Acuden a la memoria los nombres –y la estilizada impronta- de Stefka Kostadinova, Sara Simeoni o Ulrike Meyfarth. Míticas saltadoras de altura que además de batir records –la primera de las nombradas aún ostenta el del mundo-, coronaron su carrera con el oro olímpico. Junto a ellas podemos escribir hoy el de Ruth Beitia, ahí es nada.
Las carreras de los atletas, como de los deportistas en general, son distintas unas de otras, como personas que al fin y al cabo son. Unas, unos, irrumpen como un ciclón y más tarde o más temprano se amainan. Otras, otros, persisten en una milagrosa regularidad, parece que nunca despuntan pero siempre están ahí. La saltadora cántabra ni siquiera es de estas últimas. Ha sido más allá del final de su trayectoria –anunciado en 2012 tras su cuarto puesto en Londres– cuando ha recogido los frutos que no encontró en sus supuestos mejores años.
Porque no es cierto, por mucho que digan, que sea en esta madurez cuando más está saltando –su mejor marca y récord de España, 2.02m, data de 2007. Pero es, eso sí, cuando mejor está compitiendo. Como si aquella fugaz salida del mapa le hubiera liberado de toda la endemoniada presión que atenaza a los deportistas en sus citas clave. Como si acudiera como una ex atleta a la que ni le va ni le viene, porque ella ya es de otro mundo. Llega, disfruta, sonríe, le hace manitas al listón y acomete las nueve zancadas. Y franquee o no, sigue sonriendo. Las procesiones de la competición irán por dentro, pero a Ruth se la ve feliz simplemente de estar ahí.
En ese estado de gracia le han llegado los triunfos que en su anterior vida deportiva le habían sido esquivos. Su mayor frustración eran los Juegos Olímpicos, como ha sido para muchas, muchos atletas –por ejemplo la croata Sandra Vlasic, bronce ayer, que ha dominado la altura durante casi la última década y se va a retirar sin ese oro. Se conformaba en realidad con no ser cuarta otra vez, temió profundamente volver a serlo cuando falló a la tercera los dos metros y quedaban tres por saltar. Pero hay que decir –a los aguafiestas, que ya vendrán- que bajo la lluvia es mucho más difícil aproximarse y elevarse. Y que aparte de no haber cometido ningún nulo antes –que a la postre es lo que le ha dado el título-, fue Beitia, o al menos a este que escribe le pareció, la que más cerca estuvo de franquear el listón que finalmente ejerció de juez. Pero las apreciaciones dan igual. Lo que importa es que Ruth Beitia es la campeona olímpica de salto de altura. Ahí le queda esa medalla, y qué bien además.
Y al honrado aficionado al atletismo, que simplemente pretende disfrutar del deporte más bello sin entregarse a ciegos patriotismos, ver a Ruth con esa felicidad –la de los genuinos campeones olímpicos que pensaban que ya nunca lo iban a ser- le redime de otras miserias. Por ejemplo, de haber presenciado la final de 1.500 más lamentable de la historia. ¿Cómo es posible, qué están haciendo para cargarse la prueba que otrora fuera la más bonita del tartán, la que llegó a competir con los 100 metros por ser la más emblemática? ¿Qué pensaría anoche el presidente de la IAFF, que no es otro que Sir Sebastian Coe?