El juego salve a los Juegos

Domingo, 1 de agosto. Sobre las dos y media, hora española. Un italiano y un qatarí pactan repartirse la medalla de oro de salto de altura después de un concurso memorable, se abrazan y se deshacen de emoción. Vienen entonces las medallistas del triple salto de dar la vuelta triunfal al estadio -venezolana, portuguesa y española, la primera con récord del mundo- y se unen a la fiesta de los saltadores, todo euforia y sentimientos a flor de piel. Entran en ese momento en escena los finalistas de los 100 metros lisos, el momento más eléctrico del atletismo… Te emocionas, claro, y te convences de que, si el movimiento olímpico está en decadencia, incluso en peligro, si entre unos y otros amenazan con cargárselo, los únicos que pueden salvarlo son los deportistas.

Porque momentos como ese son insustituibles. Y por fortuna, recurrentes. No hay Juegos Olímpicos que no los contengan y se queden en nuestra retina, en nuestra garganta oprimida. Son los que dan legítima razón de ser al evento deportivo más universal, de hecho, lo es por eso mismo. Por mucho que el negocio, la geopolítica, la seguridad o los acontecimientos adversos los pongan en tela de juicio, por mucho que la codicia y la soberbia los degraden y hagan cundir la desgana y el desinterés, siempre saldrán al encuentro las hazañas deportivas y, sobre todo, las proezas humanas.

Los Juegos siempre fueron de los deportistas y de los que aman el deporte, por más que otro tipo de entes e intereses pretendan apropiárselos. Y si hablamos de deportistas, hablamos de juegos y de personas. En Tokio 2020 se ha puesto más de relieve que nunca. Los Juegos más deshumanizados en su envoltorio han terminado siendo los más humanos. La competición ha brindado episodios excitantes, marcas excepcionales, finales apasionantes… Más o menos como todas, nunca fallan, en unos escenarios o en otros. Pero esta vez nos quedó muchas veces la sensación de que la medalla no era el único fin, sino un hermoso hito en el camino.

Pudo empezar todo cuando Simone Biles, la gimnasta destinada a ser la reina de los XXXII Juegos Olímpicos, dijo “hasta aquí…”. En realidad, no era la primera vez que lo decía. Aquí se lo manifestó a su entrenadora tras un salto inseguro, pero se lo dijo muy claro a todo al mundo. No todo vale para sumar una medalla, para hacer acopio de ellas y subir a los altares deportivos y nacionales. Esto no puede ir de victoria o drama. En todo partido, en toda carrera hay ganadores y perdedores, pero no se puede elevar a categoría superlativa el éxito para que todo lo demás, en contraste, parezca un fracaso absoluto. Ahora que muchos dan en ridiculizar la máxima fundacional de olimpismo, “lo importante es participar”, habrá sin embargo que recordar que un deportista que llega a disputar unos Juegos -o cualquier competición, en realidad- nunca es un fracasado. ¿Qué seríamos entonces los demás?

Y parece que todos, a partir de aquella llamada de atención, nos hicimos más conscientes. Los que competían, los que comentaban y los que lo veíamos. ¿He dicho todos? Bueno, no han faltado los que siempre tienen que dar la nota. Un caudillo de Bielorrusia que atemoriza a sus atletas, un tenista número uno que desahoga su frustración arrojando la raqueta a la grada -vacía, menos mal-, y todos esos, en España y supongo en más países, que han hecho gala de su olímpica ignorancia, afeando todo lo que no les parecía “como debe ser”, volcando su mala baba contra la baloncestista que fallaba una canasta fácil, contra el defensa que concede una ocasión de gol fatal, o proclamando a los cuatro vientos sociales que tal medalla no les representa porque quien la ganó no es… pues como ellos son. Esa suerte tiene, habrá que decir.

