Un tendero que se precie, pongamos de una de aquellas casi extintas tiendas de ultramarinos, trataba con mimo a sus clientes, estaba atento a sus gustos y conocía sus momentos. No sólo tenía listo y fresco lo que sabía que le iban a comprar, sino que se preocupaba de sorprenderles con algo nuevo que sabía que les iba a gustar. Un queso aceitoso que le acababan de traer de Grazalema, unos miguelitos de La Roda que se le iban a agotar en un santiamén, un salmón ahumado –“asturiano, no se vaya a creer”-, algo caro, pero que ya tenía prácticamente adjudicado a la señora Miñambres, que venía todos los viernes. Un buen tendero nunca defrauda a su parroquia. Al contrario, se van de la tienda todavía más contentos de lo que entraron.
Un medio de comunicación que se precie, pongamos un diario nacional, también tiene unos clientes a los que contentar todos los días. Pero no sólo son los anunciantes que contratan las campañas. También son clientes los lectores, que aportan menos dinero, o quizás nada, pero mantienen el pulso del producto con su fidelidad. Para ganárselos, el diario se vale de una materia prima esencial: la actualidad. De saber contarla, tratarla, interpretarla y valorarla dependerá la calidad de su contenido, que se traducirá en credibilidad, y más allá, en esa influencia tan deseada y pregonada. Para conquistar a esa audiencia, lo que a la larga se traducirá en ingresos por publicidad, el periódico se vale de un valioso equipo: una redacción, y al frente de ella, un director.
Dos diferencias fundamentales con la tienda de ultramarinos: por un lado, el periódico no elige los productos que va a vender, porque es esa actualidad la que determina qué va a tener cada día en los mostradores, y de lo que se trata es de ofrecerlo siempre fresco, apetecible, y que su consumo resulte satisfactorio y saludable. Por otro lado, la tienda, esto es, el negocio, es de otros. Por encima de la redacción está una empresa que, lógicamente, aspira por encima de todo a la viabilidad y a la rentabilidad. En lo que sí coinciden el tendero y los periodistas que hacen un diario es en el compromiso: con el producto -sean comestibles, sea información– y con sus consumidores – sean los del barrio, sea la sociedad.
Entonces, érase un tendero que ascendió a director de periódico. Porque la empresa consideró que los clientes a los que había que satisfacer no eran tanto los lectores, la ciudadanía, los agentes sociales… sino los que sueltan la pasta en mano o los que facilitan conseguirla. Claro, para que esto suceda, se supone que la empresa en cuestión no funciona bien, no le salen las cuentas. El fenómeno digital vino como un tsunami que arrasó grandes industrias de contenidos. Pero mientras algunas, como el cine o la música, después de años de pasarlo francamente mal, han terminado encontrando un modelo en cierto modo sostenible, la prensa sigue hoy sin encontrarlo. Y los empresarios dudan de poder sacar los proyectos adelante. Y los directivos tiemblan ante la espada de Damocles de las cuentas de resultados. Y toman decisiones que a veces son una huida hacia adelante.
Por ejemplo, nombrar director al tendero. Cuidado, que él se va a entregar a su cometido y va a desempeñar su oficio a conciencia. Tiene muy clarito a quién tiene que cuidar. Y conoce perfectamente los productos que tiene para ofrecer. Sabe que lo de menos ya es ofrecer información de calidad y cumplir aquella misión como pilar esencial en la sociedad democrática. Eso, en todo caso, ya se intentará después, cuando la caja esté llena, los beneficios afloren y no haga falta acometer más EREs para asegurar los sueldos de los directivos y seguir sacando la cabecera con la que presumir de influencia y entrar a los altos despachos. Ahora se trata de contentar a los jefes, y especialmente, a los clientes.
Y hay que estar siempre muy atento. Si un consejero delegado viene preocupado ante el consejo de administración que se le viene mañana, ya le despachará cuarto y mitad de un reportaje bien cocido sobre los logros de su gestión, y si hace falta, un recuadro de mantequilla que subraye el desliz de su competencia -siempre, claro, que no sea cliente también- o de su delfín, si es el caso. Si el intelectual impertinente se ha descolgado con una soflama populista, a punto tendrá unas aceitunas rellenas de sus viejos asuntos con Hacienda o fotografías enlatadas de las lujosas propiedades que gasta. Pongamos que a un banco le han sacado los colores con lo de las cláusulas suelo, pues qué menos que una mortadela especial con indicios de corruptelas en alguna de esas plataformas anti-desahucio. Que se queja el gran capital de que damos demasiado dinero a las ONGs, pues alguna se lo habrá gastado en putas y el tendero correrá a ponerlo en oferta y a toda portada.
