Primera noche en Londres

Si has estado, cómo no olvidar tu primera vez en Londres. Cada un lo habrá vivido a su manera y con sus sensaciones. Lo seguro es que no te dejó indiferente. Ya en las 23 estaciones de metro -directo, eso sí- que transcurrían entre Heathrow y Holloway Road, te empezabas a dar cuenta. Allí iban, sentados a tu lado o frente a ti, todos los personajes arquetípicos del imaginario inglés que conocías de las series, de la literatura… el señor serio y distinguido, el punky, la respetable señora que toma té a las cinco, el hooligan de fin de semana, la chica rubia desastrada con flores en el pelo… No faltaba nadie. Pero tuviste ese primer día -¿a que sí?- la sensación de haber llegado a un lugar exótico. Quiero decir, no estabas en las Bahamas o las Seychelles, ni era Cuba ni Mozambique -aunque todo eso y más pasaba también por allí. Pero si ya conocías algo de Europa, y luego tuviste la oportunidad de conocer mucho más, tenías claro que aquello era distinto. No ya la capital del Reino, también el Reino, la isla y parte de sus proximidades. Pero, ante todo, Londres: los autobuses de dos pisos, las cabinas telefónicas, los taxis, los bobbies, las pintas, las millas… Eso era lo típico. Luego, ya empezarías a conocer lo demás.

Y a las once de la noche te mandaban para casa.

No me digas, porque no te creo, que no estuviste a punto de ser atropellad@ cruzando Oxford o Regent Sreet, porque miraste a tu derecha y no veía nadie. No me niegues que soltabas las pounds como si fueran monedas de veinte duros y, al cabo del día, te diste cuenta de que ya te habías gastado casi la mitad de la fortuna que llevabas. No te hagas el loco o la loca con que no te fijabas a izquierda y derecha en cómo iba vestida la tropa (ordinary people it’s impossible to meet), de la desconcertantemente elegante al impecablemente ridículo, daba igual, nadie hacía caso, sólo tú. Como en el gentleman que, despidiéndose, besaba la mano de la chica y seguidamente giraba la cabeza para soltar un eructo. No me vengas con que no te hiciste un lío al pedir la primera cerveza, querías una normal y no había, o fuiste de entendido y te pusieron una sidra. No alucinaste con los escaparates, la ostentosa joyería en la que todos los artículos llevaban la etiqueta del precio colgada, aquel Rolex de oro con piedrecitas costaba, si muy mal no recuerdo, 243.000 libras.

Y a las once se te habían terminado todos los planes.

Seguramente, lo primero que hiciste al llegar a Londres fue tomar el barco por el Támesis que surca la ciudad y atraca en Tower Bridge. O te la pegaste nada más pisar tierra o te faltó muy poco. Sin sospechar que, el primer día de la segunda vez que fuiste, ibas a tomar el mismo barco hasta el mismo sitio, y mira por dónde, el buque de guerra que fotografiaste entonces, estaba ahí siempre, luego no habías captado nada excepcional como pensaste. Pero estamos hablando de la primera vez. Hiciste la típica broma cuando supiste que los soldados que guardan la Torre se llaman beefeaters. Compraste un cucurucho de gambas hermosas y tentadoramente sonrosadas, que no sabían a nada. Comiste sándwiches con pan que a ti te pareció que llevaba alpiste. Te pusiste las manos perdidas del papel de periódico aceitoso que envolvía el fish y los chips. Lo de los hindúes, pakistanís, griegos y mexicanos era una ciencia que habrías de aprender años después. Los domingos, de cuatro a seis, cerraban los pubs, las tiendas de alimentación cubrían las bebidas alcohólicas porque estaba prohibido venderlas, y todo era por una ley de cuando la Segunda Guerra Mundial. Exótico a más no poder. Ah, y que te pensabas que con el inglés que traías del colegio te ibas a apañar (holding conversations that are always incomplete).

Y a las once te quedabas colgao

Pero enseguida entendiste por qué dijo Dickens que quien se cansa de Londres está cansado de la vida. Cuando te viste en medio de toda esa enérgica marea subiendo y bajando por Picadilly, viniendo de Trafalgar, yendo a Leicester Square o Charing Cross. Cuando te perdías o simplemente te pasabas horas en aquellas tiendas de discos que parecían catedrales. O reparaste en que no había músico callejero o en el metro que no cantara y tocara como los dioses -dura estaba la competencia en ese país. Y hablando de The Tube, cómo te sorprendió, porque aquí faltaba aún mucho para que lo pusieran, que en el andén un monitor indicase los minutos que faltaban para que llegara el tren, 2m, 1m, train in approaching… y entraba como un trueno el viejo tubo. Por cierto, qué fácil era equivocarse, hacer intención de ir un sábado a Portobello y terminar insospechadamente (je) en el estadio de Wembley, donde Arsenal y Tottenham se disputaban una Charity Chield -hoy llamada Community Chield– que uno, al fin y al cabo, era del barrio de los gunners. Imposible cansarse de la ciudad en la que, caigas donde caigas si te has tenido que tirar en paracaídas, encontrarás a no más de 200 metros -o más propiamente, 218 yardas- un clásico pub de barrio con su larga barra y sus tapetes verdes, sus pintas, sus dardos, sus partidos de fútbol o rugby y, por supuesto, su musicaza británica. Silver rain was falling down upon the dirty ground of London town

Pero a las once cerraban todos.

A decir verdad, no fue exactamente la primera noche, porque las dos primeras tuvimos jaleo en casa y no fuimos conscientes, de manera que no pueden considerarse propiamente noches en Londres. Es más, en una de ellas, se extrañó la camarera cuando no quisimos acogernos al last call, que ya supe luego que es como una religión allí. El hecho en cuestión sucedió un viernes. Día de marcha. Listos para la batalla. No habíamos tomado la precaución de los que ya se conocen el percal. Salíamos como cualquier viernes por Madrid. Daba gusto el ambientazo en Covent Garden y serían las diez y pico cuando entrábamos en el primer pub, hasta arriba y la música en pleno apogeo. Ja, pensé con la primera -que sería única- pinta en la mano, vaya leyenda urbana lo de las once, cómo van a cerrar con la peña que hay aquí. Y a menos veinte suena la campana. No puede ser. Y se para la música. No me lo puedo creer. Y la gente va mansamente evacuando el local. “Pues vamos a otro”, dije con infundada esperanza, porque ya sabía que no habría otro. El único camino posible era el del metro. Ríos de chicas oxigenadas con su minifalda y sus tacones, rubios con los ojillos chisposos, bajando por las escaleras, copando el andén, apretados en el vagón, sin rechistar, sin una palabra más alta, rumbo a casa, nosotros a Highbury, rutina de fin de semana para ellos, frustrante choque de realidad para nosotros. ¿Que no era exótico aquello…?

Sí, nunca olvidaré mi primera vez en aquella ciudad, ni desde luego, mi primera noche. El caso es que ayer, cosas de la vida, volví a rememorar aquella primera noche en Londres… sin salir de Madrid. Oh, where are there places to go? Someone, somewhere has to know…

Welcome to London! Wings – London Town

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