El puente Hohenzollern que se ve en las fotos de terminada la Segunda Guerra Mundial pareciera un juguete del que el niño se había cansado y lo había mandado a tomar vientos de un mandoble. Lo reconstruyeron fielmente, pero quedó sólo para trenes, peatones y candados que se aprietan sobre la valla, quién sabe si más inseparables ellos mismos que lo que prometieron no separar nunca. Una vez cruzado despacio y con esmero, debidamente supervisado por la insobornable, no tengo duda de incluir este en la lista de los puentes de mi vida, que publiqué hace unos años y por cierto ya va tocando actualizar.
La ribera opuesta del Rin no tiene el mismo bullicio, pero el paseo por ella deja las mejores postales, las que revelan el skyline de Colonia: por supuesto la susodicha, pero desde esta perspectiva casi compite con ella en prestancia la torre de la iglesia Gross St.Martin, que ciertamente más parece la de un castillo; luego, más modesto, el ayuntamiento; y más al fondo la Köln Turm y el Colonius, un muy alemán pirulí de los muchísimos que se alzan en este país, que uno se piensa que se debieron de inventar aquí.
Quedan puentes por cruzar, pero ya no serán para la puenteteca. Por el Severinsbrücke retornamos a la margen izquierda –según se mira en el mapa- y regresamos a Alstadt Nord (el casco viejo norte) que es donde realmente fluye lo más granado y festivo de la vida colonesa. Estaba pendiente el desafío de ascender los 156 metros de la torre sur de la catedral, y no nos vamos a hacer los remolones. Si tardaron 500 años en construirla, nosotros vamos a ser algo más rápidos. Espero que no parezca demasiado presuntuoso decir que la empresa fue relativamente fácil, más de lo esperado. Pero es que en Alemania no se dejan las cosas a la buena de Dios, la seguridad se cuida al máximo y los escalones son muchos muchísimos sí, pero en absoluto mortificadores. Eso sí, la parada de rigor en el campanario, justo cuando iban a dar las doce en punto del mediodía, nos dejará aturdidos un buen rato. No pegaban en los tímpanos, percutían directamente en la cabeza. Luego un amago de mareo después del interminable descender por la escalera de caracol, llegar abajo e inevitablemente mirar hacia arriba, pasmados otra vez.
Recién cumplida la misión, Sabine Riedle me sirve una merecida cerveza, se la pido más grande de lo que me da, pero que si quieres arroz… La kölsch es la cerveza de aquí y es única. A simple vista parece una pilsen más, pero es menos amarga, de hecho la elaboración es completamente diferente, y es verdad que deja cierto regusto dulzón. Entra como una bendición. Y nada de esas enormes jarras que uno supusiera tratándose de este país. Esta se sirve en vasitos de 20 cl, como una caña, pero estrechos que parecen tubos de ensayo. En algunos sitios las tienen algo más grandes, pero esos se salen de la norma. El canon manda que la kölsch se toma así… y se toman muchas. Los fornidos camareros van de mesa en mesa sosteniendo un carrusel de cilindros espumosos, los van depositando sobre las mesas –a veces aunque no se la hayas pedido- y te marcan una rayita en el posavasos.
Y sale a propulsión. La expresión “mear colonia” que asociamos a personas pedantes y redichas, cobra un sentido completamente diferente. Aquí se bebe kölsch y se mea kölsch casi sin solución de continuidad, como si fueran la misma cosa, el mismo acto. En realidad cuesta muy poco aprender este arte, y en dos días cualquiera se habitúa. Simplemente es cuestión de andar un poco ágil.
Obediente a las buenas recomendaciones, después de cenar me sentaré en la terraza de Gilden im Zims, en Heumarkt, que me han dicho es la mejor cervecería. Luego, con los días, ya discutiremos si la mejor o no, pero lo cierto es que está de bote en bote y da gusto conocerse aquí, la carta recoge reseñas de grandes personajes de esta ciudad, los Héroes de Colonia, desde Adenauer hasta el propio fundador del establecimiento. Kornelia Krabbe ni mira ni siente ni padece, pero te coloca el tubo de oro con estricta actitud y precisión. En un momento de despiste creo que la vi sonreír. Pero ahora que recuerdo, la que no hizo ni una mueca fue la señora Dürnberger cuando me cobró los 11 euros de la entrada al Museo Ludwig. Podía al menos haber avisado, ella o alguien, de que la mitad de los cuadros de Picasso que alberga estaban de viaje, prestados a otras exposiciones. Pero en eso ya abundaremos otro día, al fin y al cabo ahora estamos de reunión de amigos. Imaginarios también sí, aunque no vea a Dostoiewski por ningún sitio. Estará meando kölsch…