1982, tal como éramos

A lo mejor no hemos cambiado tanto. En 1982 entré en la Universidad y el 28 de octubre voté por primera vez. Había cumplido los dieciocho en Florencia, había tenido mi primer verano digamos que “azul”. Ya era muy pro Beatles, pero por entonces andaba enganchado con los New Romantic, que pronto iniciarían su retirada. Me había encantado y desencantado con el Mundial’82 y ese año fue el de la retirada de hecho, aún no oficial, de mi gran ídolo de entonces, Björn Borg. Ya había empezado tímidamente a escribir y sobre todo a dejarme leer, juntaba letras en cuartillas que luego pasaba lentamente a máquina. Aún no había leído la mejor novela ni el mejor libro de mi vida.

Pero sí hemos cambiado en España. Los políticos de entonces se lo decían todo muy clarito, sin tapujos ni ambigüedades calculadas, para que lo entendiera el de enfrente y para que lo entendiera la gente, pero siempre con la máxima corrección. Podías hablar de política casi con cualquiera, en el taxi, con los compañeros de clase y los profesores, con la familia. Esos políticos, de izquierdas, de derechas y de centro, discutían acalorada, apasionadamente, pero luego se sentaban a negociar o a comer, algunos hasta se iban de copas. Acababan de ponerse de acuerdo para sacar adelante una constitución. Entonces, los demás, ¿cómo no nos íbamos a llevar bien aunque a veces nos peleáramos? ¿Acaso no era eso la democracia?

Algunas cosas han cambiado poco. Si lo miramos, el espectro político no difería tanto. El PSOE conquistó una mayoría abrumadora más que absoluta en esas elecciones históricas, con 202 diputados, y como principal partido de la oposición ya se erigía Alianza Popular, ya saben, el PP de hoy. El gran centro cogido con alfileres que había gobernado y liderado la transición se desmoronó, como otros centros más pequeños han surgido y se han desintegrado después. A la izquierda del todo estaba el Partido Comunista, con todas sus letras, que sufrió un duro varapalo por el tsunami socialista y emprendió el camino errático, cambios de nombre y siglas incluidos, que sólo en 2015 pareció abandonar y ahora parece verse abocado otra vez. Los nacionalistas vascos y catalanes haciendo bisagra, pues como ahora. Y los nostálgicos recalcitrantes y fieles al anterior régimen se quedaron sin representación parlamentaria. Eso sí ha cambiado un poco.

Y han cambiado las personas. Manuel Fraga Iribarne venía del franquismo y era muy de derechas y muy temperamental, pero como decían, “le cabía el Estado en la cabeza” y había principios que nunca estaría dispuesto a traicionar. Felipe González venía del marxismo, pero lo había aparcado, como todas las socialdemocracias y eurocomunismos de entonces, y supo cuándo debía anteponer el pragmatismo a la ideología, el ejemplo más notorio cuando dio el cambiazo con lo de laOTAN. Santiago Carrillo venía de la guerra, como Gutiérrez Mellado en el otro bando, y no se oyó por entonces que les llamaran asesinos a uno ni al otro. Adolfo Suárez iniciaba su declive político al tiempo que, en inversa proporción, crecía el respeto y reconocimiento hacia su figura. El malo malísimo del primer gobierno socialista era Alfonso Guerra, agudo y viperino, a él iban todos los dardos de los adversarios políticos y mediáticos, y hoy produce algo de pasmo -expresión muy suya- cómo le venera buena parte de la derecha y le ningunea gran parte de la izquierda.

Los medios de comunicación han cambiado relativamente. El País ya estaba básicamente donde está hoy, aunque quizás no así su Consejo de Administración. El ABC acometió en ese momento un exitoso giro estratégico para convertirse en el diario conservador por excelencia, aprovechando el vacío que dejaban los medios que habían sido más afines al franquismo. Hoy sigue en ese sitio, lo que pasa es que ya no es la cabecera referente de la derecha. Ese lugar lo comparte ahora con La Razón, que nació básicamente de disidentes de aquel ABC de Luis María Anson, incluido el propio Anson; y El Mundo, fundado por Pedro J. Ramírez con gran parte de su equipo en Diario 16, que curiosamente, por aquel tiempo era el periódico más alineado con el PSOE y después empezó a virar. Prensa aparte, había una sola televisión, cuyo primer polémico director con el nuevo Gobierno fue el padre de la actual ministra de Asuntos Económicos. Y lo que sí había era una abundante, magnífica, palpitante y emocionante radio. Que, esa sí, en gran medida ahí sigue, nadie ha podido con ella.

