Cuando fuimos delanteros

El delantero español surgió de la niebla a zamparse el área, su primer remate se quedó frenado en el barrizal, pero con la inercia de la carrera pudo llegar antes que el portero y remachar a puerta vacía. Fue en Hampden Park una noche de noviembre. No encuentro vídeos de aquel partido, me tengo que fiar de la memoria. Era cuando los campos de fútbol se tornaban un lodazal por invierno, un infierno para los exquisitos, pero el paraíso para los más aguerridos. En Escocia desde luego, pero también en nuestro Norte: Balaídos, Atocha, El Sardinero… y El Molinón.

Yo tenía 10 años cuando aquel Escocia-España que ganamos en Glasgow, y ya me gustaba ser un delantero en la ciénaga, me zambullía feliz por los barros del parque que era nuestro estadio los sábados. Llegaba a casa hecho un cuadro, “no tienes delito, hijo”, pero feliz de los goles que me traía para casa. Tenía la crónica y el reportaje gráfico en mi cabeza, y en mi YouTube imaginario siguen colgados esos vídeos. A veces hasta los encuentro y me recreo con ellos.

Ya había aprendido que, para ser un buen goleador, había que aplicar un poco de perspectiva. Apartarse del bullicio, dar un pasito atrás, verlos a todos de espalda, y siempre te llegaba la pelota franca. No se trataba de tocar muchos balones ni de llevarlo a todos sitios, sino de estar ahí para tocarla una vez, la última. Se lo había visto hacer al Torpedo Müller, luego a muchos más. Esos que parecían no estar en el partido, y en un solo y crucial momento se hacían notar.

Pero también había que ser valiente. Lanzarte sin contemplaciones en cuanto olieras la sangre del gol. En plancha, aunque fuera a ras de suelo, a riesgo de meterte un tripazo de consideración, o quién sabe si rematar la bota del defensa, o lo que es lo mismo, despejar él tu cabeza. O una costalada en toda regla por estirar la pierna hasta lo imposible para llegar, siquiera empujar ese balón que se había quedado huérfano en la zona crítica. Eso lo aprendí de Santillana, y después conocí a otros tigres del área. Si entrabas sin miedo, seguramente no te llevarías más restos de la batalla que algún notorio rasguño y, eso sí, la indumentaria bien embadurnada. Nada comparable con el botín a obtener, luego a contar y rememorar.

La tercera regla, claro, era saber rematar, que para el verdadero delantero no es otra cosa que convertir la jugada en gol. Para el goleador nato no es imprescindible pegarla fuerte y divinamente, aunque si además domina esa suerte, mejor. Pero lo fundamental es manejar la situación, saber cómo darla en el momento justo, si colocarla, cruzarla o levantarla, si con el empeine, el interior, o incluso con la parte baja del tobillo si viene fofa y botando, y no será un churro por mucho que digan. En todo eso, Ronaldo Nazario era único, aunque hubo otros también muy buenos. No hacen falta alardes, es tan fácil, y para otros tan difícil, como ponerla entre los tres palos y que no llegue el portero. Ah, y aunque el gol bonito se recuerde más, el feo vale lo mismo y se meten más.

De cabeza, también era cuestión de medir y acertar, y eso me llevó más tiempo. Esos que esperan que se la pongan en la misma frente, van dados. Los centros nunca vienen exactamente medidos, no nos engañemos. Hay que buscarlos, dar los pasos justos de aproximación y calcular el momento del salto, claro, todo eso en décimas de segundo. El remate ya es otra ciencia. Si vienen laterales y bien tocados, es poner bien la sien y sale como un proyectil. Si vienen más llovidos, hay que aplicarle más giro de cuello. La sien es más propicia para dirigirlos, el frentazo para que salga fuerte y recta, si es posible, de arriba abajo. Luego, según la circunstancia y la dificultad, se puede emplear la coronilla, ideal para peinarla, y hasta la nuca. Por no citar otra vez a Santillana, que era el maestro, por entonces había un tal Neeskens que no era delantero pero lo hacía muy bien.

Pero el que hacía todo esto, y además muchas veces, era ese delantero con guantes que marcó dos goles aquella fría y brumosa noche de hace tanto tiempo, aparte otro que le anularon y era legal. Quini era la quintaesencia del goleador, dominaba todas las facetas, y no fue cosa de unas cuantas temporadas, sino que estuvo muchos años en la brecha. Marcó goles de todas las maneras, bonitos y feos, en partidos importantes y en amistosos, jugando en un equipo grande y en uno modesto, rodeado de figuras o de futbolistas más normales. Para él era natural, y nunca se le iba a olvidar.

Todos los que quisimos cultivarnos en este oficio del gol tuvimos nuestros ídolos, locales o internacionales. Pero los que le vimos, en realidad aspirábamos a ser como él, incluso cuando a lo mejor no nos diéramos cuenta. Es que llegar a casa derrengados, hasta las cejas de fango, condenados a una bronca segura en casa, y sin embargo felices, se explicaba por haber visto muchos partidos y resúmenes cada domingo. Y no faltaba un Carrusel sin gol en El Molinón ni un Estudio Estadio sin un gol de Quini que ver. Cuando fuimos delanteros, todos fuimos un poco de él.

Las estadísticas dirán que no ha sido el máximo goleador de la historia, pero la sensación que me queda es que a nadie vi marcar más goles que a Enrique Castro “Quini”. Y nunca se le vio presumir más de la cuenta. Eso sí, los disfrutó del primero al último, y los hizo disfrutar toda la vida, la de los suyos y la de sus rivales, la que pasó y la que queda. A quienes no los vieron se los contaron, y él, adonde fuera y adonde vaya, seguro que los ha seguido contando.

Porque ver goles es muy bonito, sí, pero lo más es contarlos. Quien los metió lo sabe. Gracias, Brujo.

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