Pasión por los rankings

¿Quién inventó los rankings? Porque bastante daño hizo. O a lo mejor no es fruto de la ocurrencia de alguien, sino de nuestra endémica obsesión por clasificar, ordenar, y sobre todo, comparar. De poner a uno arriba y a otro abajo. De jactarse o ponerse colorado, de envidiar o echar en cara. Porque parece que no podemos vivir sin la pimienta de competir, medirnos y, sobre todo, medir a los demás.

Pero vamos a empezar por la definición: la de la RAE se nos antoja algo tibia, ya que reza “clasificación de mayor a menor, útil para establecer criterios de valoración”. Más certera nos parece la que encontramos en Google a primera vista: “lista o relación ordenada de cosas o personas con arreglo a un criterio determinado”. El diccionario Panhispánico de dudas, que pertenece a la RAE, ya dice “clasificación jerarquizada de personas o cosas” y recomienda el término castellanizado ‘ranquin’ (lo usa bastante El País) o expresiones españolas alternativas: clasificación, lista, escalafón… casi preferiríamos estas segunda opciones.

Pero como el anglicismo también está aceptado, digamos ranking y sabemos a lo que nos estamos refiriendo. A esas listas del mejor al peor que nos salen por todos los sitios. Tenemos rankings de empresas y de personas, de países y de provincias. De marcas, de restaurantes, coctelerías, teléfonos, pizzas… Hasta hemos visto imposibles intentos de clasificar materias tan subjetivas como los escritores, sus obras, las películas o las canciones.

No nos estamos refiriendo a las clasificaciones digamos objetivas, entiéndase por ejemplo la de la liga al caso o los 40 principales, porque esas se basan generalmente en datos cuantitativos: los que suman más puntos, los más vendidos, lo que más se ve o se escucha… A medio camino estarían algunos rankings deportivos, como el muy conocido de los tenistas, que aunque sí sigue unos criterios tangibles, estos fueron determinados por unos señores de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP), que establecieron su particular forma de asignar puntos y restarlos, con lo que a veces el resultado puede prestarse a discusión. Con todo, estos sí entran entre los que alimentan la fiebre de los rankings, y a menudo la prensa da más importancia a que Nadal o ahora Alcaraz ocupen transitoriamente el número 1 a que ese año hayan ganado Roland Garros o cualquier gran torneo, que es lo que de verdad importa en tenis y pone en su sitio a los mejores.

A lo que nos referimos principalmente es a esas listas que organizan unos señores, supuestamente entendidos en su materia, con arreglo a unos criterios que ellos mismos determinan. Pueden ser universidades, instituciones reconocidas, comités de expertos o quizás un grupo de amigos. Son clasificaciones eminentemente cualitativas, a menudo nutridas de datos cuantitativos. Hay medición de resultados, lo que pasa es que a veces se miden cosas no necesariamente equivalentes entre sí. Y casi siempre llevan un componente de subjetividad, de interpretación, de valoración. A veces, de arbitrariedad. Y muchos no se terminan en la mera clasificación, sino que tienen su letra pequeña, que a menudo nadie se lee o ni saben que existe.

Pero los rankings tienen la virtud, o el pecado, de venderse muy bien. Los medios los compran porque saben que a la gente les gustan. Lo que decíamos arriba, la afición a comparar. Nos gusta vernos arriba y, sobre todo, ver al vecino abajo. Pero si sucede al revés, ya tenemos pólvora para otra de nuestras batallas favoritas: señalar culpables, pedir ceses y dimisiones, o simplemente tirar de fatalismo, proclamar la vergüenza y el fracaso.

Sí, vivimos entregados a la pasión por los rankings. Esta semana hemos sabido de las pérfidas maniobras de una universidad de Arabia Saudí, a las que se plegaron varios científicos españoles -y suponemos que también de otros países- para salir bien en el ranking Shanghái, que viene ser la prueba del algodón de las universidades del mundo mundial. Hay que salir bien a toda costa, y quien no puede permitirse salir mal pero sí puede permitirse maniobrar para salir mejor, pues lo hace.

