No Amsterdam (esta vez)

No tengo ni que abrir los ojos para bajarme del tren que me trae desde Schiphol, encontrar la salida, dejar atrás el edificio de la estación central -que ya tampoco reparo en mirar- y enfilar Damrak. Todo ese aire de cola y la marabunta de frente, a un lado y a otro ya sé lo que hay y lo que toca, yo recto, y por el Dam, que no plaza, adivinaré a la derecha el Palacio Real y recordaré, como siempre, que 3.000 estacas de madera lo sostienen agua abajo. No tiraré por donde fluye el río de gente, sino por la más amplia Rokin, sé que virando levemente a la izquierda veré lo primero que puede llamarse canal y lo bordearé por donde el hotel imposible. En seguida comprobaré que por de Jaren no pasan los años, valga la redundancia, y ya apalancado en la barra del café de Doelen, estaré en casa. En mi casa de Amsterdam (siempre que pueda lo escribiré sin acento).

Iberia ya me mandó el aviso de que el vuelo iría muy lleno, pero sin más novedad.

Celebrando la primera cerveza, entre que me aclaro cuándo debo decir alsjeblieft o alstublieft, me viene sin pensarlo el plan de este primer día, que básicamente será el de siempre. No sin antes fijarme en ese hotelito, el Nes, que fue el primero que yo mismo reservé y pagué en esta ciudad (Vicente se acordará), un tres estrellas de habitación y cama pequeña, suficiente, que ahora se cotiza a 800 euros tres noches. El imposible que citaba antes es el Tivoli Doelen, 1.300 euros esas tres mismas noches. Por lo demás, no tengo que hacerme muchas cábalas, y más bien será la intuición la que me lleve por el Amstel hasta avistar el Magere Brug, aunque mi puente favorito siempre fue y será el Blawbrug, que es el que cruzo con devoción. Bajando por la otra orilla no necesitaré por ahora visitar Rembrandt Plein, que poco me va a sorprender a estas alturas, pero sí llegar y pararme un rato en Munt Plein, no tendrá ya pólvora la torre, pero un polvorín de emociones soy cuando paso junto a ella. Ya por el Singel, el canal central, reconozco a ciegas los puestos de flores para saber que estoy llegando a Koningsplein, que esa iglesia es católica y que callejeando a la derecha y esquivando los tranvías, encontraré la plaza posiblemente más fea y, sin embargo, una de las más alegres y amables de Amsterdam, que se lee Spui y se dice ‘spΛu’. El manantial de turistas gorgotea unos metros más abajo y, sin embargo, hasta aquí no llega casi ninguno.

A todo esto, ya ni me pesa el equipaje, a lo mejor es que no he traído.

No sé cuántos años hará que no entro en el Café Luxembourg, antes punto de encuentro necesario, pero lo seguro es que la segunda cerveza caerá en el Hoppe, porque es una tradición y porque si lleva desde 1670 esperando a sus clientes, no tiene perdón no auparse a su alta barra y no ponerse de puntillas para mear en su señorial y elevado urinario. A dos pasos tengo el NH City Centre, el de mis últimas visitas, un cuatro estrellas de garantía, actualmente a 1.000 euros las tres noches. Procurando obviar estas afrentas, será cuestión de ir bajando por Spuistraat, descubrir algunas sorpresas y redescubrir otras, también algún que otro escaparte, pero ni rastro de turistas tampoco por aquí. Esta calle termina justo detrás del Dam, pero no llegaré al final, sino que torceré a la derecha para darme con Nieuwezijds Voorburgwal (perdón, este nombre lo he tenido que copiar y pegar) y por aquí, con un poco de suerte, seguirá el Café DIEP! Buenas veladas de viernes y sábados he echado aquí.

Y en estas, raro es que todavía no me haya parado nadie a preguntarme cómo se va a la estación o a Museumplein.

Pero no lo puedo hacer todo solo. Tengo que avisar a Marco y a Javier de que estoy aquí, no me vaya a pasar como aquella vez que me los encontré saliendo con sus bicis del Vondelpark, como si tal cosa, ‘hombre, tú por aquí, pues todo bien’. Creo que podríamos ir a cenar a ese tailandés que han abierto donde tantos años estuvo el De Schutter. Excepto la comida, creo que lo demás, las escaleras, su salón, los ventanales, me recordará a aquellas estupendas cenas que disfruté aquí y disfrutaron unos cuantos amigos, porque ¿sabrían sus dueños cuántos clientes les mandé desde Madrid? Está claro que, si cerró, no fue mi culpa. Por cierto, hablando de su empinada entrada, para quien no lo sepa, Holanda sí tiene montañas, lo que pasa es que están dentro de las casas de Amsterdam. Y en muchos restaurantes y hoteles en edificios viejos, pues pasa lo mismo, que más que subir, hay que escalar.

