A veces, hago solitarios. Como si esta vida fuera más llevadera en tanto caso números y figuras. Como si el tiempo pasara así más ligero y haciendo menos daño. El día me presta tiempos muertos, breves minutos que a veces convierto en horas mal heridas. Y mientras mantengo la mirada fija en la baraja desordenada, oigo, como sin querer, el mundo rodar a mi alrededor.
Sin dejar del todo el ruido de fondo, me concentro en el duelo conmigo mismo. En el transcurso de la contienda, hago recapitulación de los sucesos que llegan. Las llamadas que esperanzan, como una dama que se junta con un rey. Las que duelen, como fastidiosos naipes que no encajan. El desaliento de los pensamientos incompatibles, picas y tréboles que sistemática y sinceramente se repelen. No tiene remedio lo que repetidamente hacemos mal.
Muy a menudo, estos días, hago solitarios. Empezó como un pasatiempo tonto, y ahora son casi un clavo ardiendo. Distraigo la angustia en la contemplación anestesiada de esos ejércitos rojos y negros que desfilan sin lógica ni criterio. Pendiente de no perder la oportunidad. De encontrar una conexión salvadora que me permita liberar una fila de cartas cautivas. Ahí puede estar la que imperiosamente necesito. La que puede rescatarme de esta fatal atonía.
Los primeros no me salían. Como es normal en cualquier juego, los inicios son torpes, la ilusión puede más que la destreza. Quien nunca imaginó que debiera ponerse a resolver un tinglado tan insospechado, no puede esperar que, a la primera baza, el destino de la baraja venga a asistirlo. No le queda más que fallar e intentarlo otra vez. Fracasar hasta acertar. Y soportar, entretanto, las mofas de los que se saben todas las jugadas… cuando ven jugar a los demás.
Y tú me preguntas, y yo te respondo que todo va bien. Pero cuando el día arrecia y las noticias vienen mal barajadas, me refugio en mis solitarios. Abro un furtivo paréntesis en el goteo informativo que es ciertamente una gota china. Me relaja, me seduce el chasquido magnético de los cartones deslizados sobre el tapete virtual. En tanto escucho que, según se miren, los datos pueden interpretarse como esperanzadores. Busco ángulos nuevos, perspectivas audaces, pero no veo cómo un triste y negro nueve puede hablarse con un seis de corazones.
Otras veces, no sé qué responderte. El bajón siempre viene, pero no a la misma hora, no avisa, no se deja planificar. Luego puede ser a cualquier hora que necesitemos echar las cartas a rodar para mitigar la pena y la ansiedad. Sí, es posible que me esté enganchando. Que inconscientemente vaya retrasando otras tareas, mientras me aseguro a mí mismo que de ninguna manera las voy a dejar. Así que voy a echar otra, sólo una más. Total, esta noche también tardaré en dormirme.
Ya en otro tiempo los hice, pero no eran como estos. Era cuando jugaba a encontrarte entre los naipes intercalados que repartían las noches de aventura. Me movía con soltura entre las jotas y los dieces, y siempre me hacía un hueco en el lado oculto de la baraja. Tampoco me salían siempre, pero era aquel un juego más emocionante y sin duda más libre. Los de ahora son poco más que una forma de engañarme. De dejarme ir mientras sigo pendiente, fingiendo que hago otras cosas.
Ahora, para hacer más llevadera esta soledad, hago solitarios. Es un ejercicio de paciencia que, además, requiere coherencia. Puedes estar atento sin perder del todo de vista la realidad que ahoga. Las crisis globales que siempre derivamos en locales. Las que, en vez de unir, nos separan. Las que indefectiblemente se leen en clave de ganadores y perdedores. Escucho de fondo, mientras sigo a lo mío. Al fin y al cabo, si pierdo a esto, perderé yo solo. Y mira, ya me van saliendo. Pero tampoco le estoy ganando a nadie. Simplemente, he avanzado otro paso sin dolor.
También el destino, a veces, juega contigo. Como si fueras una carta del montón. Y por lo general, no te encuentra sitio, o nunca el que hubieras soñado. Los juegos canallas, es lo que tienen. Puedes ver muy clara la salida, pero no haces más que sumirte en el laberinto. Empecé inocente, y ahora hay momentos en que me siento culpable. Es verdad que cualquiera puede a jugar a esto, pero si no tienes los ases a punto, estás vendido.
Piensas, entonces, que no eres el único. El mundo ha decidido solucionar sus problemas haciendo solitarios. Cada uno, los suyos. Y claro, a nadie le sale a la primera. Vienen entonces los enterados que te dicen que había que apostar por la vía más rápida, la jugada más simple. Pero luego sabes que son, en realidad, los que de siempre han recurrido a hacerse trampas a sus propios solitarios. Qué no harán con los de los demás.
Hace ya un tiempo que me salen de cine. Pero piensas si esta partida no hubiéramos podido jugarla todos juntos, desde el principio.