Hoy sí que se nos podría venir la estación encima, pero Holanda se merece la complicada empresa y mucho más. El propio billete comprado en la máquina muestra con detalle la hoja de ruta a seguir, que en realidad era la que nos había sacado el bueno de Littbarski por su impresora: el primer tren deberá llegar a Mönchengladbach puntual y nosotros andar vivos, ya que en cinco escasos minutos saldrá el siguiente a Venlo, ya en territorio neerlandés. Y allí habrá que darse una carrerita, porque en apenas cuatro minutos saldrá, desde el andén opuesto de la estación –tiene tres, tampoco será tanto- el que finalmente nos traslade a Nijmegen. A ver cómo nos sale la operación.
En efecto, el destino es Nimega, la ciudad más antigua de los Países Bajos. Es un capricho, una ilusión, en fin, una excusa para pasar aunque sea unas horas en este país y en una ciudad representativa de las que nos falta por conocer. Para eso merecerán la pena las dos horas y veinte minutos de tren –más lo mismo a la vuelta- y el estrés ferroviario. Pero ya adelantamos que por estos lares la precisión es norma y las cosas no se dejan a la improvisación. Así que tampoco será tan difícil.
Reseñar, como indicábamos más arriba, que pasamos por Mönchengladbach, sitio de culto para los muy aficionados al fútbol con buena memoria, que recordarán al mítico Borussia de los años 70. Bien, pues con leer el memorable nombre en los carteles ya vale y puede decir uno que lo ha visto, porque lo más relevante que se atisba por las inmediaciones de su estación son grandes chimeneas de fábricas. Quedémonos con el recuerdo del equipo de fútbol.
Pero como decíamos, la llegada a Venlo –segunda parada del trayecto- marca la entrada en Holanda. Y parece mentira y seguramente lo será, pero aún tratándose del mismo pasaje, da la impresión de que ha cambiado. De repente el verde de los campos se ve más vivo, el cielo se antoja más iluminado, las nubes tormentosas mejor dibujadas. Será tal vez la sensación, la ilusión de estar otra vez por aquí. Pero es que es montar en el tercer tren –por muy buena organización que hubiera, de la carrera y del subidón de adrenalina no nos libró nadie- y notar que la gente es distinta, las caras te suenan, las sorpresas agradables se suceden, y no vamos a entrar en más detalles en este último punto.
Las centraal stations de este país no suelen estar en el centro neurálgico de las ciudades, como la mayoría de las hauptbhanhof alemanas. Para llegar al meollo de Nimega hay que andar apenas un kilómetro. De camino nos tomamos la primera Heineken –estas sí son y saben a tal, no lo que se distribuye en España– y nos la va a servir nada menos que Dennis Pronk. No es una ciudad grande, pero en seguida transmite esa reconocible alegría de las poblaciones neerlandesas, sus casas, su grote markt (plaza central o del ayuntamiento), sus toren (torres)… y por supuesto sus bares y cafés, su olor típico, suculentamente picante. Y su placidez, pareciera que aunque viniera un huracán, aquí la gente va seguir charlando animadamente, y después de apurar su té helado o su cerveza, procederán a ponerse a recaudo. Todo a su tiempo.
Por Nimega también pasa el Rin, pero aquí se llama Waal. En realidad es su brazo más grande, de los varios en los que el potente río se desparrama por estas tierras llanas. Los magníficos puentes no serán para la galería, porque además no los vamos a cruzar, pero llevan bien puesto su sello de pura ingeniería holandesa. Sentarse en una de las terrazas junto a la ribera, bien pertrechado bajo una sombrilla, es un placer necesario. Sobre todo si viene a atenderte Astrid Van Bentum, con quien cualquiera gustaría de pasar un rato más largo, aunque fuera sólo ahogando avispas en la cerveza. Gestiona todas las mesas y no pierde la compostura ni el paso, no altera su mirada de mar sereno. Teclea ella en su móvil y no está dándole al WhatsApp, sino comunicándose con la cocina –el bar en sí está alejadito de la terraza- según toma nota, luego te da la cuenta al momento en la pantalla… Es una app diseñada al efecto, que luego veré en más sitios. Lo dicho, ingenieros del país.
Naturalmente hoy comeremos holandés, en uno cualquiera de los que se suceden –y se confunden- en Grote Markt. Una sopa del día (todo un clásico por aquí) y unas Kroketten (croquetas, claro) de carne y curry, alargadas, crujientes y picantitas, con su pan de cereales recién hecho. En esto te hacen ver que te regalan una croqueta de más, pero será sólo una ilusión porque en cuestión de segundos vendrán a quitártela, perdón, no era para ti. Pero siempre con una sonrisa. Acostumbrados ya a los viriles y profesionales camareros coloneses, reconforta volver a encontrarse con las simpáticas y cándidas muchachas –suelen ser estudiantes- que sirven en los establecimientos de este país. Pueden tardar, equivocarse, volver a preguntarte lo que querías… pero lo hacen con tanta dulzura y sana ingenuidad que no te molestas, al contrario, casi te vuelves cómplice de sus trastadas.
Esa misma noche, ya regresado a Colonia, cuando vuelva al restaurante Thai donde había cenado, a decirle a la camarera que me había cobrado de menos, más que hacerla un favor tendré la sensación de haberla condenado, tal me miró según me daba unas forzadísimas gracias. Por cierto, es viernes noche y descubro que la fisonomía nocturna de esta ciudad ha cambiado radicalmente. Han soltado a las manadas –dicho sea con todo el cariño y respeto- y mejor saber manejarse, mezclarse lo justo y sobre todo no tropezarse ni chocar torpemente con ellas. A todo esto, en el pub irlandés se está muy bien.
Sí, se vienen arriba los lobos de la noche junto al Rin, pero uno ya va en retirada. ¿Viajaba Inje Timmers dos plazas detrás de mí en el tren de vuelta? No estoy seguro, pero a mí hoy se me ha puesto la sonrisa holandesa, y no se me va a quitar.
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