Sé que has llegado, aunque pareciera que esta vez no se ha notado o no lo han advertido. Vivimos desubicados, obsesionados, enajenados en un bucle diario que es un “todo irá mejor, solo que mañana va a ir un poco peor”. Hastiados, tanto del ruido estridente que nos solivianta como del machacón e impenitente que nos deprime. Sí, como aquella lluvia de esa novela que tú y yo sabemos. Desfondados en una carrera que no se termina, y en vez del final, lo que se revela al doblar la curva es una nueva cuesta más empinada. Hartos de que nos pidan y exijan los sacrificios, obligados a hacer los deberes que otros se dejaron encima de la mesa. Es octubre y, en la nube confusa en la que flotamos, hay quien no se ha dado ni cuenta.
Pero yo sí he encontrado algo de esa luz inconfundible, alguna vista fugaz de esos azules oscuros en el cielo de un Madrid, eso sí, acongojado y reducido a mínimos. Aunque apenas a ratos, he podido respirar el aire semidulce del bajo otoño. Aunque sentado, he apurado el trago moderadamente amargo que previene de las peores tormentas y te deja expuesto sólo a las livianas. Con las gafas empañadas, he hecho por visitar apenas unos pocos de los lugares por los que solía en este tiempo. Nada se ve igual, no es aquella ciudad, hay sitios que parecen que los hubiera asolado el viento final de Macondo. Y los semblantes de los que precavidamente circulan por los barrios abiertos, apenas consienten reflejar una mirada entre cansada y temerosa.
Sin embargo, no he dejado de sentir tu presencia. Hace meses que ningún mes se parece a sí mismo, y este no va a escapar a la impronta desdibujada y triste con la que ha ido pasando cada estación. Es cierto que los días se acortan. Y más que vacías, las noches son un absoluto vacío, un tránsito urgente y necesario, en vez de aquel disperso y voluptuoso deambular. Un silencio matador, tan solo alterado, ya en casa, por la persistente letanía de datos, avisos y presagios que vienen diligentes a disipar cualquier razonable ilusión. Entre las malas noticias, siempre se impone la peor. Entre las nuevas ideas, invariablemente triunfa la que nos va a hacer la vida, si cabe, un poco más imposible.
Nos sorprende octubre fatigados, frustrados tal vez de tanto haber luchado para no conseguir, para no haber avanzado casi nada. Ganan los pesimistas, los que ya lo decían y parece que se ufanen cada vez que la tozuda realidad les da la razón. Y aún nos preguntan si todavía podemos ir al parque, a correr o simplemente respirar, bien seguros de que pronto un día les tendremos que decir que no. Los hay, los conozco, que sistemáticamente se tapan los oídos cuando intuyen que por alguna pantalla están difundiendo nuevas previsiones, y pienso si no acabaré haciendo lo mismo. Parece, como en Rayuela, que hayamos cambiado el circo por un manicomio. Me levantaba armado de ánimo y, según transcurría el día, sentía que me abandonaban las energías. Ahora empiezo a no tener ganas de levantarme.
No es aquel viento impetuoso, que despejaba la mente y desperezaba los sentidos. No es aquella lluvia reparadora, que limpiaba y se llevaba los rescoldos humeantes del gastado verano. O los girones de nubes que parecían a punto de estallar para instaurar un nuevo cielo. Ya en noviembre sería todo más denso, plomizo y la memoria acuosa. Pero este era el tiempo en el que, del amor al odio, fueran lo que fueran, las pasiones irrumpían completamente renovadas y por estrenar. Y siempre, invariablemente, tenían un día señalado en el alma. Esta vez nos ha encontrado enfangados, atrapados en esta especie de ciénaga en la que no sabemos si salimos despacio o nos hundimos un poco más. Es como si hubiera venido octubre de incógnito, demasiado absorbidos que estamos como para prestarle atención. Reconozco que no tenía arrestos para salir a buscarte. Pero a duras penas lo he hecho, y ahí estabas.
Aunque no lo parezca y nadie se ocupe, yo sí sé que es octubre. ¿Y por dónde te empiezo a contar…?