Es que algunos rankings se han ganado tal credibilidad que hay personas, empresas y países que darían cualquier cosa, hasta venderían su alma y su honra, por ganar una o dos posiciones en la edición del año siguiente. Hay quien no soporta no verse en la lista de los 100 más influyentes, o incluso fuera del top 10, o empresas que cesarían quizás a su presidente, posiblemente a su director de marketing y seguro al director de comunicación si no salen entre las más sostenibles, las más innovadoras o las mejores donde trabajar. Y en muchos países se montan trifulcas políticas cuando esos escalafones internacionales los dejan en mal lugar en materias como educación, innovación, sanidad, bienestar… Suelen ser un gran argumento para la oposición y un indicador relativamente fiable, incluso engañoso, cuando se está en el poder.

La gran ventaja para unos y otros es que hay tantos rankings publicados por ahí, que difícil será no encontrar uno que nos convenga. Que nos ponga entre los cinco primeros cuando aquel otro, que iba de lo mismo, nos ponía el 37. Cada contrincante esgrimirá el suyo y el directivo procurará enseñar a sus jefes la foto en la que salgan favorecidos, procurando obviar esa otra en la que salen hechos unos monstruos. Y si sólo tenemos un ranking de referencia pero con muchos parámetros, se hará lo posible por buscar, entre sus muchas medias verdades, aquella que suene acaso algo mejor.

Porque esa es otra. Por su subjetividad, cuando no arbitrariedad, la mayoría de esos rankings suelen ofrecer una visión parcial y a veces sesgada. O necesitan una lectura más detallada, y no sólo la que hacemos rápidamente y en vertical del 1 hacia abajo. Nos preocupamos por el ordinal más que por el contenido. Por ejemplo, cuando hablamos de ciencia e innovación, solemos decir que España, siendo la decimocuarta economía del mundo, debería ocupar mejores puestos que el 25 en inversión en I+D, el 29 en el Índice Mundial de la Innovación o el 32 en número de investigadores por millón de habitantes. Y es cierto. Pero, realmente, ¿estaríamos mucho mejor si escalásemos dos o tres puestos en cada una de esas clasificaciones? Quizás, más que mejorar puestos, podríamos centrarnos en medir y mejorar el verdadero efecto de la ciencia y la innovación, que no es otro que su transferencia a la sociedad. Y si hablamos de educación, todos los informes internacionales apuntan a Corea del Sur como un líder mundial. Pero, si lo estudiamos y nos informamos bien, ¿nos gustaría de verdad en España un sistema educativo hiper competitivo y casi militar como el coreano?

Nos hemos referido al ranking Shanghái, erigido en referente absoluto de la calidad universitaria. Cada verano, al publicarse, asistimos a titulares entre frustrados y escandalizados que informan de que España sólo presenta una universidad, la de Barcelona, entre las 200 primeras. No es un gran resultado, ciertamente. Pero si miramos las primeras -Harvard, Stanford, MIT, Cambridge, Berkeley, Princeton, Oxford…- y seguimos bajando, nos encontramos emblemáticas macro universidades, todas ellas privadas, elitistas, carísimas y accesibles para muy pocos. En cambio, 39 universidades públicas españolas figuran entre las 1.000 primeras del mundo, algo de lo que pueden presumir pocos países, si bien Suecia o Países Bajos sí tienen varios campus públicos en el top 100. Así que estaremos mejor o peor, según. Pero la conclusión es que esta, como otras listas, tienen muchas lecturas, y no debemos quedarnos con la primera o la que nos quieran mostrar.

En efecto, a veces no es como mirarse la tabla de goleadores de la Liga. Lo que pasa es que nos gusta lo fácil, lo inmediato y lo absoluto. Es lo que buscan los titulares, pero es lo que pide mucha gente que no tiene tiempo ni ganas de leer e indagar más. Y quienes pretenden instrumentalizarlo en cualquier sentido, tampoco necesitan demasiada profundidad. Los rankings dan mucho de sí para todo esto. Son noticiosos, regalan flores y también levantan ampollas. Por eso tenemos tantos, hasta abrumarnos, y seguirán apareciendo, de cualquier cosa. Sería de sugerir, quizás, tomarnos en serio unos pocos contados, en función de lo que nos interese, y eso sí, leerlos bien. Y los demás, mirarlos por pura distracción.

Y ya nos enteraremos del iluminado que inventó todo esto…

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s