Free man in Dublin (y III): los flujos

Toda ciudad tiene sus flujos, sus tránsitos y sus ritos. Y en Dublín son bien característicos, por no decir inconfundibles. Me pregunto si cambian de invierno a verano, pero me respondo enseguida que aquí las costumbres están muy por encima de las estaciones. Las ganas de vivir no se detienen ante nada.

La excursión a Glendalough está bien, el tiempo nos respetará, la caminata agradable por esa naturaleza hasta el lago plateado que se llama “de arriba”… Pero la verdad, cuando lo contraté pensé que se trataría de algo más ambicioso, más épico. Había leído que duraba ocho horas, luego serán cinco y tres transcurren dentro del autobús. Se me antoja que el paseo soleado -insólitamente- esa mañana por los Docklands había cundido bastante más. Al menos, contemplo por la ventanilla los paisajes y compruebo que las carreteras, y sobre todo las señalizaciones, han mejorado notablemente en las últimas tres décadas. Y veo todos esos rebaños de ovejas, tan generosos sus cuerpos que las que están esquiladas hasta dudo al principio si son cerdos. El plato estrella que se anuncia en todos los restaurantes y pubs es el Irish Stew, estofado de cordero. Reconozco que me da algo de reparo hincarles el diente a esos animalotes que para dar lana son imbatibles, pero para comerse sus piernas… En plan especialidades irlandesas, preferiré atreverme, y no me arrepentiré, con el Guinness beef pie que sirven en el Davy Byrnes. Una vez rompes la masa crujiente que lo adorna y lo mantiene bien caliente, me recordará al gulasch húngaro, sobre todo cuando se le espolvorea bien de pimienta.

Me dicen que Howth está muy bien, un pueblo típico pesquero a unos 20 kilómetros. Los trenes salen cada media hora y Tara, la estación de cercanías, está cerquita del Mulligan’s. Lo tengo casi decidido, entonces se pone a llover… y me gana la pereza de domingo. Temple Bar también vibra de día, y entonces el sitio es el Oliver St John & Fogarty, otro clásico de la zona en el que prima, o será por el día que es, la música irlandesa tradicional. Los británicos, y también los irlandeses, hace tiempo que pusieron en valor el fish & chips, antes morralla cutre y grasienta servida en papel de estraza que servía de alimento posible a estudiantes y turistas para los que una comida decente en Londres era imposible. El de merluza que me pido en este pub está delicioso, con las mejores patatas fritas que me han servido por aquí. Hace dos días, precisamente volviendo anticipadamente de Glendalough, probé uno de bacalao, también suculento. Claro, que no todo nos ha salido así de bien. El sándwich de roastbeef que me pedí en Madigan’s no me lo pude acabar. Fue fallo mío, porque en ese sitio tenían otras cosas con mucha mejor pinta, pero esto, entre pan de molde crudo y aderezada la carne marrón con una salsa verde sospechosa, nada más verlo, supe que no era para mí. No le digo nada a la camarera al pagar, que veo que me mira extrañada, yo solo hago por disimular las arcadas. Estas cosas pasan en los viajes, si no, la cosa no tendría emoción.

And it’s No, Nay, never / No, nay never no more / Will I play the wild rover/ No never no more… (The Irish Rovers)

Esta la cantaba un tipo muy simpático, con aspecto de entrenador de fútbol, acompañado al violín por la que debía ser su hija o su sobrina, o bueno, yo qué sé. Es que el Oliver St John se merecerá dos visitas el mismo domingo, teniendo en cuenta que ha tocado día de showers, y si te pillan a la intemperie, vas aviado. Aquí nos citamos con dos pintas de Smithwicks, la espectacular red ale con la que ocasionalmente se la pegamos a la Guinness. Esta cerveza se vendía hace años en los Irish pubs españolesbajo el nombre de Kilkenny, la bonita ciudad de la que es natural, que conocí la otra vez. Como marca, mucho más fácil de pronunciar para nosotros. En el Triskel de Malasaña seguían teniéndola, pero cuando el Covid no podían traerla y después confirmaré que ya no ha vuelto. Llevo suficientes días aquí como para intuir que la camarera que me las sirve no es de aquí, y efectivamente, es mexicana. Como argentina la que me vendió en la tienda del Trinity y españoles por doquier, entre ellos la mayoría de los camareros del Temple Bar pub. Y yo pensaba que eran estudiantes, pero será que no.