Luego están esos que se pasan más tiempo mirando el medallero -la posición de su país- que las propias competiciones en directo. También porque hay informadores que dedican más espacio y tiempo al recuento de preseas que al relato de lo que verdaderamente pasa en la pista, en la piscina, en el tatami… Y para los aficionados a comparar y compararse, propongo leer este artículo de Juanma López Iturriaga y yo no tengo mucho más que decir, bueno sí: que TODAS las medallas valen un potosí, no son para tirarlas ni para empeñarlas, pero cualquier puesto merece felicitación si uno dio lo mejor de sí. Por otro lado, para algunos, los Juegos de Tokio se han terminado tres días antes de la clausura, justo cuando se dio la noticia de la salida de un emblemático futbolista de su club de toda la vida. Todo lo demás pasó entonces a un segundo plano.

Pero el deporte y los deportistas han vuelto a ganar. Y tiene más mérito que nunca. Si durísimo es preparar unos Juegos -no sé cuánta gente se da cuenta de ello-, estos han tenido un plus de dificultad. La XXXII Olimpiada, la que iba de Río de Janeiro a Tokio, no ha durado cuatro sino cinco años, pero los últimos 18 meses han sido un desafío para todos los habitantes de este planeta y, obviamente, para los deportistas. Bajo la incertidumbre sobre si se competiría o no, en condiciones a veces surrealistas, entrenando en el jardín, las escaleras o por las paredes de sus casas, sometidos a cuarentenas, burbujas, pruebas continuas… y más de un disgusto, algunos incluso a última hora. Y no es que hayan dado la talla, es que se han superado. Ahí quedan los registros, pero sobre todo las enormes actuaciones que se han visto. Cada uno se quedará con lo suyo. Uno tira por ese nuevo atletismo que resurge en busca de nuevas figuras carismáticas que llenen el vacío que dejó Usain Bolt, ahí hemos visto a Yulimar Rojas y el nuevo latin power, el renacimiento italiano, la apoteosis noruega, los récords descomunales en 400 vallas masculinos y femeninos, Elaine Thompson, Sifan Hassan o el carrerón, por fin, en los 1.500 masculinos… Eso ha sido en el estadio, pero otros preferirán otros escenarios. Ha habido mucho donde elegir.

Han respondido los de todo el mundo, y entre ellos, también los nuestros. Cada uno valorará lo que le dé la gana, claro. Los que sólo cuenten las medallas no repararán, por ejemplo, en el excelente nivel exhibido por el atletismo español, más allá de que el resultado “contable” haya sido el excelso bronce de Ana Peleteiro. Los negativos irreductibles hablarán de la paliza que nos han dado en la final de waterpolo femenino, y no del enorme torneo que han hecho. De la chica de 17 años que perdió el oro en taekwondo a cuatro segundos del final -“la tonta del bote”- ante la super número uno mundial… y qué lección de clase dio la cría pidiendo perdón a toda España por no haberlo ganado… ¿y de qué tenía que pedirlo? Junto a chavales deslumbrantes, hemos tenido piragüistas y karatekas rozando la cuarentena, hasta un marchador de 51 años en su ¡octava! cita olímpica, a Craviotto ligando metal por cuartos juegos consecutivos… Habrán venido satisfacciones y decepciones, es lo que toca siempre. Pero no nos quejemos de lo que tenemos. Ah, y volviendo al debate sobre el fin y los medios: en su día se justificó el despido de Anna Tarrés como seleccionadora de la natación sincronizada, por sus formas, se decía que más que discutibles. Pero ahora se critican los malos resultados obtenidos desde entonces. ¿Qué preferimos…?

Los verdaderos triunfos son los que saben bien y te dejan buen cuerpo. En estos JJOO que ya se terminan, hemos visto jugar, correr, nadar, saltar… y llorar mucho. De sufrimiento, sin duda, pero sobre todo de alegría, de emoción, de alivio… Porque ha sido más duro, más difícil que otras veces. Siempre cuesta una barbaridad simplemente estar ahí, pero esta vez ha costado como nunca. Y todos y cada uno tienen una razón para la celebración colectiva, fraternal. Ellos, los deportistas, han salvado otra vez los Juegos. Y sólo ellos los seguirán salvando… Game save the Games, el juego salve a los Juegos.

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