El pequeño caníbal

¿Fue un Tour de Francia que duró una semana? Las piernas de los ciclistas dirán que no, que han sido tres y muy largas. El espectador exigente podrá opinar otra cosa. Pero todos estaremos de acuerdo: vaya primera semana la de este Tour. Como quizás no hayamos visto, o a lo mejor hace mucho tiempo. Y en plena orgía de ciclismo, de aquella selva emergió el nuevo tirano: Tadej Pogacar empezó la edición 2021 como acabó la de 2020 y así se ha mantenido hasta mañana, que se coronará en París por segunda vez a sus 22 años (el año pasado tuve que cambiar la crónica in extremis, pero sabía que esta vez no).

Pero empecemos por el principio. Recordará quien lo leyera que en la edición anterior hablábamos de un Tour recogidito, como si lo hubieran diseñado para preservarse de la pandemia, y eso que el recorrido se había hecho público en octubre de 2019, cuando ni atisbábamos lo que se nos iba a venir. Bien, pues digamos que el itinerario del Tour 2021 se ha asemejado, con perdón, a una desescalada por fases. Seguía sin salir de Francia -ahora, con toda lógica-, sin tocar el norte y los grandes enclaves alpinos todavía confinados. En cambio, liberaba la Bretaña y quitaba la mascarilla a la cara más feroz y bella de los Pirineos. Ya es algo…

Pero esta vez han tenido, creo, una gran idea, a lo mejor inspirada en la Vuelta a España. Desterrados aquellos prólogos contrarreloj, tal vez un sprint masivo no era la mejor manera de erigir al primer líder. Y dispusieron dos tachuelas como final de las dos primeras etapas. Así podrían verse finales interesantes, unas primeras diferencias que marcasen estrategias de carrera y, sobre todo, a los gallos ya en primera línea. Y vaya si se les vio, vaya si pasaron cosas. A la primera emergió tremendo Alaphilippe, que después se ha mostrado menos fino de lo que ese día anunció; a la segunda, la emotiva hazaña de Mathieu Van der Poel, qué grande, todo cálculo y fuerza -que difícil compaginar ambas virtudes- para conquistar el maillot amarillo que prometió dedicarle a su abuelo. El gran Poulidor nunca lo pudo vestir y, ay la vida, tampoco ha podido verlo vestido por su nieto, al menos desde una tribuna o sillón terrenal.

Otra singularidad que se mantiene, y no cambiará, porque han decidido que sea parte del espectáculo, es la ruleta rusa de las primeras jornadas. En las que normalmente no se decide quién va a ganar el Tour, pero sí quién no lo ganará. Por caída, por corte, por la jauría de 200 ciclistas hambrientos de gloria y con la gasolina a tope, pugnando por hacerse sitio por esas carreteritas y rotondas infames. Tormenta perfecta, agitada además por los soplagaitas de turno. Este año fue la torpe del cartelito, ella solita mandó al asfalto a más de 100 ciclistas y a casa a Marc Soler. Pero como el término torpe no tiene género, recuérdese, por ejemplo, al policía pazguato que causó aquella escabechina en un sprint en 1994 (véase el vídeo, no apto para sensibles). El caso es que de estas primeras etapas ‘animadillas’ salió tocado de muerte uno de los grandes favoritos, Primoz Roglic; maltrecho otro de los candidatos, Geraint Thomas, aunque puede que el galés no viniera con sus mejores argumentos; condenado a secundario una de las sensaciones del pasado Tour, el suizo Marc Hirschi; o torturado un ilustre que simplemente venía a disfrutar de la que fue su carrera no hace mucho, Chris Froome. No es novedad, es el balance aterrador de todos los años.

Solo que esta vez, afortunadamente, estaban pasando más cosas. El maravilloso Mathieu y el portento Wout Van Aert se habían empeñado en llevar a las carreteras francesas sus salvajes duelos en el ciclocrós (tan jóvenes y siete mundiales suman entre los dos). Vimos a Mark Cavendish resucitar, cinco años después de su última resurrección, que eso fue también lo de 2016. ¿Qué me dicen de esa ‘clasicaza’ por el corazón de Francia en la séptima etapa, que ganó un tal Mohoric? (Pero bueno, ¿qué está pasando en Eslovenia?). Pero a esa primera semana que estaba siendo un homenaje al ciclismo más grande, le faltaba el colofón. Entre tanta exhibición de poderío, el joven Rey tenía algo que decir.

