Si fui esquiador…

¿A quién le importa si fui esquiador? Piensan que era libre cuando me veían deslizarme por las laderas. A la vista del Mont Blanc, en los dominios del Aneto, bajo la sombra del Fitz Roy. Tan ágil, tan liviana la figura destacada en el blanco infinito, yo era ese punto veloz que surca la imperceptible línea que une el monte con el cielo, el cometa cuya estela son los raíles marcados en la pura nieve sin pisar. Por esos caminos intactos e indescifrados descendía a los valles, bajaba a los parajes vacíos, visitaba sin darme cuenta las simas profundas. Y decían que era libre.

Y sin embargo llevaba los pies atados a unas tablas. Los he llevado casi toda mi vida, o acaso gran parte de lo mejor de ella. Desde niño me condenó el destino a vivir sometido a su disciplina. Me preguntaron para que contestara que me gustaba, y a fuerza de repetir la pregunta, lo consiguieron. Me lo tomé en serio. Llegué a dibujar como nadie las suaves “eses” y las bruscas “zetas” en impolutos, luminosos lienzos. Me enseñaron a huir como un poseso sin que me persiguiera nadie, a escapar a diario de un lobo que no veía, pero sentía su aliento en el segundero. Mi reino y el de todos los reyes y ministros de España por una centésima menos. Y decían que era libre.

De Benasque a Val Gardena, de las montañas rotundas de Canadá a las inhóspitas de Chile, bajé por pendientes imposibles sin apenas tiempo para mirar. Ni sabía dónde estaba y llegó a parecerme que todas terminaran en una mañana de domingo en Japón. Me despertaron y ya no eran obstáculos naturales lo que había que sortear, sino palos y banderas a izquierda y derecha, como puñales que se te pueden clavar o filamentos incandescentes que te puedan abrasar. Y sin embargo no debía pasar lejos de ellos, mejor rozarlos a ser posible. Pero las piedras seguían en el camino. Me caí y me levanté. Me caí más fuerte que nunca, y aunque ya creí que no iba a ser capaz, me volví a levantar cuatro años después. Y ya entonces empecé a comprender.

Pensaba que sería realmente libre cuando pudiera valerme por mis propios pies. Cuando no necesitara bastones para andar ni gafas para mirar. Incluso cuando me di cuenta de que, mirándola cara a cara, la vida puede ser incluso más traicionera que un descenso a destajo por una pista negra. Que nunca los huesos iban a doler como el alma. Que un golpe seco será definitivamente más devastador que cincuenta volteretas cuesta abajo. Que el verdadero eslalon iba a empezar después. Pero desde pequeño me enseñaron a no perder nunca la sonrisa. A mostrarla a los demás hasta cuando las entrañas me crujían. Con ella fui siempre por el mundo. Y decían que era feliz.

Pero la montaña sí era verdaderamente mía cuando me encontraba a solas con ella. Dejaba todo y me perdía, no, más bien me reconocía en cada risco y cada vereda empinada que ascendía despacio y a conciencia. Triscaba de roca en roca y en los densos pinares me quedaba horas sin la menor conciencia de que el tiempo existiera. Saludaba a las charcas y me colgaba de las repisas, de niño ya me veían trastear y todos por allí habrían de saber de mis andanzas, aunque yo jamás les hubiera contado. En un día inspirado me subía al séptimo pico, lo tocaba con las manos y me recibía afable y protector. Allí me sentaba, escuchaba, recordaba, lloraba, cantaba, respiraba… Allí desearía quedarme para siempre un día. Y diría que era libre. Diría que era feliz.

Nunca sentí vértigo en esas alturas, pero sí cuando bajaba y regresaba al mundo que se supone real. De pequeño me daban miedo las pendientes heladas, y aunque conseguí superarlo con la edad, ahora se me hacían de nuevo insufribles. Sobre todo, las que no terminaban en un valle. Sí, fui esquiador y de los buenos, pero ¿a quién le importa eso ahora? Será que pasados los años, colgadas las tablas, en realidad nunca he dejado de esquiar. Lo noto en las rodillas, en el cuerpo castigado, pero empiezo a notarlo también en esas mañanas que de pronto vienen pesadas como el plomo. Entonces siento otra vez que estoy en la casilla de salida, el cronómetro a punto de dispararse y todos pendientes de mí. De lo que haré, no haré, si me caeré o me saltaré la última puerta… Y yo sólo quiero que me dejen en paz.

Sí, vamos a dejarla en paz.

P.D. Me dirán que habría sido más propio escribirlo en femenino, y es verdad, pero por un momento he dado en imaginar si fuera yo.

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