Pero en serio, ¿votamos pactos o mayorías absolutas?

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Desde las elecciones del 20 de diciembre, pasando después por la repetición del 26 de junio, en este país llevamos apelando e insistiendo en que el pueblo pidió a los partidos políticos que dialoguen. Que se lo volvió a pedir de nuevo, que se entiendan de una vez y que lleguen a acuerdos. Ya sabemos que a día de hoy todo ese clamor ha sido en balde. Y en esas estamos, camino de unas terceras que unos dicen no querer, pero en el fondo tal vez desean; que otros saben que no quieren, pero la corriente parece llevarles de cabeza a ellas.

Pero ¿y si ahora se nos ocurre negar la mayor? ¿Les hemos pedido realmente que se pongan de acuerdo? Vamos a ver: según sus propias encuestas, la gran mayoría de los que votaron al PSOE no quieren ni por asomo facilitar la investidura de Rajoy, fieles al “no es no” del defenestrado Sánchez; con toda probabilidad, la inmensa mayoría de los votantes del PP no admitiría pactos ni hacer concesiones a los socialistas ni a cualquier partido de izquierda. Los votantes de Podemos no irían ni a tomar café con la derecha, en la que incluyen a Ciudadanos. Y éstos, curiosamente (o no), después de haber sido los únicos que se han prestado al diálogo y de haber apoyado dos proyectos de gobierno distintos, han sido sistemáticamente atizados por las urnas, cada vez que han vuelto desde aquel 20-D.

Entonces, ¿es para pensárselo? ¿Queremos realmente el diálogo o que persista la confrontación? Se viene diciendo que la clase política española actual está a años luz de la que hizo posible la Transición, tanto en talante como en nivel intelectual. Que aquellos partidos y aquellos políticos partían de posiciones mucho más encontradas, y con pesados lastres del pasado en muchos casos, y sin embargo fueron capaces de dejar a un lado las diferencias, incluso rencillas y hasta enemistades. Que tuvieron voluntad política y flexibilidad para llegar a puntos de encuentro, que cuando algunas posturas se enquistaron, siempre encontraron una forma de desmadejar el embrollo. Ya sabemos que estos de hoy, evidentemente, no.

Pero ¿no estará sucediendo lo mismo en la sociedad española? Aquella de los setenta hablaba en los taxis y en los bares con total naturalidad, la democracia era una bendita novedad y a nadie le importaba, porque a nadie molestaba, decir en voz alta si iba a votar a tal o cual. Ahora es muy distinto. Quien más y quien menos se reserva su opinión en público, y si habla del tema -o se desfoga- suele ser rodeado de gente que sabe que piensa como él. Las conversaciones entre simpatizantes, no digo ya militantes, de corrientes políticas distantes acaban a menudo en trifulcas. No de llegar a las manos por lo general, pero con muy mala baba en la mayoría de los casos. Y de ponernos de acuerdo, nada de nada. Tú por tu linde y yo por la mía. ¿Estamos pidiendo entonces a los políticos que hagan lo que nosotros no haríamos?

A la vista de esta realidad, parece fácil deducir que cuando el ciudadano español va a votar -tomando el todo por la parte, que ya sabemos que no todo el mundo es lo mismo- no está pensando en que su partido pacte sino en que gane, no en que hable sino en que mande. Podría decirse que votamos mayorías absolutas de los nuestros, no coaliciones con otros. Ello no quita que los representantes políticos tengan, por ser quien son, la obligación de ponerse de acuerdo y hacer viable el gobierno de un país por encima de todo. Pero como priman hoy los que no tienen visión de Estado sino exclusivamente de partido, no son tontos. Saben bien que el magnánimo pacto que alcancen no se les premiará. Al contrario, se les demandará. En consecuencia, así actúan. Y al agua pactos.

 

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