Los que acaban de terminarse –qué verdad es que lo malo pasa y lo bueno se termina- han sido los segundos Juegos Olímpicos a los que optó Madrid. Ya sólo nos quedan los terceros, los que nos ganó Tokio por goleada y nos dejó más sonrojados que tristes. En realidad han sido estos, los de 2016, los que estuvimos si acaso más cerca de organizar, el único cónclave olímpico en el que llegamos a la final, aunque en ella Río de Janeiro se impuso con mucha claridad porque el mensaje de Lula caló mucho más que todo nuestro despliegue. Tal vez llevábamos entonces el proyecto más sólido y mejor presentado de los que hemos ofertado. A nuestro primer concurso íbamos verdes, divididos –la entonces presidenta de la Comunidad no quería ni en sueños que el alcalde de Madrid se saliera llevándose el mérito y la gloria- y además competíamos con grandes ciudades –Londres y París se disputaron la final. Al tercer intento íbamos vendidos y con un proyecto muy precario, por mucho que pretendieran hacernos creer que íbamos de grandes favoritos. Eso se debió pensar también la nueva alcaldesa, allá se tiró a la piscina, y en vez de mojada salió escaldada.
Tal vez por ello, por haber sido nuestra mayor oportunidad perdida, estos de Río 2016 han sido los que hemos observado desde aquí con mayor nostalgia. Y en algunos casos, con ciertas dosis de envidia y hasta de resquemor. Todas las organizaciones de los Juegos han tenido sus problemas y sus controversias, pero pocas veces la prensa –me refiero a la española- ha sido tan explícita y profusa a la hora de informar sobre los aspectos negativos: el zika, los atascos, las aguas contaminadas, la inseguridad, la situación económica y política en Brasil… No ha faltado algo de inquina, y además ya se sabe que parece imposible dejar la política a un lado cuando se informa. A unas semanas del inicio del evento olímpico, quien más y quien menos en nuestro país llegaría a tener hasta dudas de que se fueran a celebrar. Cuando vieron la ceremonia inaugural, prender la llama olímpica y al poco ganar Mireia la primera medalla, ya fueron como todos los Juegos. A mirar el medallero, a ver partidos de badmington y combates de taekwondo, a brincar con esa canasta que nos da la vida en cuartos y a debatir si finalmente el rey ha sido Usain Bolt o Michael Phelps –por cierto, en lo que respecta a esta cuestión llevamos tres olimpiadas casi idénticas, es lo que tiene el deporte de hoy.
Una vez terminados –porque ya digo, los Juegos siempre “se terminan”-, se hacen sobre todo balances deportivos, pero también de otros géneros, y se siguen dejando caer opiniones -y hasta alguna sentencia- relativas a que estos trigésimo-primeros nunca debían haberse celebrado allí. Sí hay un aspecto en el que se puede coincidir, porque además lo hemos presenciado en directo: los estadios no estaban a veces lo llenos que cabría desear en una cita así. Pero no es la primera ni va a ser la única vez que esto suceda en Olimpiadas y Mundiales de deportes específicos, y muchas veces tiene que ver tanto con la organización del evento como con las federaciones respectivas de cada deporte, aparte el poder adquisitivo de la población del país en cuestión. Por lo demás, unos cuentan ahora más cruda su experiencia en Río, y otros más relativizada. Al fin y al cabo, todos los países, sus ciudades y sus sociedades, tienen sus problemas, sus realidades y sus encantos. Se celebraban en Brasil, no en Suiza ni en China. Y por cierto, los mayores escándalos terminaron siendo protagonizados por unos nadadores norteamericanos borrachos y por dos violadores disfrazados de atletas.
Quien aún insiste en identificar estos Juegos de Río exclusivamente con el desastre, la desorganización o la polémica, tal vez no conoce, no recuerda o no quiere recordar: los Juegos de México’68 vinieron precedidos de una atroz matanza estudiantil días antes de la inauguración, y sin embargo se recuerdan por el salto de Bob Beamon; los de Múnich’72 vivieron en mitad de su celebración un tremendo atentado terrorista con 11 atletas asesinados, pese a lo cual la organización decidió que siguiera la fiesta, y el que trascendió fue Mark Spitz; los de Montreal’76 fueron boicoteados por todos los países africanos, pero fueron los de Nadia Comaneci; en Moscú’80 desertaron Estados Unidos y gran parte de los países occidentales y, en respuesta, tampoco la Unión Soviética ni la mayoría de los países de su órbita acudieron a Los Ángeles’84; los de Seúl’88 vivieron bajo la alargadísima sombra del doping; en Barcelona’92, como fueron los nuestros, no nos consta que sucediera nada, y si sucedió, no nos hemos enterado; los de Atlanta’96 fueron los más rácanos de la historia, pero nos quedó Michael Johnson y nuestras chicas de la gimnasia rítmica; ¿y no tenía Grecia parecidos problemas económicos a los de Brasil cuando Atenas organizó los de 2004?; Luego, los de Pekín’2008 nos parecieron ideales con ese nido, esa inauguración y ese récord de Bolt en los 100, pero… ¿se los hubiera concedido el Comité Olímpico Internacional a un país de régimen dictatorial si no hubiera llevado el dinero por delante?
En cuanto a la herencia que dejan los Juegos en las ciudades donde se celebran, y por extensión en sus países, los balances son dispares. Los de Seúl pusieron a Corea del Sur en el mapa, y hoy todos sabemos el país que es. A la ciudad de Barcelona todos dicen que le fue muy bien, y entre otras cosas, la puso de cara al mar. A Sidney y a Londres parece que también les dejó buenos réditos, económicos o en términos de imagen. A China la reafirmó como superpotencia mundial. En cambio, les salieron más bien rana a Atlanta, a Atenas… y según los agoreros, a Río de Janeiro. Pero algo siempre les dejará. Y como mínimo, ya siempre podrán decir que organizaron unos Juegos Olímpicos. Que disfrutamos viéndolos y que, como debe ser, nos dejaron un vacío cuando se terminaron.
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