El efecto al poder

Efecto significa muchas cosas, no hay más que atenerse a las definiciones que da la RAE. Puede ser la consecuencia de algo, pero también una alteración del ánimo o la percepción. El fin u objetivo de una acción, el movimiento inesperado y desconcertante de una pelota, un truco para provocar una ilusión o simplemente un artículo en comercio, un documento mercantil, un bien personal… y qué decir de los efectos especiales, del efecto búmeran, el efecto invernadero o ese efecto del que ahora tanto se habla en Madrid y aspira a impregnar en toda España, que no es obtuso ni difuso, hasta a saber si será infuso.

Bien, pues en comunicación caben casi todas estas definiciones y acepciones del término. Y si hablamos de comunicación política, están en auge.

Ciertamente, la comunicación pretende ser la causa de un efecto. Se persigue una reacción en un público, para que compren un producto, para que adopten determinada opinión o estado de ánimo o simplemente para que hablen bien de ti. También, a veces, busca un impacto emocional, tocar la fibra sensible, con esos mismos objetivos. Y crear ilusiones, provocar sensaciones que bien pueden desviar la atención sobre determinados hechos o bien instalar percepciones deseadas, aunque no se correspondan exactamente con la realidad. “Ponga usted las fotos que ya pondré yo la guerra”, que dijera William Randolph Hearst. Y sí, los efectos especiales se usan profusamente, con mejor o peor arte, con noble o abyecta intención. En cuanto al público, puede ser la sociedad en su conjunto, un colectivo o una sola persona, un político, empresario o determinado personaje al que se hace destinatario del mensaje. Claro, para que le haga efecto.

También las estrategias de comunicación pueden describir parábolas inesperadas. Pero en este caso no se debe a leyes físicas, que son las que explican el hecho de “darle efecto” al balón o a la bola. Esos cambios de dirección pueden responder a nuevas prioridades o a la necesidad de generar un impacto que deje aturdida a la audiencia, teniendo en cuenta que esa audiencia bien puede ser mismamente el rival. Sí, la comunicación, a menudo, busca “golpes de efecto”.

Nada de esto, bien utilizado, tendría por qué no ser lícito. Todos, en comunicación o en otros órdenes de la vida, buscamos hacer efecto, causar buen efecto, darle efecto a cualquier cosa. Para conseguir algo, pero también para gustar, sorprender, impresionar…  El problema es cuando la comunicación es sólo efecto en sí misma. Cuando no tiene nada detrás y se expresa exclusivamente en el gesto, la pose o la escenografía. Sí, el medio es el mensaje, pero llevada la máxima al extremo, el discurso puede ser una foto y la carrera política un álbum. “A mí me da igual lo que escribas de mí, pero que tú fotógrafo me saque bien hoy”. Entonces pasa a primer plano la séptima definición de efecto que da la RAE: “en la técnica de algunos espectáculos, truco o artificio para provocar determinadas impresiones”.

Siempre decimos que una mala comunicación puede arruinar una buena gestión, pero una mala gestión no la arregla, salva ni disfraza la mejor comunicación. Lo que pasa es que hoy, especialmente en política, se impone -y parece funcionar- la táctica de comunicar ante todo y sobre todo, no para ensalzar o salvarle la cara a la gestión, sino para hacer parecer que la hay o, mejor, para ocultar que no existe. Y hay trayectorias políticas que parece que se hagan a golpe de efecto de comunicación. Eso sí, muy bien y certeramente urdidos y ejecutados.

Con todo esto, no sé alguien pensará que quiero dar a entender que los hechos de la actualidad política nacional que nos mantienen atentos -y perplejos- estos días responden a un efecto magistral, perfectamente fabricado desde la Puerta del Sol. Calculados todos los pasos a dar, los hechos a filtrar y dónde había que filtrarlos, los tiempos bien marcados para dejar margen a la reacción del público, especialmente del enemigo, y sobre ella, en medio del ruido, el petardazo de gracia -que hasta a mí me impactó- de la artista principal, bien adiestrada por el especialista mayor. Y muy cuidadosamente elegido el momento, la semana y el día en que había de ser ejecutado el plan. ¿Que quiero decir eso? Pues en efecto.

Y respecto a ese día, me podrán interpretar que pienso que me pareció una inmensa falta de respeto y sensibilidad apretar ese botón justo en un momento en el que en España llevábamos el corazón encogido por la tragedia de Terranova y con las antenas informativas pendientes además una inminente declaración de guerra de consecuencias impredecibles. Que no les ha importado nada, más que su agenda meticulosamente organizada. Y efectivamente.

Pero es lo que se usa, sin reparo ni pudor. No sólo por parte de unos, especialistas en artificios los hay en todos los partidos y por todo el mundo, lo que pasa es que algunos son especialmente diestros y finos. Y el efecto les surte efecto. Porque tampoco se les demandan otras virtudes o habilidades, ni comunicativas ni gestoras, esa es la verdad. Así que es lo que tenemos: el efecto al poder. Y lo que nos queda… aunque a veces, también es verdad, nos divirtamos tanto.

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