La comunicación que no apetece

Vas un lunes cualquiera al gimnasio, al que llevas yendo 14 años, y te lo encuentras cerrado con un sucinto comunicado de la dirección anunciado el cierre definitivo de la instalación. Estuviste el viernes, sabes de gente que estuvo el sábado por la mañana. Nadie estaba avisado, nadie se lo esperaba ni podía imaginárselo. Como única esperanza de información, una dirección de correo. Más que el cierre de un negocio, parece una espantada.

Poniéndonos en lo mejor de lo peor, vamos a asumir por ahora que realmente se trate de un cese de actividad por motivos económicos -como reza el citado comunicado. Entonces, lo llamativo, descontado el trastorno que ha ocasionado a cientos de clientes, es esa forma tan abrupta de comunicarlo. Evidentemente, la decisión no se tomó el sábado por la tarde, una vez fuera del horario de apertura. ¿No podían haberlo gestionado de otra forma? Me recuerda entonces a esas situaciones en la que, realmente, no apetece comunicar. Es más, da reparo, miedo o simplemente vergüenza.

Esto que ha pasado con este gimnasio del barrio de Retiro les ha sucedido también a trabajadores que llegaban el lunes a su empresa -porque estas cosas suelen pasar en lunes- y se encontraban con la sorpresa de que se habían quedado sin trabajo. La empresa había echado el cierre sin vuelta de hoja. Conozco en persona a gente que ha sido despedida con un correo electrónico. Incluso a una ex compañera que recibió ese fatídico email estando en plena call con un cliente, y claro, suspendió de inmediato la reunión. A dos de una gran multinacional que, al llegar por la mañana, tenían en su bandeja de entrada el finiquito. A uno que, estando de vacaciones, fue a sacar dinero del cajero y se sorprendió de cómo había crecido su saldo, luego ya sabría por qué.

En una esfera más pública, sabemos de un Gobierno que anunció un drástico recorte de 10.000 millones en Sanidad y Educación no en una rueda de prensa, ni siquiera en una comparecencia sin preguntas, sino con una escueta nota de prensa. Y ahí la dejaron, como la nota del gimnasio. Aquella fue de las más sonadas, pero todos los gobiernos han tendido a comunicar con la boca pequeña cuando se trataba de anunciar hechos o medidas poco agradables. El actual presidente del Gobierno se ha pasado meses evitando pronunciar la palabra ‘amnistía’ cuando todos sabíamos que estaba hablando de ello, hasta que ya no ha tenido más remedio. ¿y cuántas nuevas normas o disposiciones, léase por ejemplo de Hacienda, se han colado silenciosamente en el BOE y nos hemos enterado cuando nos las han aplicado?

Ya sabemos también cómo las empresas movilizan sus aparatos de comunicación y se afanan por expandir a los cuatro vientos sus éxitos, pero, cuando van mal dadas, son más proclives a esquivar preguntas y declinar apariciones públicas, cuando no a hacer el avestruz. Bueno, hoy día, a algunas parece que les dé reparo hasta comunicar sus excelentes resultados, quizás porque no concuerdan con la melodía que hay que zumbar de que todo está muy mal. Y la mayoría de los futbolistas que han tenido un mal partido ni pisan la zona mixta, excepto los que, como el entrenador, deben hacerlo por obligación, que ya les gustaría también desaparecer.

Ciertamente, a comunicar buenas noticias se apunta cualquiera, pero cuando vienen malas, no todos valen. Y a veces se opta por escurrir el bulto. Esto es lo opuesto a lo que indican los manuales de crisis. Más allá, es la antítesis de lo que demanda el sentido común. Porque se comunique o no, propiamente o de mala manera, el hecho existe: el cierre, el despido, el recorte, el daño… Y que el hecho comunique por sí solo deja muy desamparado al que recibe el mensaje y en muy mal lugar al que, aun a su pesar y sin dar la cara, lo emite.

Cuando hablamos de comunicación de crisis nos referimos básicamente a gestionar malas noticias. No vamos a abundar aquí porque ya hemos escrito profusamente de esta escarpada vertiente de la comunicación, y es evidente que las crisis no son todas iguales y tienen diferentes formas de abordarse. Pero sí toca recordar que en todas, independientemente de la naturaleza, el sector, la magnitud o sus efectos, la gestión debe comprender dos elementos esenciales: transparencia y honestidad. Luego está la materia prima, que en el caso de la comunicación -siempre supeditada a la gestión- es la información.

Y la información siempre existe, se ofrezca o no. Un incendio en una fábrica informa por sí solo porque es visible y porque hay quien padece en mayor o menor medida sus efectos. Un fallo en un producto lanzado al mercado es bien notorio para quienes lo han adquirido. Un expediente de regulación de empleo se lo dice todo a los empleados afectados y sus familias, más allá de que se conozca fuera. Qué decir de la pandemia, que sobre todo durante los primeros meses, nos dejaba sus propios mensajes en forma de calles vacías, locales cerrados, ruido de ambulancias o los propios síntomas, independientemente de lo que las autoridades nos decían muchas a veces a destiempo, porque hubo episodios a los que era imposible adelantarse. El gimnasio cerrado es información, como lo es el finiquito en el correo o en la cuenta bancaria.

El problema es que esa información cruda sea la única que recibe el público, la que tome el mando y domine el escenario. Si el incendio es evidente, obviamente no podremos negarlo, pero además deberíamos ofrecer los datos pertinentes que estén en nuestra mano y que sirvan para explicar lo sucedido, dimensionarlo, tranquilizar en lo posible y ofrecer las soluciones que en ese momento sean factibles. Sí, con transparencia: diciendo exactamente lo que está sucediendo o al menos con la información de que se dispone, sin ocultar lo que pueda doler. Y con honestidad: sin esconderse y sin anteponer en esos momentos la reputación a la utilidad de la información que se debe difundir.

A ninguna empresa, a un ningún gobierno ni organización le gusta hacer frente a hechos poco gratificantes y mucho menos comunicar sobre ellos. Pero dejar que los hechos comuniquen por sí mismos, es mucho peor. Para los afectados y, a la larga, para la reputación que se quería preservar. Ya hace tiempo que Bill Gates dijo aquello de que las malas noticias deben fluir dentro de las organizaciones a la misma velocidad que las buenas. Cuando se trata de comunicar hacia fuera, siendo realistas, sería demasiado pedir que vayan al mismo ritmo unas que otras. Pero al menos, cabe demandar que esas malas noticias salgan, se expliquen y haya alguien para contarlas.

Porque comunicar es siempre necesario, también cuando no apetece.

P.D. Justo mientas escribía este texto, me ha llegado un correo de respuesta del gimnasio, que sinceramente ya no esperaba. No cambia una coma lo que queda escrito -sí he tenido que modificar algo del primer párrafo. Pero reseñemos que alguien se ha prestado al menos a conversar.

(Foto: Life-Of-Pix)

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