La revista norteamericana Foreing Policy acaba de seleccionar a José María Aznar como uno de los cinco peores ex presidentes del mundo, por sus posturas, declaraciones y actuaciones tras abandonar el poder. No se preocupen. No tardará en salir algún diligente columnista/tertuliano a promover una campaña para que al exdirigente popular le concedan el Nobel de la Paz -o el de Literatura, si cabe. Nos pensaremos entonces que es una broma, pero luego resultará que no. Si se lo han dado a Jimmy Carter o a Bob Dylan, ¿cómo no se lo van a dar a Jose Mari? Y ya verán cómo no le faltan adeptos a la causa. Tampoco pretende ser esto una premonición, tan solo un ejemplo, que valga de introducción de lo que voy a contar.
Se habla hoy profusamente de la España Vacía -o vaciada-, a propósito del reto demográfico que debe afrontar este país y del que parece que nos demos cuenta ahora. Pero no es -o no nos parece- acertado el término. No es exactamente vaciamiento lo que sufrimos, sino un reparto demencialmente desproporcionado de nuestra población. Tenemos las áreas más superpobladas de Europa -en Hospitalet de Llobregat, en concreto-, mientras grandes extensiones, comarcas y pueblos se despueblan progresivamente y quedan en la más absoluta desolación, demográfica y económica. Matizado el concepto, el verdadero vacío que sufre hoy nuestro país es el de las ideas, la inteligencia y el criterio. No realmente porque nos falten. Porque no se usan, no se llevan y hasta se diría que están mal vistos.
Ya sabemos que vivimos ensimismados en la era del “mi reino por un clic”. Buscamos adhesión, reconocimiento, hasta cariño, en la mayoría de las publicaciones que dejamos en las redes sociales. Es simple y pura satisfacción del ego, que seguramente no sabemos cultivar de otra forma. O posiblemente sí sabríamos, pero nos resulta más fácil y más corto obtenerla por estos caminos. Y algunos hacen lo que sea, hasta el ridículo si hace falta.
La prensa digital, que ya casi equivale a decir a toda la prensa, vive también a merced del clic y del algoritmo. Por encima de todo, los editores se esfuerzan por observar y cuidar las reglas del posicionamiento. Y, muy particularmente, se construyen titulares lo más llamativos y provocadores posibles -aunque luego el cuerpo de la información tenga poco que ver con lo que se titula-, simplemente para que el lector pinche en ellos y cada entrada pase a engrosar las estadísticas, que harán las delicias de los ejecutivos y almirantes de marketing. Entonces, los criterios periodísticos de objetividad, rigor, pertinencia… pasan a segundo plano. Y esto es lo que luego pretenden cobrar bajo el marchamo de “periodismo de calidad”.
Pero a los políticos de hoy les sucede lo mismo. En el mundo digital y fuera de él. No hay más que atender -y hacer el denodado esfuerzo para ello- a sus declaraciones, discursos, comparecencias… El contenido de sus intervenciones es lo de menos, por no decir que no existe. El mayor énfasis lo ponen -asesorados por sus centuriones expertos- en dejar mensajes breves y sonoros, listos para empaquetar en un tuit o en un titular que genere ingentes cantidades de clics y adhesiones. Y que calen, que dejen satisfecha a la afición -seguidores, simpatizantes, partidarios y, muy importante, la clientela y las familias fácticas de su propio partido.
Lo que pasa es que estos latigazos son fugaces, tienen un efecto explosivo, pero de rápida combustión. Y entonces, hay que superarlo, rizar el rizo. Si alguien leyó el delicioso libro -que no novela- de Antonio Muñoz Molina, “Un andar solitario entre la gente”, habrá tenido la oportunidad de reflexionar sobre lo estúpidos que llegamos a ser en el afán de andar continuamente buscando la frase redonda, el eslogan más convincente, el titular incontestable… y así hemos llenado la vida -urbana, impresa, digital…- de sentencias pretendidamente brillantes que al final no son más que material de desecho.
