El problema no es que haya ricos, sino que hay pobres. Fue de Olof Palme esta idea y luego muchos la han repetido e incluso hecho suya. Un empresario podrá hacerse inmensamente rico con el proyecto que en su día emprendió. Pero si ha generado riqueza para su comunidad y su país, buenos empleos, otras empresas han crecido a su alrededor y mucha gente ha disfrutado de los productos o servicios que él creó, que bien esté con su dinero y su vida. Se lo ha ganado ¿Quién desea que a esa empresa le vaya mal?
Otra cosa es el que se enriqueció a costa de los demás. Pero eso no es una empresa ni él un empresario. Es un vampiro, un especulador, un ladrón, un estafador, un parásito, un desfalcador… y sumen sustantivos en función de la “naturaleza” del negocio en cuestión.
Pero ahora estamos hablando de empresas privadas que hacen negocios lícitos y ganan o pierden, crecen o se van a la ruina. Que nadie duda que son necesarias. Como lo es el sector público. Unas buscan la rentabilidad, el otro llega adonde no puede llegar la empresa porque no va a obtener los réditos que busca. Si suministrar agua potable a todos los hogares no es rentable, no podrá hacerlo una empresa y es el Estado el que lo tiene que garantizar. Pero el Estado no tiene por qué meterse en negocios lucrativos, porque no está para ganar dinero sino para gastar lo que ingresa en servicios de bienestar para los ciudadanos: sanidad, educación, vivienda, energía, suministros básicos… Si no todos pueden ser gratuitos, al menos que puedan ser ofrecidos a precios asumibles para todos. Porque todos los necesitan. Que cada uno evalúe, en cada caso, dónde y cuánto se cumple esto.
Lo que no tiene sentido es ni un modelo económico absolutamente público -que se defendía en tiempos pasados pero hoy no defiende prácticamente nadie- ni un sistema eminentemente privado -que sí defienden muchos todavía. Para que nos hagamos una idea, en aquella Unión Soviética tenías garantizados muchos servicios, pero no te podías comprar nada muy diferente -ni un coche ni un televisor ni un vestido- de lo que tenía tu vecino, aparte de que la oferta de todo era muy reducida; y en Estados Unidos, si tienes dinero puedes comprarte lo que te dé la gana, pero la sanidad te la tienes que pagar también y después de una hospitalización te pasan la factura como si hubieras estado en un hotel. Por no hablar de los frecuentes cortes de luz programados por las compañías eléctricas -privadas, por supuesto- para que les cuadren las cuentas.
Parecen cosas tan obvias, pero es que a veces lo obvio se olvida y hay que repetirlo. Nadie en su sano juicio está en contra de las empresas ni de los empresarios. Pero si se opina o estima que alguna o alguno no está haciendo algo bien, se le puede decir. ¿Por qué iban a ser intocables? Lo mismo que se critica a los gestores del sector público -los gobiernos- cuando alguien entiende que sus decisiones o actuaciones no son correctas o no son acertadas. A estos, en última instancia, cada uno decide si retirarles el voto. A los otros, pues podemos dejar de comprar sus productos, cambiarnos a la competencia y, por supuesto, ponerlos a parir.
Muchos opinamos estos días que la decisión de la empresa española Ferrovial de cambiar su domicilio fiscal a los Países Bajos será legal, pero no es decente. Y que más allá de los milloncejos que se ahorre la compañía presidida y poseída en un 20% por el tercer hombre más rico de España, miembro a su vez de la familia más rica del país, entendemos que una decisión así expresa desfachatez, desagradecimiento, deslealtad y, ante todo, infinito egoísmo. Podemos opinarlo, ¿no es así? Y lo puede opinar el presidente del Gobierno y un ciudadano del barrio de Retiro. Pues bien, el caso es que inmediatamente han salido, con toda diligencia, quienes nos instan a dejar de denostar a los empresarios, que ellos son los que tiran del país y que sin ellos no seríamos ni haríamos nada. Así que, un respeto y a callar.
Pues no, no nos vamos a callar. Como cuando hacen otras fechorías. Ya no nos acordamos de cuando la cúpula directiva de Caixabank se triplicó el sueldo mientras cerraban sucursales y echaban a la calle a 7.000 empleados. O cuando el presidente de Iberdrola nos llamó tontos a los españoles que le pagamos el abultado recibo de la luz que, entre otras cosas, le ha permitido obtener unos resultados récord en 2022. Y les digo otra cosa: suerte tienen de vivir en España, tan mansos que somos, porque a lo mejor, en otro país, actuaciones como estas y la de ahora del señor del Pino Calvo-Sotelo hubieran sido su tumba profesional y reputacional.
