Para quien no lo sepa, Colonia no es una ciudad de nombre perfumado, sino que el agua de tal se llama así porque se inventó allí. A principios del siglo XVIII, un italiano creó una solución de aceites etéreos diluidos en alcohol, y decidió llamarla agua de colonia, en referencia a esta ciudad, en la que residía. Unos años después, y tras diversos rifirrafes con las licencias, otro colonés abriría, en el número 4711 de una céntrica calle, la fábrica de la que se convertiría en marca de referencia y hoy sigue vendiéndose en todo el mundo. De hecho, en esa misma dirección se ubica hoy la tienda insignia –flagshipstore que gusta decir ahora- de la colonia 4711. Allí compraré para regalo un set de viaje –con su bolsa transparente y reglamentaria para el avión- compuesto de jabón, gel de ducha y un frasquito de la célebre fragancia. Lo cuento porque terminará dando mucho que hablar esta colonia.
Se prepara un día impostor, decididamente espeso por la mañana, tiempo para perderse o andar perdido, esto es, adrede o no. Se avisan tormentas después de varios día de calor, y flota en el aire cierta presunción de que el panorama va a cambiar. El 15 de agosto no es festivo en Alemania, pero como a todo el mundo le ha dado por festejar algo ese día, también se deja notar por aquí, y en Eumarkt han montado una romería. Hasta churros venden en uno de los puestos, no digamos salchichas y Reibekuchen, unas típicas tortitas de patata frita crujiente con puré de manzana, que una está muy rica, el problema es que las venden en bandejas de tres. Se avisan tormentas, ya digo, y cuando empiecen a caer los primeros goterones a las nueve de la noche –por supuesto sentado en una terraza para cenar- poco imaginaremos que ya no lo dejaría en lo que nos quedaba de estar allí.
Esta noche no nos vamos a retirar así como así, pero siempre habrá que andar con cuidado. Las inmediaciones de Rudolphplatz son más de terneros que de búfalos, pero esta forma de jarrear no es la más idónea para ir buscando el sitio que más nos guste. Lo que sí constatamos es que, a unas edades o a otras, los paisanos de aquí no se conforman con escuchar la música que les ponen, sino que directamente cantan a grito pelado. Y los controles de calidad brillan por su ausencia. Como no está el tiempo para muchos experimentos, terminaremos retornando a tierra conocida, a Alstadt Nord, el barrio que vive debajo mismo de la imperturbable, cuánto hacía que no hablaba de ella.
En el ya mencionado pub irlandés, siempre un socorrido refugio multi-cultural, ya me estoy haciendo amigo de Tony Woodcock (1), que me ve venir de frente y sabe lo que quiero. La música y el ambiente son para quedarse un buen rato, pero después buscaremos nuevos retos y emociones. En la guarida de los bisontes de Altermarkt, apacible los días de diario y terrorífica los fines de semana –quien nos mandará…-, nos llevaremos la sorpresa de la noche.
Mathias Buschwald me conoce de todos los días –no he faltado a tomarme una o dos kölsch cada noche en su bar- y me parecía una bestia apacible que me recibía bien. Pero hoy conoceré su lado pendenciero. Un brazo de grúa incontrolado me ha tirado la media cerveza que me quedaba –recordemos, apenas 10 cl. Yo ya me voy a ir pero si me ponen otra, bien. El susodicho me la pone, pero me la quiere cobrar. Yo le digo, o pretendo decirle, que no. Un pequeño problema será que él sólo habla alemán, así lo único que consigo deducir es que de su boca salen enormes sapos alemanes. Lo que yo intento decirle, en medio de la feroz bronca, es que si tengo que pagarla no la quiero. Entonces me la quita con toda vehemencia y llama a los de seguridad. Me ha echado del local, me ha tratado como a un impostor. Los diligentes seguratas sí me entienden cuando les cuento la película en la que yo era inocente, pero muy correctos me indican que es lo que hay, y me tengo que ir. Me pega otra vez toda la lluvia en la cara, y ya comprendo lo que es venir de jugar un partido en campo alemán.
Pero siempre hay otros partidos. Gracias al desagradable incidente me buscaré la vida en otro garito. Y con todos ya cerrando, caeré en la Taberna Flamenca, en el estrecho y bien concurrido pasaje de Salzgasse, por la que había pasado decenas de veces y nunca me había seducido entrar. Pues resultará ser el bar más canalla de la noche colonesa, y desde luego el más divertido. Los dueños, claro, son españoles, la clientela de todo el resto del mundo. Más que flamenca es latina, pero se supone que llamándose así tira más. “¿A qué hora cerráis? – A las cinco – Tupendo, de aquí ya no me muevo”. Mañana me contarán más, como que cerraron a las siete. Sabré que es a partir de la una y media cuando empiezan a tener ambiente, y lo tienen todos los días. Eliseo Dueñas, sevillano, lleva dos meses trabajando allí, se vino a buscar otro trabajo pero de momento está encantado. Y rara la noche que no se encuentra números de teléfono apuntados en los posavasos. Así ya se puede.
Pues sí, ha sido ciertamente una noche impostora. Pero trabajada y bien aprovechada, así que después de todo no nos vamos a quejar.
(1) Fue un buen futbolista inglés que jugó en el F.C. Köln, en los mejores tiempos de este equipo.