Quien haya tenido el valor de asistir, por ejemplo, a las sesiones del último debate de investidura, podrá haber reunido una buena colección de estas píldoras: frases prefabricadas, adjetivos a cuál más hiriente y estridente, aserciones puramente emocionales sin ningún fundamento racional. Da igual. Es lo que compra la gente. Y así tenemos la política nacional -y los medios que informan sobre ella- llena, saturada de estos materiales, residuos imposibles de eliminar ni reciclar, que se siguen acumulando, porque se seguirán fabricando y difundiendo, y en fin, enrareciendo más y más una atmósfera ya de por sí irrespirable.
Lo triste es que existen argumentos sobrados para contrarrestar toda esta marea contaminante. Tenemos en este país historia, hemerotecas, hechos sabidos y contrastados, estudios rigurosos para desmontar cada una de esas afirmaciones categóricas que se esgrimen desde los hemiciclos y desde los editoriales y columnas de la prensa ideológica. Pero tenemos un motor de muy corto alcance, altavoces de muy escasa potencia. Cualquier respuesta bien fundamentada a la falacia queda diluida por todo el estruendo coral que la jalea. No te escuchan, está claro. Pero es que, si me apuras, apenas se te oye.
El poder, de cualquier índole, siempre intentó manejar la opinión pública en su interés. La diferencia es que antes, no hace tantos años, existían contrapesos. Y había, al menos, la posibilidad de confrontar hechos y opiniones. Más que nada, porque la ciudadanía disponía de medios para documentarse y contrastar las informaciones que le venían de primera mano. Tenían información, luego podían formarse su propio criterio, y con arreglo a él, opinar o actuar en consecuencia. Ahora no es así. Esos contrapesos no existen, o más bien, han sido domesticados. Se han convertido en replicadores y amplificadores de los mensajes que los poderes emiten. Obvian o tergiversan aquellos argumentos, datos o hechos antecedentes que podrían servir para rebatirlos, para ofrecer acaso una antítesis a sus inapelables tesis. Como ya no está al alcance de la vista y el oído, algunos heroicos se las arreglan para encontrar y valerse de ese conocimiento con el que contrarrestar los discursos dominantes. Pero la gran mayoría ya ni se molesta. Se deja llevar por la corriente y se apunta al enunciado más fácil, el más alto y claro.
Todos los medios y canales que hemos creado y hoy tenemos a nuestra disposición, deberían servirnos para tener mejor información y ser más instruidos, más cultos, más sabios. Y, por lo tanto, con más poder de decisión y más difíciles de manipular. Pero quienes sabían y temían esa posibilidad, han sido más fuertes y más rápidos. Han conseguido controlar todos los terminales de emisión, han cortocircuitado los accesos a las fuentes que no convenían, y han terminado haciéndose aún más poderosos a través de fomentar la desinformación y la ignorancia. Nosotros, es verdad, les hemos dejado hacer. Y han conseguido que prime lo emocional, lo visceral, para que aparquemos el análisis y el raciocinio. La emoción es lícita, muchas veces necesaria, pero en total ausencia de reflexión, es sinrazón. Y llevada al nivel supremo, es idiotez.
Claro que hablamos de un fenómeno mundial y esperemos que coyuntural. Pero en España le hemos añadido nuestra furia estructural y nuestro tradicional desapego por el equilibrio y la moderación. Nos parece “pero que muy bien” cualquier burrada y atentado contra el sentido común con los que se ganan la gloria -y mucho pan- los voceros a sueldo que “ni quitan ni ponen rey, pero ayudan a su señor”. Por mucha cultura y gente cultivada en ciencias y letras que sin duda abunda en este país, suelen ganar, son mayoría -o rugen más fuerte- los que históricamente se empeñan no en “romper España”, sino en vaciarla de ideas… y llenarla de soflamas, de atajos fáciles, de basura.
Perdón por parecer tan pesimista, pero los tiempos a los que asisto no me invitan a verlo de otra manera. ¿Para cuándo el Nobel a Aznar? Ya están tardando…