Lo que sí ha cambiado es el periodismo político. Fue el tiempo de los grandes comentaristas, en radio y prensa. Pero fue, sobre todo, el del gran columnismo. De derechas o de izquierdas, del Opus o ácratas, trabajando para el ABC o para Diario 16, Pilar Urbano, Pedro Rodríguez o José Luis Gutiérrez no daban opinión. Hilaban información recogida de primerísima mano -porque ellos hablaban a diario con sus fuentes, que no eran otra que los mismos políticos- y dejaban, al puro estilo norteamericano, vibrantes crónicas que revelaban por dónde iban los tiros o qué iba a pasar días o semanas después. El género iría decayendo a medida que los partidos fueron cortando el suministro de esas fuentes, y por ejemplo, fue Alfonso Guerra el que prohibió terminantemente a sus cuadros hablar con el Guti, como habían hecho indefectiblemente y todos los días los barones, cabecillas, delfines y pingüinos de la UCD. Entre los opinadores, también los había de todos los estilos y colores, de Emilio Romero a Manuel Vicent, pero leías a Jaime Campmany cuando le atizaba de lo lindo a alguno de los de a su izquierda -que, en fin, eran casi todos- y no podías dejar de partirte de la risa. Sí, hasta a los que estaban en las antípodas ideológicas de unos y de otros gustaba leerlos y escucharlos. Ahí lo dejo…

No ha cambiado mucho el mundo, si lo miramos. Teníamos amenazas, aquí el terrorismo de ETA por encima de todas, que también ese año dejó sus marcas sangrientas, y aún poníamos el oído por si volvían a oírse ruidos de sables -aunque el presidente saliente, Leopoldo Calvo-Sotelo, admitiría años después que él había escuchado más el de los tenedores de los que querían llevarse su “pincho” de aquella UCD en descomposición. Vivíamos todavía en estado de Guerra Fría, la OTAN era una organización activa e influyente como justo hasta este año no había vuelto a serlo. Teníamos guerras calientes, Las Malvinas, Irán-Irak, civiles en el Líbano o Guatemala, la endémica tensión en Oriente Medio…  Tiranos los había en sur y centro América, en África, Asia… y ahí seguía el Telón de Acero. Se salía a duras penas de una crisis energética -la del petróleo-, que había rasgado las economías mundiales, en España teníamos un paro galopante y la gran promesa electoral de Felipe González fueron 800.000 puestos de trabajo. Con el tiempo se crearían muchos más, porque a finales de la década el mundo, y con él España, entró en una dinámica de crecimiento, entonces irrumpiría la llamada cultura del pelotazo. Y el mundo -y con él España- fue encadenando pliegues y repliegues hasta el gran cataclismo de 2008 del que aún ni nos hemos levantado ni nos dejan. Pero, así a vista de pájaro con la vista cansada, no parece aquel un panorama tan distinto.

Pero España sí ha cambiado. “No la va a conocer ni la madre que la parió”, aseguró el ya vicepresidente Guerra. Éramos un país ilusionado pero ingenuo. Quería avanzar, pero todavía arrastraba miedos, estigmas y tabúes. Eran los primeros pasos tímidos, temerosos, de ese al que le han dicho que ya puede echar a correr. Con el Mundial de fútbol retransmitido a todo el mundo, habíamos pretendido dar una imagen de color y modernidad, pero es verdad que algún ramalazo cañí profundo todavía se nos escapó. Diez años después, con los Juegos Olímpicos, ya demostramos que habíamos recorrido ese camino. O al menos, gran parte de él. En realidad, hay caminos que nunca se terminan de recorrer. Lo malo sería lo contrario.

Es verdad que no ha cambiado la Constitución, entonces flamante y acorde con su tiempo en la medida de lo que podía. Pero esos tiempos han cambiado, muchas realidades hoy son completamente diferentes, empezando por la propia sociedad que se supone debe ser amparada por ella. Y en 44 años no hemos sido capaces ni de ponerle un remiendo. El gran problema es que aquellos que urdieron, cosieron y remataron aquel gran pacto ya no están. Y no tenemos ni la esperanza de esperarlos.

Porque después han pasado muchas cosas. Mientras los ganadores celebraban en el Palace, la recién estrenada oposición dijo entonces, creo que en voz de Jorge Vestrynge, que tenía algo así como 100 personas listas para ocupar la Administración en cuestión de semanas, en cuanto “estos chicos” -como se les llamaba al principio- hubieran demostrado su manifiesta incapacidad para hacerse con las riendas del Estado. Estuvieron en el poder casi 14 años. Que terminaron haciéndosele largos a Felipe y también se nos hicieron largos a muchos españoles. Luego vino lo que vino, lo que tuvimos, lo que tenemos, lo que hemos pasado y dónde estamos hoy. Es verdad que la perspectiva a veces distorsiona la visión del paisaje, y no digamos los ruidos y los humos. Pero también es cierto que, si intentamos recordar aquella España de hace 40 años y miramos esta, en muchas cosas no la reconocemos aunque la hayamos parido. En otras, sí. Por ejemplo, a los españoles nos gustaba y nos sigue gustando vivir. Esto, todavía no nos lo ha quitado nadie.

“Por el cambio” fue el lema con el que el PSOE consiguió aquella histórica victoria en las elecciones generales de 1982. Cuarenta años después, seguramente ni ese partido ni sus votantes ni tampoco los votantes de otros partidos más los que no votan a ninguno, vivimos ni naturalmente expresamos aquella ilusión. Puede ser madurez o puede ser que estamos cansados. Pero sí podría animarnos pensar que, al menos aquella vez, un lema de campaña electoral -generalmente tan huecos e insignificantes- sí tuvo su sentido y cumplió algo de lo que prometía. A lo mejor no ya porque lo dijeran ellos y luego ganaran, sino porque en realidad todos teníamos ganas de cambiar. Y puede que algo de ese espíritu nos haga falta ahora.

De momento, nos queda recordar cómo éramos en 1982 los que éramos. Por lo demás, seguiré esperando no haber escrito ni leído aún el libro de mi vida.

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