¿Qué es más ansiógena, la información o la realidad?

Podrá parecer recurrente, meses llevamos dándole vueltas, pero siempre quedan matices. Llegaba ayer este artículo de Olivia Muñoz-Rojas en El País. Investigadora y doctora en Sociología, reflexiona, a partir del ayuno informativo que dice haber comenzado, sobre el papel de los medios de comunicación y su responsabilidad en el mantenimiento de un clima social ansiógeno. Si bien me siento identificado con gran parte de lo que escribe, al final me surgen algunas ideas no disconformes, pero quizás alternativas.

Entiendo perfectamente, aunque no comparta del todo, la necesidad que mucha gente siente de abstraerse del torrente informativo que se nos viene encima cada día. Conozco en mi entorno cercano a quien se pone sus casos de música en cuanto percibe que la radio o el televisor cercanos se van a poner a vomitar noticias. Por mi actividad profesional, yo no puedo hacer lo mismo. Pero, aunque no tuviese esa cierta obligación, creo que no podría evitar seguir atento al panorama informativo. Por desalentador que sea, en efecto. Y no es masoquismo. Será tal vez deformación, necesidad enfermiza de estar al día de todo, de lo que me satisface, de lo que me desagrada y de lo que me alarma. Eso sí, lo que intento siempre es contraponer mi sentido crítico -el que creo que tengo o el que me queda ya- para sacar mis propias conclusiones de todo. Y defenderme con ellas.

Y cuando digo que no puedo evadirme de la vorágine, no me refiero a la de las redes sociales. Estoy de acuerdo con la autora en que los medios de comunicación que suponemos rigurosos -y que presumen grandilocuentemente de serlo- están contribuyendo igualmente a crear ese estado de ansiedad, desazón y pesimismo absoluto, que por momentos se nos hace insoportable. Efectivamente, que las malas noticias venden más que las buenas es un axioma tan antiguo como el propio periodismo. Y, en efecto, puede tener una explicación neurocientífica, de comportamiento humano, somos morbosos por naturaleza. El problema viene cuando esa debilidad inherente a las personas comunes se convierte en el balón de partido, el elemento que unos y otros tratan de manejar por ganarse las audiencias, esto es, el pan de cada día. Y cuando hablamos de una crisis humanitaria -ya más que sanitaria, habría que decir- como la que nos asola, deberíamos quizás tener más cuidado. Lo que pasa es que el mercado no da tregua ni en estados de pandemia, y los medios actuales llevan años inmersos en una economía de guerra.

Si atendemos a las noticias que se publican en un día como hoy, parece fácil suponer que una declaración de alguien que avisa de una hipotética cuarta ola tendrá más repercusión -más clics- que otra favorable a las medidas de desescalada; o, cambiando de tercio informativo, que las noticias sobre los altercados que se están produciendo esta noches en Barcelona y Madrid tengan más seguimiento que las que nos llegan de las tres históricas misiones que están explorando Marte. Con lo que unas ascienden a primer plano, portadas, cabeceras…. y las otras quedan relegadas a espacios casi de saldo. Y siempre, siempre, el dato que va al titular es el más negativo, el más trágico o el más desmoralizante, incluso cuando haya otros datos que puedan verse relativamente positivos o moderadamente esperanzadoras. No se trata, por otro lado, de proponer ejercicios voluntaristas de hacer acopio de buenas noticias, porque caeríamos en la sobreactuación y tampoco estaríamos reflejando la realidad. La encomiable sección diaria que Antonio Lorenzo mantuvo en El Economista durante los meses más duros, creo que no tuvo otra intención que ofrecer un contrapunto a la tónica catastrófica general, rescatando noticias que posiblemente se hubieran quedado en el limbo, y casi siempre desde las vertientes que él cultiva, las de la tecnología, la ciencia y la innovación. Tan minoritarias, hemos de lamentar.

Porque si hablamos de información ansiógena, habrá que decir que lo más ansiógeno que tenemos es la realidad, y la función del periodismo es contar lo que hay, como es, sin caer ni en el catastrofismo ni en la benevolencia, ofreciendo los datos y -fundamental- poniéndolos en contexto. Porque esto último es lo que a menudo no se hace. Intencionadamente o no, y llevaría mucho tiempo y mucho texto discernir sobre ello, se obvian parcelas de la realidad que, si se nos mostraran, a lo mejor darían como resultado otro paisaje. O el mismo, con otro cielo, y perdón por el adorno cursi. El artículo de Olivia alude a iniciativas que proponen un periodismo que aporte soluciones. Pero está muy bien si las hay. Lo que no puede es inventarlas. Y sí existen, por supuesto, difundirlas. Porque silenciarlas sería, otra vez, y como muchas veces, desinformar.

Recoge también la autora la propuesta da añadir una pregunta más a las cinco clásicas del periodismo -las cinco w en inglés que nos enseñaron en primero de carrera. Al quién, qué, cuándo, dónde y por qué (o cómo, según), sumarle el ¿y ahora qué? Pues no creo que haga falta, realmente. Porque a esa sexta pregunta debería dar respuesta el análisis riguroso y documentado que sigue a la información. Sí vuelvo a estar de acuerdo con ella en que un buen ejercicio sería que los medios se pongan en la piel del lector. Pero ella, que no es periodista, no debe saber, y es comprensible, que si hubiera un juramento hipocrático de la profesión, éste sería un de los principios ineludibles. Otra cosa es que los editores no lo conozcan o lo hayan olvidado. Y que se lo hagan olvidar al personal que tienen a su cargo.

Al final, de lo que se trata es de hacer las cosas bien. Que el periodismo y los medios cumplan su función, con sus lógicas y necesarias dudas, debates y exámenes interiores, que siempre existirán y a la larga les enriquecerán. Pero para eso, fundamentalmente, necesitamos volver a empoderar a los medios de comunicación y a los profesionales que hacen la información. Que dispongan de los medios, la consideración profesional y la independencia necesarias para hacer su trabajo. Porque hoy no tienen prácticamente nada de todo eso y además están, viven vendidos. Así, es muy difícil pedirles -y pedirnos- que sean el fundamento de una sociedad informada y con criterio. Y que lo que nos cuenten -y contemos-aporte ante todo conocimiento, que debería ser el mejor antídoto, entre otras muchas cosas, de la ansiedad.

Pero a pesar de todo, no pienso dejar de seguir las noticias. Cueste lo que me cueste…

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