Es el título de una película y podría serlo de una canción -de hecho, es posible que lo sea y no la conozco. Pero ahora es otra cosa. Dicen que es lo que vamos a vivir o estamos ya viviendo. Después de dos veranos que no habían sido para nada normales, ahora por fin parece que podemos volver por donde y, sobre todo, como solíamos. Entonces vienen a avisarnos de que sí, tendremos verano, pero será el último.
Esta letanía que nos traen con el último verano se debe a la previsión del reconocido y mediático economista Santiago Niño. Bajo esta sugerente pero alarmante expresión, ha vaticinado lo que nos vendrá en otoño, con la inflación, la prima de riesgo, la crisis energética, los costes de los suministros… Y aunque sea compresible que ahora nos entreguemos desatados a los bares, las playas y las compras, nos recomienda andarnos con cuidado, porque luego puede ser peor. Teniendo en cuenta que fue de los pocos que anticipó la crisis y posterior recesión de 2008, no es para no tenerle en cuenta. Más bien, esperar que esta vez no acierte.
Lo que pasa es que luego vienen los que lo saben todo, esto es, los ventajistas. Los que no se basan en el análisis crítico de los hechos sino en amoldar lo que les llega de oídas y aprovecharlo para colocar sus mensajes. Dijo Churchill que el problema de su época era que los hombres no querían ser útiles sino importantes (la cita la ha dado El Mundo esta semana, seguramente elegida con su consabida intención política, pero a mí me viene al pelo en este caso). Bien, no sé lo que diría el célebre político británico de esta época de notorios políticos británicos. Lo que está claro es que el fenómeno se ha multiplicado en todo el mundo, aparte de que ya no son sólo hombres -e imaginamos que entonces, tampoco.
Sí, “el último verano” es un perfecto hilo conductor para discursos pegadizos. Y los más son los que nos hablan de malos augurios y catástrofes, “tremenda crisis”, “dolorosísima recesión”… Como ya se ha demostrado lo rentable que resulta meter miedo al personal, poco han tardado los “importantes” de nuestro tiempo en salir a dejar su impronta. Poco les importa el efecto paralizante que estas soflamas producen en grandes sectores de la población, el perjuicio psicológico y económico que causan. La pandemia fue lo que fue y ahí está lo que dejó y deja todavía. Pero el pandemonio generado alrededor multiplicó el daño de muchos al tiempo que sirvió para engrosar los beneficios de otros. Ahora que parece que levantamos cabeza, hay que bajárnosla otra vez. Si no tienen algo palpable con lo que amenazar, lo buscarán o lo crearán.
Claro, no podemos negar la realidad que vivimos. La situación económica y las perspectivas son las que son, y no para echar cohetes. Ya sabemos que cualquier crisis -bélica, pandémica y siempre económica- tiene una gran mayoría de perdedores, pero también grandes ganadores, y muchas veces hasta sus patrocinadores. Ha sobrevenido una guerra tras la pandemia, pero entre medias, un elenco de compañías -sí, energéticas- se han percatado del ahorro que habían acumulado muchas familias por la imposibilidad de gastarlo, y han corrido a afanárselo antes de que lleguen otros. Dentro de 20 años se lo dirán y les impondrán multas, como ahora a las constructoras. Mientras tanto, Europa ha hecho un dispendio sin precedentes para ayudar a la recuperación de los países, pero ya se está viendo que esos ingentes fondos, que iban a ser destinados a unas cosas, pasan a ser recolocados para cubrir otras “prioridades” que surgen insospechadamente. Los que ven el dinero de lejos, antes que nadie porque vuelan más alto que nadie, no dudan en volar a por él.
Es lo que tenemos y no parece que tenga remedio, una vez más. Pero no podemos vivir constantemente aterrados. No es lo mismo guardar prudencia que ser timoratos, lo sensato que lo aprensivo. Ya que no nos rebelamos -en Francia y en Portugal salen a la calle, aquí mascullamos ante el televisor-, al menos no hagamos siempre caso a los más agoreros. Si nos aseguran esos “importantes” que a partir de septiembre de se va a hacer de noche y los días, como en Suecia, van a ser cada día más y más negros, abramos la ventana o, mejor, salgamos a la calle para comprobar que algo de sol sigue haciendo. Si lo que vemos con nuestros ojos no siempre coincide con lo que proclama el editorial del periódico que leemos o el opinador al que seguimos, hagámonos también un poco de caso a nosotros mismos.
Lo que sí comparto, sea o no sea, es que hay que intentar siempre vivir no ya cada verano, sino cada invierno y cada día, como si fuera el último. Eso sí. Y si tenemos la suerte de que haya un siguiente, lo mismo. Yo ya me he sacado mis billetes, los primeros de avión en tres años, y es verdad que me han costado el doble -los mismos- que entonces. Pero no me he echado para atrás. Cuando vuelva, espero que todavía me quede verano. Cuando se termine, haré por sobrellevar ese otoño calamitoso que nos deparan lo hados, seguro que algún día bueno se quedará. Y el próximo verano, a saber quiénes y dónde estaremos… Pero habrá.
Y parafraseando el título de otra película, nosotros sí sabremos lo que hicimos el último verano, aunque otros nos lo pretendan explicar.