Cierto también que es posible que no siempre atinemos. A lo mejor, la ministra de Derechos Sociales ha podido equivocar el tiro al dirigir sus dardos justamente contra el presidente de Mercadona. Podría haber elegido a otros, la verdad, con mucho más motivo, incluso de su mismo sector, y la gente lo entendería mucho mejor. Pero a los empresarios en general, lo mismo que se les elogia cuando aciertan y tienen éxito, se les puede cantar las cuarenta cuando meten la pata. Y, sobre todo, cuando nos parece que no son honestos.
Más hoy, que además nos dicen que la rendición de cuentas ha cambiado. Si, hablamos de la traída y llevada sostenibilidad. Se subraya que el éxito de una compañía ya no puede medirse exclusivamente por sus resultados económicos, sus ventas, su imagen de marca… que todo esto ya no sirve si además esas empresas no observan un compromiso de actuación impecable con su comunidad y su entorno, con las personas y con una forma ética de proceder. Son los criterios ESG (Entorno, Social y Gobernanza, de sus siglas en inglés), que si antes se contemplaban más por cuestión de imagen que por otra cosa, ahora son de obligado cumplimiento. Se supone que lo exigen desde los clientes hasta los inversores, pasando por los propios empleados, pero también la legislación, con normas y directivas europeas cada vez más exhaustivas.
Obviamente, las webs y las memorias corporativas de todas estas empresas -las mencionadas y otras muchas, sin duda todas las del IBEX– dedican profusa literatura a sus actuaciones y políticas en materia de sostenibilidad. Cuentan no ya con departamentos específicos, sino que aseguran extender esa filosofía de forma transversal a lo largo y ancho de sus organizaciones. Y obtienen brillantes titulares en los medios sobre sus avances, sus proyectos e inversiones en la materia. Todo este despliegue permite a estas compañías ser visibilizadas como adalides de la preservación ambiental, la igualdad, la inclusión, la transparencia… en definitiva, como empresas solidarias por encima de todo. Y ya vemos, a la hora de la verdad, lo solidarios que son algunos de estos. Más que rendir cuentas, siguen haciendo cuentas.
Volviendo al inicio, no es ningún problema que las empresas, los empresarios y sus directivos ganen mucho dinero y que además cuiden su reputación. Todo lo contrario, y para eso están. Pero ellos también tienen que ganárselo. De acuerdo con que al que invierta y arriesgue se le den facilidades, con que la innovación se fomente y se premie, con que el Estado les preste su colaboración, por ejemplo, a la hora de formar conjuntamente a los profesionales a los que van a necesitar. Pero ellos también tienen que cumplir con su parte. Cuando tienen problemas, piden ayuda, puede tener sentido que se les ayude y, de hecho, así ha sido, recuérdese durante la pandemia. Alguna vez también se les podrá pedir ayuda a ellos sin que les entre urticaria o monten un escándalo apoyados en sus altavoces mediáticos. Porque no pueden ganar ellos siempre y perder siempre los mismos. Y estar ellos a las buenas; y a las malas, los demás. Es en éstas cuando se ve quiénes son los verdaderos empresarios y quiénes los usureros. A esos no los necesitamos, se pongan como se pongan. Y lo que digo no es nada comunista, aunque habrá quien me lo llame.
Y en fin, qué mejor país que uno donde funcionen grandes empresas que hagan potentes inversiones y generen mucho empleo de calidad, con sueldos razonables que permitan a la gente vivir bien y gastar, de manera que hagan aflorar muchos y nuevos negocios. A su vez, que los impuestos que equitativamente paguen unos y otros, trabajadores y empresarios, en función de sus diferentes ingresos, sirvan para garantizar a toda la sociedad los servicios imprescindibles para el bienestar y, si sobra, para multiplicar la oferta pública con otros servicios que además nos alegren la vida. Quien no los necesite y pueda pagarse su médico, su palacio y un avión privado, que los disfrute, porque no le faltará. ¿A cuántos nos gustaría vivir en ese país?
Sí, seguramente muchos estaríamos de acuerdo. Pero a la hora de la verdad, siempre hay unos que rompen la baraja y se levantan de la mesa. Y suelen ser, invariablemente, los mismos.
En los países más civilizados se va imponiendo algo parecido a la responsabilidad social de las grandes corporaciones. Ellas obtienen grandes beneficios, tienen que tributar al menos como los demás y demostrar que son solidarios con los ciudadanos que pagan las infraestructuras que a ellas les proporcionan su riqueza. No vale guardar el dinero y salir corriendo y menos cuando el dinero casi siempre lo han hecho con proyectos públicos. Y aún menos, sobre todo en este caso, vale decir que se lo ha merecido cuando heredó una fortuna y es alguien privilegiado desde la cuna.