Más avisos: en los trenes hay que subirse en los vagones de segunda clase, que si no, no te multan pero te echan una buena bronca (¿verdad, David?).

Y una vez más, aunque ya me aburra, vengo a desmontar esos tópicos. Leidseplein ya no me gusta, a lo mejor desde que dejó de ser la Plaza de Marco Van Basten. El barrio rojo está siempre petado y se ven familias con niños, ya me dirán el morbo que produce, y más que las putas, el riesgo allí es que te limpien cartera, bolso o móvil. Y en cuanto a los coffe shops, creo que una vez entré en uno a tomar un café, porque cerveza no dan ni ningún tipo de alcohol. Así que aquel que vino por aquí y me trajo una considerable piedra porque decía que se acordó de mí, claro, no tenía ni idea. En todo caso, se lo agradecí, y compartida con unos amigos (¿a que os acordáis…?), he de reconocer que estaba riquísimo lo que fuera aquello. Lo que sí se me antoja es que el asunto de los petas y los bollitos, que en su tiempo debió tener su gracia y ser parte de la personalidad libertaria o libertina de esta ciudad, hoy es uno de los ganchos de ese turismo cutre que la tiene invadida, con manadas que le llegan y confluyen desde España, Italia, Australia, Inglaterra… y que a mí me parece que la han machacado hasta deprimirla.

Por una especie de vacío legal, sí di una vez con un pub aledaño a un coffe shop en el que sí se podía beber y fumar. Pero sólo petas. Los cigarrillos, en la calle.

Disuadir a esa gente puede ser la razón, o una de ellas, del precio desmesurado que gastan ahora los hoteles en un mes de marzo. El Barbizon Palace, en el que se alojó Jacinto cuando coincidí aquí con él, está a 1.100 euros las tres noches. En cuanto a vicios, no se preocupen, que no nos faltarán. No a diario, pero sí en un momento dado me dedicaré unas bitteballen (bolitas de carne), unos kaasstokjes (palitos de queso) y unas kroketten (esto no hace falta que lo traduzca). O también un arenque crudo con su panecillo y cebolla picada, aunque esto ya es más sano. Y la cerveza ya estaba amortizada, pero en El Ángel de la Guarda (de Engelbewaarder) podemos traicionar a holandeses y neerlandeses (aquí son ambas cosas) con unas exuberantes belgas, al fin y al cabo, a ellos también les gusta traicionarse con ellas.

Pero si piden una Duvel, pronuncien siempre ‘Diufoll’. Y cuidado cómo dicen De Koninck, no les vayan a servir una tónica.

El caso es que siempre he pensado que este sería un viaje de reconciliación. Con la que siempre fue mi ciudad más querida sin contar la mía. Además, por mucho que la pisoteen y manoseen, ya sé bien cómo escabullirme de los patosos y los manazas, y ya digo que, apenas unos metros saliéndose de su invariable circuito, uno siempre encuentra algo por lo que merece la pena haber venido. ¿Sabe alguien cómo es un trozo de tarde sentado en una terraza sobre un puente del Prinsengracht? No, mejor que no lo sepan. Sería también un viaje de reencuentro. Con viejos amigos, los que sé que todavía están. Claro, que como el Ajax va tan mal y la política anda todavía peor, allí y aquí, será cuestión de buscar temas más amables de conversación. Que reconforten, que no hieran, que hagan más leve la existencia y más llevadera la convivencia con los días que corren. Y un viaje de reparación. De consolar el paso inevitable del tiempo, el traspaso de ciertas fronteras poco deseadas. Y para ello, qué mejor que dejarse acompañar por recuerdos de los mejores que uno tiene. Y en fin, conseguir que cuando el tren que me lleve de vuelta a Schiphol salga de la estación, cruce el Singel y pueda verlo por última vez, me agarre otra vez ese nudo en la garganta. Será la confirmación de que sigo vivo, y como siempre y como sea, querré volver.

En efecto, ya me está avisando KLM de que puedo facturar el vuelo de vuelta. Qué poco saben que ya lo tengo facturado.

El hotel Leonardo City Centre, un cuatro estrellas que parece que no está mal, a 596 euros las tres noches, tiene cancelación gratuita hasta dos días antes de la fecha de entrada. Los vuelos y las políticas de tarifas de las aerolíneas ya son otra historia. De momento, lo que nos queda es evocar este magnífico viaje que no hemos hecho. Pero que queda por hacer.

(Foto: hpgruesen)

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