Los editoriales embutidos son uno de sus productos más apreciados, se los quitan de las manos. Pero la producción es limitada y no puede vender más de uno o si acaso dos al día, luego conviene administrarlos sabiamente para dar gusto a todos. Los tiene en finas lonchas para dejar caer sospechas sobre la honorabilidad o la capacidad del líder político que los jefes han decidido que no conviene a este país. Veteados, para ensalzar a personalidades o entidades afines que han sido injusta e indignamente zarandeadas en público. En tacos, para descalificar implacablemente, y si es posible destruir, al que osó cuestionar el sistema o plantear si otro fuera posible, si la tierra económica a lo mejor fuera redonda y no plana como mandan los cánones. Como no puede haber editoriales para todos, el tendero puede ofrecer también sus morcillas de opinión, bien condimentadas y expertamente partidas en rodajas, espadachines tiene bien adiestrados para hacer arte de la sangre. Y si se trata de hacer un favor rápido, dispone de sus famosas berenjenas en vinagre, con el rabo para arriba… o para abajo, si el encargo así lo pide.
Luego están las novedades del día. Qué ricas estas alubias, ideales para darle peso y contenido a las crónicas políticas, y se pueden aderezar con un titular de pimentón colorado que desmantele estrategias de pactos infames. Si es para la edición digital, mejor de cayena, que hará saltar los clics. Llévese este surtido de entrevistas bien aliñadas a sus distinguidos ejecutivos o flamantes cabezas del partido, agradables al paladar y muy digestivas si se consumen una vez por semana, que si no, pueden repetir y dar el cante. También tengo altramuces de la patronal, muy buenos para el colesterol progresista y la presión sindical, y estas castañas pilongas, que sirven para tapar noticias peligrosas para su estabilidad o poco edificantes para su innegociable moral. Si lo que desea es provocar un conflicto donde no lo hay o alimentar la tensión por una causa decente, le recomiendo nuestras exclusivas empanadas de «bacalaos», si se lleva media, ya tiene toda la verdad.
Las crónicas en conserva las tengo siempre y me las puede pedir cualquier día. Hay de todo y de buenas marcas, la mujer del ex banquero que se fue con el escritor, el premiado director de cine y sus problemas con el alcohol, el viandante atropellado que estafó a la aseguradora, la presentadora pillada in fraganti, el futbolista prófugo que tuvo un episodio de acoso, la activista que fue actriz porno… siempre a conveniencia y a discreción. Y si quiere un pedido especial, me lo dice con tiempo y le aseguramos una cobertura y una difusión apropiadas a la trascendencia de su evento, a la relevancia de su primicia o a su propia excelsa figura. Eso sí, no me lo pida en días de negociaciones secretas con terroristas ni de rendición a los separatistas, que para esas ocasiones tenemos la edición copada y a todos nuestros proveedores de guardia. No olvide que abrimos todos los domingos, y si hace falta puedo llevarle el artículo en persona a su casa.
Cuando echa el cierre cada día, el tendero se va satisfecho del servicio que está prestando. Sus jefes sin duda se lo reconocerán. Y, sobre todo, los clientes. Pero mucho cuidado con bajar la guardia, porque al cliente hay que ganárselo cada día, no incomodarle lo más mínimo. Y si se le ha ocurrido comprar la portada entera un lunes, pues dársela sin rechistar. Antes, cuando una gran empresa o gobierno se enfadaba por una información y retiraba una campaña, era ciertamente un palo para la empresa periodística. Pero tenía otros buenos anunciantes con los que seguir adelante, además podría presumir de independencia y el anunciante terminaba volviendo, porque recapacitaba y sabía que no podía renunciar a esa difusión. Hoy puede perfectamente no volver, y la pérdida de ese cliente puede suponer no pagar las nóminas ese mes. El director de periódico lo sabe, pero se revela en la medida que puede. El tendero lo asume sin ningún problema.
El director de periódico miraba por la calidad del producto, por los lectores y por su redacción. Y, lógicamente, rendía cuentas a los de arriba. Pero ahora los hay -quiero pensar que no son todos- que sólo están atentos a éstos últimos, prestos a atender sus demandas y a asegurar su confort. Piensan que en ello les va el puesto y a ello consagran su trabajo. No sabe el tendero que le dará igual, porque los negocios no entienden de fidelidades y menos cuando van mal. Si después de todo, las cuentas siguen sin cuadrar, también le pondrán de patitas en la calle. Y mientras haya durado en el puesto, solo habrá conseguido hacer un periódico peor, informar defectuosamente a la sociedad, denigrar la profesión y lapidar el prestigio de la cabecera a la que ha estado representando. Un gran servicio, sí señor.
Y periódicos y tiendas de ultramarinos, unidos por el destino… ¿inevitable?