En la contrarreloj de Laval, Pogacar dijo “aquí estoy” y vino a reeditar la ya histórica cronoescalada de La Planche des Belles Filles con la que asaltó el pasado Tour. Solo que esta era completamente llana. Ahí ya se vio que Roglic no estaba para mucho, y Thomas para nada. Fue sólo un aviso, un toque de jerarquía. Al día siguiente del citado etapón de 250 km camino de Le Creusot, en el que los lobos de la estepa pusieron al personal a rodar a destajo como si no hubiera mañana, sí lo había y eran los Alpes. Vale que este año se pasaban de refilón, pero nunca más cierto que esta vez que la carrera la hacen dura los corredores. El trayecto hacia Le Gran Bornand no parecía entrañar más peligro que el propio de ser el primer día de montaña. Pero, amigo, entre el tiempo infernal y que la gente decidió echarse al monte de salida, aquella jornada se tornó dantesca, o de Shakespeare, que diría Javier García Sánchez. No habían subido el primer puerto serio del día y la carrera andaba ya hecha trizas, una profusa lista de ilustres dimitidos por necesidad. Y en la penúltima subida, para qué más tarde, el imberbe Tadej decidió que hasta aquí hemos llegado, o bueno, habían llegado los demás. Decían que era excesivo, una locura, que para qué necesitaba ese alarde cuando ya todo el viento de la carrera se le había puesto favorable… Fue hermoso y brutal. Y sí tuvo cabeza. De haberse empecinado en el lúbrico descenso final, hubiera ganado la etapa… o se hubiera ido por el principio. Le dejó la gloria a Teuns, que se la había ganado, y él se conformó nada más que con hacer suyo el maillot, definitivamente. Ya tendría días para etapas, y las tuvo.

Porque sólo había transcurrido una semana y ¿qué Tour quedaba? Pues algo más que migajas. Cierto que las exhibiciones ya se fueron espaciando, que las fuerzas ya quedaron bajo mínimos, pero ahí tuvimos la etapa del Mont Ventoux (falso que se subiera dos veces, porque la verdadera era sólo la última) con una nueva demostración de Van Aert (con diez kilos de más, reconocido por él) y el inesperado Vingegaard (¿de dónde ha salido este chico?) que fue capaz de dar la única contestación a un líder incontestable. Cavendish siguió sumando, el Ineos hacía por tensar las etapas, con un impagable Castroviejo, pero Richard Carapaz no podía con la pequeña bestia, y lo que es peor, sabía que nunca iba a poder. Al final, como suele pasar en los tours de este tiempo, se dejan las etapas más sonadas para la última semana, y a esas alturas ya queda poco que decir. Ni el Portet ni el Tourmalet ni Luz Ardiden iban ya a cambiar el paisaje, que por cierto, se sigue viendo espectacular por esas alturas. Quedaron bonitas postales, Kuss en Andorra, Konrad en St Gaudens, encomiable Pello Bilbao las tres semanas y los destellos de Valverde, aunque al Movistar, habrá que admitirlo, no se le ha visto mucho en esta edición, es verdad que lastrado desde el primer día por la baja de Marc. Por lo demás, la general estaba vista hacía tiempo, el podio quedó definido en St Lary… Es verdad que todo lo grande, lo que nos quedará, había pasado en la primera semana.

Solo que el niño de Komenda (Eslovenia), por muy hombre que se haya hecho, no ha perdido su instinto infantil. Y quiere ganar siempre que pueda. Ni a Richard ni a Jonas ni a Enric (ay, Mas, siempre da su mejor talla al final, ¿y si lo que necesita son carreras de cuatro semanas?), Pogacar no perdonó las últimas dos cimas. Ya tenía el maillot blanco -aunque lo llevase prestado el danés- y en el último demarraje se llevó el de la montaña. Total, el mismo botín que el año pasado. Digno de un pequeño caníbal. Para ser caníbal a secas, todavía le queda recorrido. Pero miren por dónde, por ahí andaba Eddy Merckx: abrazó a Cavendish el día que podía superar su récord de victorias de etapa (no lo consiguió, pero le queda París) y ha visto en directo a ese chico que hace por parecérsele, que no sólo es el patrón, sino que ejerce de tal. El tiempo dirá hasta dónde llega, pero tendrá competencia. Claro, que también la tuvo Merckx.

Porque lo cierto, y lo mejor, es que viene confirmándose lo que se anunciaba y ya se pudo atisbar en 2020, durante toda la temporada descolocada que tuvimos, y en lo que llevamos de esta más normal: tenemos un nuevo ciclismo. Hay ya mucho presente, pero, sobre todo, un futuro deslumbrante. Tenemos ganas de ver a Remco Evenepoel a pleno rendimiento, tenemos que ver a Bernal y Pogacar frente a frente -¿quizás en la Vuelta este año?-, no podemos tirar por la borda a Roglic ni a Carapaz, cuidado con Van Aert si se decide a ser un corredor de grandes vueltas, al propio Van der Poel, a Sepp Kuus cuando no trabaje para otros, lo que confirme Vingegaard… y más nombres que saldrán. Que nos empiezan a sonar y que nos aprenderemos de memoria. Porque no sólo son chicos de una clase descomunal: es una nueva forma de correr. Que no entiende de cálculos ni especulaciones, que van a por todas. Sí, puede que tengamos por delante no uno, sino una generación de caníbales. Para no perdérselo.

Y en fin, esta ha sido nuestra cita anual con el Tour de Francia, a la que procuramos no faltar. Toca ahora recordar que hace un año por estas fechas estábamos muy tristes, fue nuestro primer mes de julio sin Tour. Al final, por suerte, pudimos contarlo en septiembre, y ahora, en 2021, hemos retomado esta bendita normalidad. A ver si, poco a poco, vamos recuperando las demás. Y siempre, ¡viva el Tour!

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