudes, se paseaba por el rectángulo y se dejaba encontrar, como quien va a la fiesta sabiendo que todos le preguntarán por el libro que le acaban de premiar. Y debió pensar Cristiano: “pues ahora se van a enterar”. Así que ya tenemos noticia y tema de debate para los chiringuitos futbolísticos. Terminada la celebración de rigor el domingo, a partir del lunes ya no se hablará de otra cosa. Mientras, Florentino calla y se mira las uñas: pista libre para Neymar.
Claro, que a lo mejor todavía pasan más cosas en Madrid o, quién sabe, en este país. “Fue muy bonito gobernar España, en los próximos días hablaremos”. Ah no, que eso no toca… ni ahora ni aquí.