A los redactores de El País no les gustó el colérico editorial (léase quien quiera) que este diario dedicó el pasado jueves a Pedro Sánchez. Fue cuando la dimisión de los miembros de la ejecutiva del PSOE, hecho que desencadenaría la crisis culminada con los episodios del sábado. Más que el fondo, en el que dicen no entrar, les desagradó la forma. Entendían que no respondía a la ponderación y mesura que han sido marca de este periódico. Por ello pidieron una reunión con el director, esperando que les diera oportunas explicaciones. Según se ha informado, éste les despachó en un minuto, sentenciando que los editoriales los decide él y que no admite réplicas. Le faltó decir, o subliminalmente lo dijo, que el periódico es suyo y todos a callar.
Ciertamente, El País tampoco es de su director. Tal como están organizados y entendidos hoy los medios de comunicación, el director representa a los dueños de la empresa, a quienes tiene que rendir cuentas. De esos, y no de otros, son El País, el ABC, El Mundo, la revista Postres y Digestivos y cualquier otra. De grandes grupos de comunicación soportados en muchos casos por respetables y respetados accionistas, empresas de diferentes sectores y al final del engranaje -como sugirió en su día el director de un desaparecido diario-, con toda probabilidad figurará n banco. Desde esas cúpulas se decide, se estima lo que se quita y lo que se pone, se abren o cierran cabeceras…. Y desde luego, se determina la línea editorial.
Precisamente, la cándida pero fatal equivocación de los que hemos hecho periódicos y revistas -y seguramente la de los que los hacen actualmente- ha sido creernos que el producto era nuestro. Así, nos afanábamos porque fuera lo mejor posible y por defender su prestigio. Le echábamos pasión y nos sentíamos orgullosos cada vez que, después de mucho esfuerzo, prisas y subidones de adrenalina varios, teníamos en las manos el último número calentito, ya fuera el parto diario, semanal o mensual. Luego, el que establecía las cifras de las nóminas ya nos ponía en nuestro sitio, y el escueto sueldo era una forma de decirnos hasta qué punto el juguete era nuestro. Y un buen día se acababa el juego porque los verdaderos dueños de la pelota decidían irse con ella a otra parte. No les salían los números, o simplemente se habían cansado del partido.
Una diferencia sustancial entre otros tiempos y estos es que el director era y se sentía parte de la redacción. Debía dar la cara, sí, ante los directivos de la empresa, y muchas veces tenía que negociar y hacer encajes entre la postura empresarial y el sentir periodístico. Pero en última instancia solía ponerse de parte de los periodistas, entre otras cosas porque él lo era y compartía las mismas inquietudes que ellos. Siempre había un debate entre el deber profesional y el negocio, y al director le correspondía muchas veces buscar la forma de compatibilizar ambas demandas. Cuando era imposible conciliar información con interés político o comercial, la baraja podía romperse, y así muchos directores han caído con las botas puestas. Parece una visión muy romántica a estas alturas, pero en efecto así fue, y no pocas veces.
Pero es que hoy ya no existe ese mencionado debate. Manda lo que manda y los que mandan. Y el director ha pasado, en la mayoría de los casos, a ser una especie de consejero delegado. Representa al Consejo de Administración, que es quien le ha puesto y quien le puede quitar, y ejerce y ejecuta en la redacción los designios de ese órgano superior. Cuando hay conflicto, la decisión es suya, pero indefectiblemente hará por satisfacer a sus valedores. No se trata de asegurar que ese sea el perfil del actual director de El País, Antonio Caño, cuyo talante y valía profesional no somos quién para calificar aquí. Pero sí que a esa figura tienden hoy los directores de medios de información. Y si fue como se ha contado, la actuación de Caño en este episodio concreto aporta pistas bien evidentes.
Lo de “la Calle es mía” fue una expresión figurada, aunque bien significativa de las intenciones de un político. Pero “el periódico es mío” es la afirmación de una realidad constatable, que algunos pueden pronunciar con toda propiedad.