Yo no caía en la cuenta, pero cuando iba a visitarte te llamaba la atención que casi siempre iba vestido de negro, y me lo decías. El niño de 12 años que llegó por primera vez a Asturias llevaba un jersey verde muy cursi y creía que iba a avistar y casi rozar al vuelo águilas reales, que probablemente por allí no existían; en cambio, le avisaron de que andaban osos cerca, hasta le enseñaron huellas recientes, posiblemente aquello sí fuera verdad.
“Aquí me ves, esperando…”, me dijiste hace 20 años cuando te encontré apostado, todavía enérgico y tronante, a la puerta de aquel bar acabado e inmundo. Era una visita largamente prometida, cumplida a traición, y sería la primera de las que me comprometí a hacerte cada año. La última despedida fue en La Paloma. Tomaste apresurado un taxi porque decías que te esperaban y que era tu obligación. Ni yo creo que te esperaran realmente ni presumí entonces que iba a ser la última.
“Si ni siquiera se acuerda de que fuiste a verla ayer”, te diría alguna vez. Pero después me contaron que, durante los siguientes años, invariablemente fue cada día a esperarte a la puerta del ascensor. Decía que la habías abandonado, que te habías marchado con otra… pero todas las tardes, a la hora que su difuso entender le indicaba, y no fallaba, movía su silla de ruedas hasta el punto donde iba a encontrarse contigo. Tan triste a esperarte en vano otro y otro día más. No le habían contado, decidieron que para qué…
Me pediste que la próxima vez te avisara, y así hice. Me pareció que para ti era importante venir a buscarme a la estación. Yo nunca te dije que para mí era un lujo el recibimiento, que me acompañaras a dejar las cosas en el hotel y justo al lado atizarnos un buen bacalao. Y empezó a no ser buena noticia cuando ya tuve yo que subir solo la cuesta para encontrarte. Mientras nos contábamos la vida, escuchaba la tuya y pugnábamos de reojo por pagar la caña y el vino cosechero, todo fluía y la vida parecía desenfadarse. Pero ya sabía cómo te iba a cambiar la cara en el trance de subir a la casa de torturas y, sobre todo, al bajar. “Así de zumbado bajo por aquí todas las tardes”, decías, y a mí no me extrañaba nada.
Te gustaba la calle Uría y la alegría de la ciudad. Pero decías, y me decían, que Oviedo no había sido siempre así. Vagamente recordaba haberla visto sucia y gris, pero a esta que ya visitaba cada año le habían sacado brillo a cada piedra, con todas las que tiene. De visitas anteriores, recordaba la gracia que me hicieron los chorros de la Plaza de América en cierto episodio de mi vida, y ahora esa fuente no era más que un trámite en el trayecto que unía la ciudad risueña con la más recia, a veces amenazante. A la derecha según subía, el Naranco, cuántas veces le pedí volver al año que viene y al otro si pudiera ser. Todo era mejor siempre cuesta abajo.
Tengo que admitir que llegué tarde, pero al menos los primeros años de esos últimos sí hicimos juntos esas calles lustrosas. Por el Campo de San Francisco, que no parque, recordabas cuánto le gustaba al tío Eduardo pasear por allí. Y a mí también me empezó a prestar esa pacífica humedad, sedante y reparadora cuando se empapaba la tarde y las siluetas se difuminaban en el orbayo. Se convirtió en un deber pararme ante la fabulosa secoya roja. Y no dejé de hacerlo, furtivamente, aquella última noche que me hiciste venir. Creía que no iba a encontrarla, pero allí estaba solemne, impasible sólo en apariencia, porque no dudo que no.
Ya no eran los tiempos del hotel La Gruta, por el que tantas correrías y fechorías debieron armarse cuando os juntabais. O me pillaron demasiado pequeño o llegué justo después de la fiesta. O, simplemente, ya no había con quién juntarse. Contabas todo aquello con emoción sincera, pero no era difícil notar que lo contabas con infinita pena. La vida pesaba y toda junta empezaba a ser una losa. Pero, al menos, había que saber llevarla con dignidad. Caminando despacio, pero llegando a los sitios. Dejaste tus obligaciones para venir a Madrid un par de días a descubrir, entre otras cosas, que tu barrio de niñez ya no era ni de niños ni tuyo.
Por la calle del Águila subía hacia la catedral aquel día de octubre, recién bajado del tren. No recordaba exactamente el camino, tan solo que era siempre hacia arriba. Pero antes tenía que llamar para al menos avisarte. Me reconociste a la primera y, viejo zorro, ni un segundo tardaste en deducir que estaba allí. No te habías olvidado de la promesa que te había hecho en el entierro del tío Nanín. Y ya pensabas que yo sí. En el bar Tebongo estarías esperando lo que fuera, padrino, pero no a mí. No sería casualidad, y no me di cuenta entonces, que casi diez años después, hoy hace otros diez, hiciera esa misma ruta sólo para alcanzar a oscuras, casi a tientas, el parque. Pero esta vez, aunque ya no esperabas nada ni a nadie, sí debías saber que iba a venir, y el que no esperaba estar ahí era yo.
Llegó un lunes y cayeron dos llamadas. Una para anunciarnos, la otra para darle un vuelco a la tarde, cargar el petate y salir para allá. Los valles asturianos apagados, las estrictas calles oscuras y vacías. El cristal del ascensor roto, y yo me convencí de que era la última huella que quisiste dejar en tu casa. Ya por la mañana, desde todo lo alto, porque en Oviedo cuanto más arriba más triste, descubrí la vista más completa y deslumbrante que nunca tuve de esa ciudad. Era la que me reservabas para mi última visita, pensé. Y tuve la sensación de que no volvería a verla a más.
Para no decepcionarte, fui vestido de negro. Como de negro me he puesto hoy.