Free man in Dublin (I)

No son horas. Tengo muchas preguntas que hacerme, pero necesito tiempo para que salgan a la luz y claridad para ir encontrando las respuestas. La primera va a ser: ¿quién me manda embarcarme en este viaje con la que está cayendo, no ya en el mundo, en mi vida? Es lo que me ronda la cabeza mientras hago la maleta con más desidia de la habitual, cuando me acuesto sabiendo que no me voy a dormir, luego al bajar despacio las escaleras para salir a la noche total, la calle completamente vacía… Bueno, excepto alguien que se apuntará de polizón a mi taxi y tratará de amenizar el trayecto con conversaciones que ahora no tengo ganas ni lucidez para mantener. Pobre, espero no haberle parecido borde o asocial, y además espero cobrarme un día el café que creo que al menos me debe.

Seguiré preguntándome por qué es tan largo todo esto, los pasillos y escaleras interminables de la T4, la espera para embarcar, el arrancar de los motores. Qué decir del mar de nubes en el que se sumerge el avión, no se ve nada, baja y sigue sin verse, no se atisba horizonte ni paisaje ni suelo hasta apenas 20 metros de tomar tierra y sí, respiro, es la pista de aterrizaje. Pero queda encontrar la salida del aeropuerto, cruzar pasillos, salas, más controles, allá la puerta, gente fumando y el autobús de Aircouch esperando. Qué puntual, qué fácil ha sido y, sin embargo, qué largo se me ha hecho. Me dijeron que al bajar del bus, si es que he acertado con la parada, debía mirar hacia atrás, encontrar una iglesia presbiteriana y a su altura, tirando a la derecha, tomar el camino recto al hotel. Clavado. Y ya puedo empezar a contar esta historia.

Son las 10 de la mañana y me recibe un día de perros, pero ya soy una persona libre en Dublín. Libre de mis dudas y de mis ansiedades. Libre de la pesadumbre que lleva meses atenazándome. De mis obligaciones, las aceptadas sin más opción y las autoimpuestas. De este tiempo pendenciero que me amenaza. De todos y todo lo que me agobia y no me da tregua. De los recuerdos, porque sólo llevo conmigo los que me he querido traer.

But don’t look back in anger / I heard you say (Oasis)

A quien más y quien menos le digo que hace mucho que vine aquí por primera y única vez, pero sólo a algunos confieso que ese ‘mucho’ son 30 años. Porque es evidente que ese dato delata una edad y que no tenía un año cuando vine. Como no fue un viaje solitario como este, no fui capaz de retener completamente el plano de la ciudad en mi cabeza. Es por esto que no reconozco todavía demasiado cuando empiezo a bajar por O’Connell Street, dubitativo entre la cortina de agua, sin advertir aún la estatua de James Joyce, parándome en los semáforos cuando están todos parados, coches y gente, y saltándomelos cuando veo que otros viandantes lo hacen. Pero nada más cruzo el puente sobre el río y doy con el Trinity College, ya recuerdo que este es el corazón y centro neurálgico. Todo pasa por aquí, parte y confluye, rodea, circula, empieza y termina. Por ejemplo, recuerdo que el Mulligan’s andaba cerca, y en efecto, no diré que a la primera, pero no tengo que dar mucha vuelta para encontrarlo. Cerrado, menos mal, porque es demasiado pronto para empezar.

A partir de este punto, ya todo fluye y me sirve para descubrir que es la misma Dublín que conocí. Y no he hecho más que llegar. Pero cuando caigan la tarde y la noche, alivie un poco el temporal, volvamos a emprender al día siguiente el camino por donde empezaremos todos los días, recorramos sus templos y sus monumentos, pero también sus entrañas, las barras de los pubs pero también sus baños… en todo lo que vea y encuentre, con quien hable o a quien pregunte, no haré otra cosa que confirmarlo. En este tiempo, tres décadas, el mundo ha cambiado mucho, en ciertos aspectos no precisamente a mejor. Pero aquí parece que se conserve intacto lo esencial: su gente, su espíritu, sus costumbres. La alegría y el orgullo de ser dublinés y por extensión irlandés.

I’ve got all my life to live/ And I’ve got all my love to give and I’ll survive / I will survive (Gloria Gaynor)

Y entonces se pone a llover… Pero seguirán las preguntas. Una que me hare todos los días será: ¿cuántas pintas de Guinness te tomas en Madrid, dos al año quizás? ¿Cuántas llevas hoy? Para esta tengo respuesta: las Guinness hay que tomarlas aquí porque saben y entran mejor, lo mismo que un bacalao a la vizcaína no puede estar igual en Nueva York que en Bilbao. La globalización nos aporta la ventaja de poder probar y disfrutar bienes, productos o experiencias de cualquier parte del mundo allá donde vivamos, pero el contrapunto consiste en que lo que es propio y genuino de un sitio, nunca va a estar ni ser mejor que en ese sitio.

