Avaros del mundo unidos

Nunca hará falta decir “avaros del mundo, uníos” porque ya lo están. Bien conectados por todas las esquinas del mundo, que aunque sea redondo para ellos las tiene, y atentos para defenderse unos a otros. Mejor dicho, para defender su causa, que no es otra que el dinerito y el poder que les da.

Y también están unidos por el tiempo. La condición de avaro, la usura, la miserabilidad, son tan antiguos como la vida misma. Debieron nacer el primer día que uno se sintió poseedor de algo, otro no lo tenía, y el que poseía, en vez de compartir, se afanó en tener más para marcar más diferencia. Molière describió al personaje en el siglo XVII como había evolucionado hasta entonces, y hoy no ha cambiado tanto, más allá de que algunos de los escenarios en los que se manifiestan su arte y su pericia podrán ser diferentes, otros permanecen como eran, los préstamos siempre han sido préstamos y los desahucios se llamarían de otra manera. Sí hay una diferencia muy sensible: si entonces eran avaros locales, aunque ya empezaban a internacionalizarse, hoy tenemos grandes avaros globales.

Su lógica tampoco ha cambiado tanto. La de Don Harpagón era que darle una moneda a un pobre era mala estrategia, porque si mañana se la das a otro y así sucesivamente, al final tú te vuelves pobre y esos pobres tampoco dejarán de serlo. Porque tiene que haber dos clases de hombres, no una sola, y todos ricos no es viable. Los de ahora nos dicen que subir el salario mínimo generará más desempleo, que subir las pensiones es insostenible para la economía, que las ayudas y subvenciones son “paguitas” para asegurarse votos cautivos. Ah, pero no nos lo dicen ellos. Mandan decirlo y otros obedecen diligentemente.

Porque los avaros no están solos. El de antes tenía su red de sirvientes y aduladores, a los que maltrataba y mal pagaba igual -si los pagaba-, pero éstos al final preferían seguir en su cuerda porque fuera hacía mucho frío, y estar de lado del que tenía el dinero era su única esperanza de quizás, algún día, obtener algo. Hoy, además, los grandes potentados se apoyan en un gran entramado influyente, gracias a los que consiguen ingentes e incondicionales apoyos de grandes sectores de la ciudadanía. Que los defienden a capa y espada a pesar de no haber obtenido en su vida una miserable propina de ellos. Que se dejarían la piel por quien ni conoce su cara ni se sabe su nombre. Porque piensan que, por miserables que se sepan que sean, nunca serán peores que toda esa otra chusma a la que ellos ni se quieren parecer. Aunque muchos en realidad vengan de ella.

Si, la reputación es muy importante. Para don Harpagón, el buen nombre, la discreción, que se supiera lo justo sobre sus riquezas y nada sobre el modo de obtenerlas. Para los de hoy es lo mismo, pero se reviste de otros conceptos, léase imagen corporativa, solvencia empresarial, liderazgo responsable, reconocimiento de un innegociable compromiso con el buen gobierno, la transparencia y la sostenibilidad… Y claro que lo consiguen. Total, no hay más que pagarlo y pueden. Si me afean ser tan directo, me referiré a patrocinar, auspiciar, financiar, en definitiva, establecer “marcos de colaboración” en los que de cara a la galería todos ganan, la sociedad gana, pero en realidad se están llevando ahora la parte del león y después, que no se olvide, la otra.

Lo que a aquel avaro de entonces podía perderle era el ego, ese seductor amigo pero traidor, que le llevaba a cometer un error fatal y tirarlo todo por la borda, empezando por la reputación y después lo demás. O que un buen día su corte se le sublevara, ya se sabe que en tiempos los deudores se ponían de acuerdo para cargarse al acreedor y se acabó la deuda. Pero ya no. Porque aprendieron de aquello. Ahora están bien sindicados, conectados y organizados. Podrá equivocarse uno, meterse en un buen lío; o podrán quitarlo del mapa, arruinarlo, meterlo en la cárcel. Pero el sistema no se resiente, permanece indeleble, implacable y a velocidad de crucero. Y no se engañen, o que no nos desvíen la atención: ese que hemos sabido ahora que gana 400.000 al año no es el avaro, vaya minucia, es una de las pilastras que ayudan a sustentar una de las naves laterales de la gran catedral de los avaros de verdad.

El caso, ya digo, es que esta partida se empezó a perder el primer de la historia y así seguirá. Por mucho que haya avanzado la humanidad, por mucho que hayamos descubierto e inventado, por muchos derechos y garantías que hayamos conseguido, ellos nunca se han movido, su presencia y poder no se han debilitado. Siguen ahí, más fuertes y además unidos. “Que nos devuelvan lo robado, que lo devuelvan los avaros”, nos quedará cantar y jalear, al menos sin que nos muelan a palos… pero poco más.

En fin, viene toda esta reflexión a cuento de que ayer fui invitado -sin presencia del invitador, eso hay que decirlo- a ver la original adaptación de “El Avaro” que hace la compañía Atalaya, en su segundo día en cartel en el Teatro Fernán Gómez. Una versión actualizada, renovada y coral del clásico de Molière, bajo la dirección y adaptación de Ricardo Iniesta e interpretada por: Carmen Gallardo (en el papel principal de don Harpagón), Silvia Garzón, Raúl Vera, Paula Martínez (que sustituía a María Sanz), Lidia Mauduit, Garazi Aldasoro, Enmanuel García y Selu Fernández. Más todo el equipo artístico, técnico y de producción que viene detallado aquí y sin el que, naturalmente, no hubiera sido posible.

Después de una hora y tres cuartos, me di cuenta de que ni había mirado el reloj. Creo que no es poco lo que digo. Ciertamente, hubiera sido bastante mezquino hacerlo. Sólo está en Madrid hasta el 19 de febrero. Si pueden, no se la pierdan. Por cierto, el Fernán Gómez es un teatro público, municipal, y no he encontrado por ningún lado que el espacio, alguna de sus salas o algún evento esté patrocinado por una entidad bancaria. Pero sigo sin descartarlo. Al fin y al cabo, no nos engañemos, no era muy diferente en tiempos de Molière, Lope o Calderón.

Entonces, a la salida de la función, paré a tomarme una cerveza en un bar de la calle Jorge Juan. Y pese a la prometedora apariencia del local, resolví que era en verdad una taberna bastante avara. A lo mejor fue ahí donde se me empezó a ocurrir algo de todo esto. O ya lo traía de atrás, y se desencadenó.

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