Si es una encargada de Stradivarius, se escandalizará de encontrarse continuamente esas chaquetillas blancas con hombreras rojas colgadas por las perchas, que ese no es el género que hay que vender, por más que las quita y las quita vuelven a aparecer, y ya no sabe qué hacer. Si es un técnico comercial de Phone House, se hará cruces cada vez que llegue el cliente pesado ese, chaparro y feo a rabiar, todos los días con la misma cantinela, que a ver si puede darle un poco más de presión al smarthphone de quinta generación. Si es un joven camarero del 100 Montaditos, se le pondrán los pelos engominados todavía más de punta cuando vea entrar por la puerta hoy también al tipo loco ese de bigote y 1,86 de altura sobre el nivel de Mar Mediterráneo, plato de gambas en la mano y un vaso vacío para explicarle cómo se llena de cerveza. Todo muy extraño. Pero es que pongan lo que pongan en el chaflán de Goya con Alcalá, en el edificio conocido como Las Bolas, inevitablemente ocurrirán fenómenos extraordinarios.
Contarán que a ciertas horas se aparecen sombras misteriosas y casi siempre las mismas: la del señor con nariz de porra y ojos adormilados que vivía, pensaba y sentía colgado del tirador; la del vamos a llamarle Puchurriti, de costumbre risueño pero mucho cuidadito con él; la del que parecía un ingeniero alemán de película americana; o la del tal Miguel, con todo el empaque de un veterano lateral derecho que hacía suya hacía esa franja de la barra. ¿Y qué decir de la del municipal poniendo multas a destajo? Si ya nadie aparca en doble fila por aquí…
Imágenes difusas pero perfectamente reconocibles de otro tiempo y quién sabe si de otra de vida, como la de la gitana que envejeció con los mismos ojos negros embaucadores, vendiendo lotería como quien obsequiaba besos, y vaya si vendía. O la del niño de 16 años que apoyado en la pared empuñaba su jarra –suponemos que con la izquierda- con la mirada siempre perdida en el mismo punto inconcreto y distante. Tertulianos de barra fija que llegaban a las cuatro y se iban a las diez, bien colorados y despachados. Peor aún, percebes y berberechos que alguien trae por la noche y los deja esparcidos por los estantes y en los cajones de la caja registradora. Lo contarán espantados los nuevos inquilinos, y ciertamente les creerán. Porque no es paranormal, sino completamente lógico y normal.
No hará falta contratar a parapsicólogos, exorcistas ni estudiosos del más allá. Cualquiera mínimamente documentado recordará que ese local fue hace mucho, mucho tiempo, la cervecería más emblemática y concurrida de Madrid. Un día, de buenas a primeras, una mente pensante decidió cerrarla, y sus razones tendría. Pero claro, a esos clientes y a esos empleados de tantos años no se les podía echar así como así. Y lo mismo que la cabra tira al monte o las aguas retornan siempre a su cauce, los parroquianos del establecimiento al final hubieron de volver por donde solían. Durante 70 años había sido su segunda casa, más bien a veces habría que decir que la primera. Incluso los que ya habían muerto seguían pasándose por allí, y pruebas las hay. Uno vio un día una caña haciendo piruetas sobre el mármol mojado de la barra. A otro se le cayó el recipiente de cerámica y ni se escuchó estruendo ni se supo más de él ni de su contenido. A muchos se les evaporaba el dorado jugo de los dioses, y juraban no haber dado un trago; a los más, lo que les desaparecía era el dinero de la cartera después de unas rondas y una visita al mostrador de las viandas marinas recién importadas, en fin, ese poltergeist seguramente fuera de otra naturaleza.
Tampoco era de extrañar que más de un viandante, al pasar por el nuevo escaparate, evocara la canción de Sabina y su memoria vengara contra los cristales. “Es que eso no se hace, hombre”, alegarían en su declaración. Esas paredes de un rojo indefinible habían escuchado demasiadas cosas, promesas, planes irrealizables que allí parecían perfectamente viables, pactos sobre el vidrio y partos memorables… como para hacérselo olvidar todo así por las buenas. Esos globos setentoides iluminaron no pocas escenas de muchas épocas y de muchos paisanos, también de los mismos paisanos en distintas épocas, cuadros más épicos o más grotescos, entrañables o con genuina picadura selecta… No era muy justo de pronto hacerlos oscurecer para siempre. El mundo está cambiando, es cierto, pero tampoco nos merecemos que nos lo hagan indefectiblemente peor.
Es que siete décadas dan mucho de sí. Tiempos en los que un pivot surcaba cual periscopio sobre el mar de cabezas a la busca de unas quisquillas para repostar. O el elegante ex futbolista, chaqueta de ante granate, que depositaba la caña como si enviara un sutil pase a la barra. O ese otro compañero de gremio, algo más revenido y narigudo, que venía de la tienda de deportes que acaba de abrir en la calle General Pardiñas, al hombre qué poco le duró el negocio y luego lo demás. Escritores que no eran del Gijón o alguno puede que sí, actores sin papel, aristócratas sin blanca ni dónde caerse, futuribles ministros que a lo mejor… pero sobre todo los amigos de los escritores, de los actores, de los aristócratas y de los futuribles. Del largo sin chistera y del ex taxista ya hemos hablado al principio y para qué contar más. Decir que el niño de 16 años –en realidad tenía 15 pero no hubiera estado permitido- canjeaba en sus barros furtivos las depresiones por ilusiones, y alguna se le terminó haciendo realidad. Las conspiraciones del salón de arriba se quedaron en batallitas de la mili de los que no la hicieron. ¿Qué por qué los jefes no llevaban galones rojos en la chaquetilla, que dan más prestancia? Porque ellos no cargaban barriles, que para eso eran y no de adorno. O por lo menos así era en Alemania… Siempre tenía que haber alguno que pretendiera saber más que los demás.
Era tan celestial la liturgia de un aperitivo, una velada o unos dobles improvisados –o todo junto también podía ser- en aquella cervecería que a veces creíamos levitar sobre el suelo. Pero es que no se veía. Solo al cabo de los años, de ciertas nuevas legislaciones y de algunos cambios en los poderes adquisitivos del pueblo, pudo advertirse que en efecto existía el piso, y era como un tablero de ajedrez. Entonces los dueños del negocio jugaron su partida. Hicieron cuentas y decidieron darle jaque mate empresarial. Lo que no habían calculado, lo que no imaginaban, es que los simples negocios de hostelería se pueden cerrar, pero las leyendas no se zanjan así como así. Las pérdidas de la empresa se pueden acaso reducir, pero reducir a los fantasmas ya son palabras y hechos mayores. Con estos no van a poder.
Esta semana hemos sabido que el próximo 31 de agosto, si hasta ese día les llega la cerveza, cierra la cervecería Santa Bárbara de la calle Alcalá esquina a Goya. Más conocida como la Cruz Blanca, que fue su nombre originario y durante muchos años. Todavía no nos lo podemos creer, en realidad no nos lo creeremos nunca. Porque de una u otra manera me parece, fantasmas míos, que seguiremos yendo por allí.