Tiziano vivía en el tejado y Cezanne en la fresquera, el pintor que nunca quiso ser de cámara de nadie se afanaba en su parco estudio por terminar un cuadro imposible. Y cuando caía en la tentación de admitirlo, paraba y se asomaba a la ventana por la que veía desperezarse de la siesta las calles del Madrid entumecido. Pensaba que al fin y al cabo, fuera por un rey católico o por un Galileo, por ahí se desperezaba el Renacimiento.
Una vez tomado aire volvía a la faena y, más que pincelar, aplicaba el bisturí sobre el lienzo. Algo todavía le sonaba en el monedero cuando se estiraba para tomar mejor ángulo, alguna forma habría de escorzar esa figura. Aunque llevara toda la tarde, terminaría por darle el vuelo que requería. Pero quedaban muchas figuras y no tantas tardes. Al menos la última visita fue breve, solo vino a cambiar un beso por una moneda.
La vida pasa lenta pero constante delante de un caballete y va dejando retratos, bodegones, paisajes, fiestas de diosas y algunos réditos para comprar sillas, una nevera, el primer plato y un buen aguarrás. El último encargo debía darle además para un buen postre y quizás champán, pero había que poner todo el temple segoviano en el que creció, y su proverbial austeridad para llenarse de coraje y no desesperar.
Tiziano veía cielos y Cezanne ciruelos y albaricoques. El pintor que no desayunaba como un rey pero sí cenaba como un pobre se esmeraba en su paleta, mezclando tintes y pastas, probando pacientemente hasta dar con el color filosofal. Pasaran horas o semanas, no era cuestión de acelerarse, todo tendría su hora. Si llamaban no era cuestión de dejar el teléfono sonando, tenía a quien lo descolgara y supiera templar gaitas, impaciencias e impertinencias con el preciso y justo desparpajo.
Tampoco iba a renunciar a los paseos matinales por el bajo Chamberí, que despejan la espesura del trazo, ni al vino de frasca de cualquiera de las inmundas tabernas, que clarifica ideas y pone las perspectivas en su sitio. La tarde ya daría de sí como para pelearse con los fondos y las sombras, para desgañitarse y darle vueltas a la tela, abrir y cerrar visillos, encender y volver a apagar la luz. Se resistía este trabajo, pero era cuestión de no ofuscarse y perseverar.
En los tiempos de supremacía de la razón y equilibrio de las formas, que volverían pronto, las escenas se compondrían a partir de un planteamiento coherente y se desplegarían armónicamente, sin pecar de ancho ni de largo, proporcionadas en su origen y consistentes con los cánones clásicos. Pero de momento seguía el pintor sumido y agobiado en la indefinición impresionista, no terminaba de tener claro el concepto, no encontraba las líneas precisas, no era capaz de vislumbrar plazos de entrega. Se estaba haciendo de noche otro día, pero ya sentía que se le hacía de noche la vida.
Tiziano pintaba azules y Cezanne rojos revenidos. Decididamente el mejor encargo llegó muy tarde. Se presentó el marchante con una sonrisa y un portafolios de piel, pero lo que dejó fue una trampa que no habría manera de salvar. Avanzaba el invierno, miraba el artista en su estudio el maldito calendario y negaba con su pulcra cabeza, arrugaba la lúcida frente, se llevaba las manos huesudas a los ojos inusitadamente vidriosos. Concluía que no quedaba más alternativa que ponerse otra vez.
Ese cuadro no lo terminaría nunca, pero no estaba ni en el contrato ni en su ánimo dejar de pintarlo. Nadie de la severa tierra de donde venía habría llegado siquiera a plantearse abandonar, y aunque no se la esperaba, la inspiración siempre podría reaparecer. Flaqueaban las fuerzas, recrudecía el febrero traidor, pero a la vuelta de unos días de ingreso retomaría con renovado vigor.
El Renacimiento llamaba a las puertas pero ya no le encontraría. No conoció Tiziano ni los tejados ni los cielos ni los azules de Segovia.
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