Hay que hablar de los camareros, porque un punto y aparte merece este gremio en esta ciudad. No es que sorprenda, es que casi conmueve entrar en bares atestados de gente, en los que piensas que te tendrás que armar de paciencia para que te hagan caso, y encontrarte con la presteza, la atención perfecta y la exquisita educación del que, más que sirve, preside detrás de la barra. Lo mismo en los pubs más señoriales que en los de las zonas más cañeras, lo mismo si son hombres maduros que chicos y chicas, irlandeses o de fuera. Y muchos no se limitan a darte las buenas noches, servirte bien la pinta y cobrarte dando las gracias, además está pendientes de que te encuentres a gusto en su casa. Algo se nota, o por lo menos se intuye: estos profesionales están encantados de conocerse y del trabajo que hacen. Y claro, bien pagados. 

En España faltan camareros, lo leemos y escuchamos casi a diario, lo comprobamos nosotros mismos en los bares de cualquier barrio. Los empresarios y las patronales de hostelería rechazan que ese problema de carencia de personal bien formado y profesional tenga que ver con los sueldos que les pagan. Los cientos y miles de camareros españoles en Dublín y en toda Irlanda, lo desmienten. Sara, malagueña que me trata tan bien, me lo dice bien claro: “aquí venimos a ganar pasta y a aprender inglés”. A ver si lo escuchan y captan el mensaje. Se vienen aunque tengan que estar tantos días viendo la lluvia.

Someone told me long ago / There’s a calm before the storm / I know, it’s been comin’ for some time / When it’s over, so they say / It’ll rain a sunny day / I know, shinin’ down like water (Creedence Clearwater Revival)

Bueno, a trabajar desde luego no, pero tampoco se piensen que nosotros hemos venido sólo a hacer pub crawling. Digamos mejor que a dejarnos llevar por los flujos, que incluyen lo que incluyen. De noche no se advierte, pero cuando pase de día por la estrecha calle en cuya esquina bulle la Dame Tavern, ahora cerrada, descubriré que en una de sus fachadas exhibe una reproducción a toda pared del documento de proclamación de independencia de Irlanda en 1916, que ya conocí en la biblioteca del Trinity. La veré por más sitios, también la tienen enmarcada en The Auld Triangle, un pub tan comprometido por lo que se ve. Lo llevan muy a pecho. Aunque no oigo casi hablar en gaélico, la ciudad se sigue llamando Baile Átha Cliath, se brinda con un slantie y todos los carteles y los letreros de las calles están, invariablemente, primero en este idioma y luego en inglés.

La sensación que me llevé hace 30 años es que este país prefirió ser pobre, pero digno y suyo. Y dejar de servir de almacén y granero al Imperio. Ya contó el uruguayo que guiaba la visita en San Patricio que, a pesar de su verde exuberancia, Irlanda tiene grandes zonas desforestadas porque sus cedros sirvieron para construir los barcos de la poderosa Armada Británica. Hoy conservan los irlandeses el mismo orgullo, pero además ya dan la impresión de vivir mucho más desahogados, y ahí están los indicadores internacionales. Sí, se ven indigentes, como en todos los sitios, sobre todo por las noches y por las zonas de bares, y la mayoría parecen nativos. También esta economía ha sufrido sus devaneos, la recesión de 2008 les golpeó fuerte, y cómo no, la pandemia, se ven terrazas covid como las nuestras, la hostelería las pasó igualmente canutas, cómo no lo iba a hacer en un país como este.

Porque los irlandeses, hombres y mujeres, beben y hablan, beben y cantan, beben y mean, beben y parece que se amen sinceramente. Y así su vida fluye de lunes a domingo, antes decían que sólo los viernes, cuando cobraban. No verás, o yo no lo he notado, ningún mal rollo ni una mala palabra ni un mal empujón. Ni un gesto torcido ni una mirada desabrida. Ahora que lo pienso, en el citado Oliver St. John sí hubo un conato de pelea, pero yo creo que esos no eran irlandeses. Si alguien se queja porque le has pisado tratando de moverte en entre esa muchedumbre encandilada con la música, puede que sea español o italiano. Si se engancha con un camarero por cualquier tontería, debe ser francés. Y si directamente te desaloja de la parcelita de barra que ocupas para aposentarse ella con toda su ebria humanidad, será, y de hecho es, escocesa, buena gente también, pero algo más ruda. Sea como sea y con quien sea, la camaradería se contagia, y haré migas también con seguidores del Manchester United, del Paris St Germain y del Athletic de Bilbao.