La primera pinta -de Guinness, porque no fue la primera de cerveza-, caerá en The Auld Triangle, un estrictamente irlandés pub que encuentro cerca del hotel. En su fachada, diez retratos pintados, sus nombres y una placa. Fueron 10 activistas del IRA que murieron por huelga de hambre en 1981. La conmemoración viene firmada, entre otros, por el Sinn Féin, que aunque no gobierna actualmente, fue el partido más votado en las últimas elecciones en Irlanda (esto no lo digo por nada). No sé si la solemnidad que se respira dentro tendrá que ver con la inspiración del local, de hecho, el nombre hace referencia a una cárcel de Dublín, deduzco en la que sucedieron aquellos hechos. Y donde asimismo estuvo preso el poeta, escritor y también activista Brendan Behan, a quien se atribuye la letra de una canción llamada igual. Por lo demás, no sé si subvención o qué, la pinta aquí cuesta 4,50 euros, un verdadero chollo -lo normal serán 6 o 7, y en pubs con música en vivo, hasta 9 euros. Algún amigo tengo que, estando además al lado de casa, no saldría de aquí.

Como es habitual en estos viajes, pronto mi tarjeta empezará a padecer espasmos, pero esta vez, además, me delatará. “¿Eres español?” Pienso que lo sabe por mi inglés nada bilingüe, que seguramente también, pero Sara, malagueña, se fija en la muy española entidad bancaria. Suerte que haya sido el primer día y bien nos vendrá tener un buen faro o una zona franca, por llamarlo de alguna manera, en la que valerse de un punto de apoyo por si se mueve el mundo, bien distinto esto a lo que planteó Arquímedes. Será en Temple Bar, el pub que da nombre (o puede que viceversa) a toda la zona canalla de Dublín, lo que pasa es que aquí la canallesca se gasta bebiendo, cantando, meando y volviendo a beber para cantar y mear otra vez. Un bendito no parar… Y encima se pone a llover otra vez.

Hablando de todo, porque Dublín no sigue un orden y esta historia tampoco lo va a tener, otra pregunta para hacerse es por qué una ciudad que es capital de un país de mayoría y reconocida tradición católica tiene dos catedrales y ambas son protestantes. Sí, tiene su explicación, pero es farragosa y además no me toca a mí exponerla aquí. Sí que, para resolver la dualidad, se estableció que la Christ Church (o de la Santísima Trinidad) es la de Dublín y la de San Patricio es la de Irlanda. Como uno también es devoto de este santo y celebra los 17 de marzo, es esta la que elijo visitar. Los 9 euros de la entrada se amortizan bien si uno se engancha a una de las múltiples visitas guiadas que pululan por el interior, y además en español, recitada por un uruguayo. Y no tiene desperdicio lo que cuenta, desde la veneración que merece Jonathan Swift, mucho más que por los Viajes de Gulliver, al detalle de que sus tres imponentes vidrieras están dedicadas: a la vida del santo, a Adán y Eva… y a la familia Guinness, sí, porque hicieron mucho por esta catedral. Por lo demás, Saint Patrick no es ese templo que se divise desde todos los puntos de la ciudad, pero una vez la encuentras, propiamente aislada, como si el urbanismo quisiera hacerle un aclarado, se levanta majestuosa y se gana el respeto que le profiere toda esta gente.

There’s a Starman waiting in the sky / He’d like to come and meet us / But he thinks he’d blow our minds (David Bowie)

De Seamus todo el mundo me ha hablado bien. El hotel que regenta es en realidad un Bed & Breakfast sin breakfast, pero de lo más razonable en precio que se puede encontrar a estas alturas por aquí. Está suficientemente cerca pero suficientemente apartado del centro, con bar en las inmediaciones, como ya reseñé antes. La habitación es confortable, no falta detalle y con los días notaré que además los cuidan bien, repondrán puntualmente lo que se vaya consumiendo a peligroso ritmo, cosa que en tantos hoteles no sucede y al tercer día te quedas en cuadro. La cama será grande y cómoda, pero la primera noche ni me enteraré, porque caeré como un fardo. Un generoso ventanal sobre mis pies me revelará que aquí, en verano, a las seis de la mañana ya es pleno día. Y pronto empezará a llover.

Pero soy hombre libre en Dublín. Y seguirá…

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