El otro día abríamos un paréntesis dentro de otra historia para hablar de la Transición, a propósito del encuentro con José Ramón Caso, organizado por Forocompol, al que tuvimos la oportunidad de asistir –por cierto, gracias por invitarnos. Y hoy lo vamos a abrir otra vez y nos vamos a quedar un rato en él. A veces nos parece que este período trascendental de nuestra historia se nos ha quedado entre nubes y nebulosas, como en ese bosque lácteo evocado por Manuel Vicent en “El azar de la mujer rubia” por el que a duras penas transita Adolfo Suárez tratando de encontrar, reconocer episodios y personajes, y reconocerse a sí mismo. Aquel tiempo unos no lo han vivido, otros ya no viven y muchos han olvidado, por derecho o por fuerza mayor. No, la Transición no debería tener derecho al olvido.
Por eso merece tanto la pena encontrarse con alguien que lo vivió en primera fila y además recuerda muy bien cada detalle. José Ramón Caso fue fontanero de La Moncloa, uno de los primeros en denominarse así, después secretario de Organización de aquella UCD y posteriormente secretario general del CDS, de manera que estuvo con Suárez desde su apogeo presidencial hasta los últimos momentos de su vida política, cuando ya casi todos le habían abandonado. Entonces tiene, obviamente, mucho que contar. Y aunque no querrá desgranarlo absolutamente todo, cualquier perla que deje tiene mucho valor. Sobre todo para ponerla en contraste con los tiempos actuales.
La charla iba sobre la Comunicación en la Transición, y no es mala asignatura para hacer comparaciones y dejarlas ahí. Y eso que aquellos tuvieron que aprender sobe la marcha. Excepto el Partido Comunista, el único que, aún en la clandestinidad, estaba organizado como un verdadero partido, con sus estructuras, sus órganos y sus estrategas y cabezas pensantes. Los socialistas estaban atomizados en varias formaciones hasta que el SPD alemán decidió apostar por el PSOE, formarle y financiarle, entonces los demás grupos y grupúsculos acudieron a reunirse bajo su paraguas. Los demás, los que no venían de la clandestinidad o evolucionaban desde el franquismo, no tenían ni idea, claro, si nunca se habían tenido que preocupar de comunicar nada.
Y hubo que ponerse las pilas: viajes a Estados Unidos, estudios de campañas electorales, periodistas y gente con mundo que les enseñaban cosas. Suárez hacía mucho caso en estos temas a gente como Rafael Anson o realizadores de televisión como Gustavo Pérez Puig, que le sacaba fenomenal. Y luego tomaba de aquí y allá, sus discursos estaban hechos de muchos, no por uno solo, y sí, incluían frases lapidarias de Fernando Onega.
Esta inmersión en las técnicas modernas empezara en 1976, cuando a Suárez la prensa le recibiera fatal. Y para 1979 ya se las sabían casi todas. Era cuando las segundas elecciones democráticas, y la última aparición televisiva del presidente antes de la jornada de reflexión varió el rumbo. En vez mantenerse en su discurso conciliador, apelar a la concordia y prometer pudiendo prometer, pasó al ataque: él cumplía y en cambio otros no decían lo que tenían en su programa –aludiendo a los principios marxistas a los que el PSOE aún no había renunciado, no los mencionaban en los medios ni en los mítines, pero estaban ahí. Dos días después, cuando los socialistas rumiaban una derrota que realmente no esperaban, sus mentores del SPD les hicieron ver que habían perdido por ese discurso de Suárez. Y que mientras éste siguiera ahí, nunca iban a ganar unas elecciones. Había que ir a por él, y fueron. Pero sin trasgredir ni sobrepasar las reglas puramente democráticas –aclara José Ramón.
Claro, Felipe González también había aprendido mucho. De comunicación y de estrategia. Por eso meses después hizo que daba un paso atrás, anuncio su dimisión, convocó un congreso extraordinario y allí concitó apoyos, se valió de ellos para quitarse de encima lastres –gente incómoda y los incómodos fundamentos marxistas- y tomó la directa para conquistar el poder. Allanado el camino, eso sí, por la hemorragia de ambiciones que desangraba la UCD. Después de dimitido, a Suárez le pidieron que retomara el timón de la nave a la deriva. Pero todos querían quedarse a cubierta, y entonces les dijo “ahí os quedáis”. “Te felicito José Ramón, has estado muy bien ” llamó para decirle Leopoldo Calvo Sotelo al secretario de Organización, una noche después de un debate en La Clave sobre el golpismo, en el que los otros contertulios le habían sacudido hasta en el carné. “Gracias presidente, ¿le ha gustado algo en especial?”. Silencio… y a continuación: “todo José Ramón, me ha gustado todo en general”. ¿Lo habría visto en realidad, o es que así era de plano el segundo presidente de la democracia?
Lo que pasa es que eran otros tiempos. Cada partido, cada grupo y cada ente o figura política tendría su discurso, sus principios y su programa, pero todos coincidían en una cosa: “no nos matemos otra vez”. Porque eso era lo que más le preocupaba a la gente. Sería imposible hoy que siete tipos tan diferentes en todo se pusieran de acuerdo en pocos meses para dejar un texto que sirviera de base a la primera Constitución democrática después de 40 años, una guerra y una dictadura. Claro que discutieron, se gritaron y alguna silla se tirarían a la cabeza, si algún tema se atascaba llamaban a Adolfo. Si ya se enquistaba demasiado, se iban a cenar Alfonso Guerra y Fernando Abril Martorell –que no fueron Padres de la Constitución– y no paraban de tomarse copas hasta que terminaban poniéndose acuerdo a las tantas de la madrugada. O tempora… que no sabemos cuándo se volverán a repetir.
Estas y otras muchas historias, que no leyendas aunque algunas nos parezcan ahora tal, copan todo este paréntesis, si es que lo es, o que en todo caso hay quienes parecen empeñados en cerrar. Podemos leer la prensa de un día tal como hoy, y darnos cuenta de que todo aquello nos queda tan lejano, no sólo en el tiempo, en efecto, como en un tupido bosque por el que a la memoria le cuesta avanzar. Más bien es que los gruesos árboles que han venido después nos tapan la visión y además nos privan de toda perspectiva. Pero no desesperemos del todo, quizás todavía queden resquicios con luz o algún claro entre toda esa maleza.