No, no vamos de ruta de pubs. Grafton Street es la típica calle peatonal de tiendas, hasta ahí normal, pero la gracia viene cuando callejeas por las adyacentes y descubres sus flujos secretos, tiendas distintas, negocios más tradicionales y de toda la vida, pasajes del todo encantadores y entrañables. Y gente. Y bares también, pero tampoco vamos a parar en todos. Bueno, a menos que nos estemos haciendo pis. Que sucede cada dos por tres, más aún con el tiempo lluvioso y con el río cerca. Total, entras, bajas al baño, subes a la barra, pagas otros siete euros… y hasta la próxima, que será dentro de no mucho. En horario nocturno, esos servicios parecen El Corte Inglés en días de rebajas, amplios como la planta de caballeros… y repletos de caballeros también. Y pese a las urgencias, buenas risas se echan también en estas zonas.

No nos libraremos del apretón de vejiga cuando caminemos por St Stephen Park, el principal parque, no el mayor, del centro de Dublín. Pero aquí nos distrae y relaja el paisaje, alguien diría que recuerda al ovetense Campo de San Francisco, pero es verdad que también contribuyen a ello la humedad, la simbiosis verde-gris y los ratos de fina lluvia, drizzle aquí lo que allí llaman orbayo. Y nos divierte que a las gaviotas les guste tanto posarse en las cabezas de los ilustres que aquí están inmortalizados. Pasa lo mismo en O’Connell Street, raro no ver una estatua coronada por su correspondiente palmípeda, ignoro si cada una tendrá adjudicada su celebridad, al menos me parece ver que respetan su integridad capilar. Por cierto, cuando regrese a casa, compararé la foto que pido que me hagan con James Joyce en Earl Street con la que me hicieron en mi otra estancia aquí, y habrá que reconocer que, pasados 30 años, el autor de Ulises sigue exactamente igual.

So hard to find my way / Now that I’m all on my own / I saw you just the other day / My, how you have grown (Van Morrison)

Alto riesgo sí hubo que correr en Merrion Square, que dicen plaza, pero en realidad es otro parque, este cuadrado y rodeado de edificios georgianos. Allí tiene su corner Oscar Wilde. Repanchingado sobre unas rocas, se ríe con sorna porque yo creo que sabe muy bien lo que nos ocurre a todos los paseantes que cruzamos el desierto, sí, aunque sean de praderas verdes y frondosas con lagos y sus patos. Es que no todo lo vamos a hacer del todo bien. Los que me conocen se sorprenderán, pero el último día me doy cuenta de que con las propinas he estado un tanto parco. Las he dejado en las comidas y cenas, pero no cuando me tomaba cervezas, es lo que tiene pagar con tarjeta, no llevar casi monedas… y sí, hay que dejarlas, esos profesionales se lo ganan y es como si rigiera un implícito pacto de caballeros. Creo que eso es lo que me hace ver el camarero en jefe del Mulligan’s con un leve gesto de desaprobación cuando hago intención de despedirme. Y mañana ya no vuelvo, así que no lo podré arreglar. Espero tener otra oportunidad.

Remember to let her into your heart, then you can start to make it better (The Beatles)

Sí, espero que haya más ocasiones. Al menos uno de los deberes sí lo he cumplido, y casi religiosamente. Dicen que la manera más típica, por llamarlo de alguna manera, de abandonar Temple Bar después de la enésima penúltima pinta, es cruzando el río Liffey por el Puente del Medio Penique. Así lo hicimos varias veces y también la última noche. Con suficiente dignidad, más tristes, es cierto, pero al menos con la sensación de llevar el cuerpo y el corazón más llenos, y no sólo de cerveza. Posiblemente, la única pequeña cuesta que haya en esta ciudad está en el camino a casa, y esta vez se me hará más empinada que nunca. Pienso que mañana haré lo posible por no levantarme, tendrá que venir Seamus a sacarme a la fuerza de la habitación. Claro, no pasará. Los flujos siguen su curso y los viajantes somos eso, mareas que venimos y nos vamos, aunque nos cueste infinitamente.

Hace 30 años descubrí este país y esta ciudad. Comprendí lo que significa para su gente, pero también para el que llega, que se suma enseguida a su causa y su forma de vivir. Ese significado se mantiene hoy invariable, insobornable. Y me devuelve algo del optimismo, de la fe en la condición humana que a veces pienso que estoy perdiendo. Por lo demás, los recuerdos que quise traerme no me han abandonado, los he llevado a gusto conmigo. Los otros, al menos, no han molestado. Y en eso voy pensando camino de Airport Átha Cliath, cuando sé que estoy dejando de ser un hombre libre en Dublín.

Agus críochnaíonn an turas seo agus a stair anseo (Y este viaje y su historia terminan aquí)

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