Nunca lo hubiéramos imaginado, pero 30 años después de la primera vez, íbamos a ser extraños en Holanda -sí, Holanda, de momento decimos bien. El vuelo no es en sí una novedad, un KLM Madrid-Amsterdam como tantos hemos tomado. El giro en el guion vendrá después. Cierto que por logística -llegamos por la noche- y no neguemos que por inevitable querencia, pasaremos la primera noche con la ciudad sabida de memoria, donde ya no tenemos que preguntar prácticamente nada y ganamos la estación central como quien sale de Atocha directo a la parada del 32. Pero no menos cierto que esta breve y nada casual estancia nos servirá para aprender algo también esta vez: hay suficientes meses en el año, y a Amsterdam ya no se debe ir en julio ni en agosto.
Ya se lo barrunta. Nos había recibido la que dicen ciudad del pecado (los que no han estado nunca, claro) con una caricia condescendiente, y a la mañana siguiente nos ha despachado una tromba furiosa para que nos vayamos enterando. Sabe que la pequeña traición la vamos a consumar a mediodía. El viaje a Rotterdam es una hora más o menos, depende de si tomas un tren u otro. Y nos ha tocado la opción “más”, un sinfín de paradas por las ya familiares estampas en luminoso verde y proceloso gris. Jugando a ensayar la pronunciación de los nombres de las estaciones cantados por la megafonía, llegando a la conclusión de siempre, que cada vez sabemos menos. Apenas tocar destino, trasbordo rápido a Rotterdam Blaak -nada que ver con “negro”, listillos- salir a la superficie y ya comprendemos que esto es otra cosa.
“Esto”, antes, era el puerto y poco más que ver. Bueno, poco más que el mayor puerto de Europa, el tercero más activo del mundo que hasta no mucho fue el primero, 43 kilómetros por el río Mossa hasta el Mar del Norte. Pero la ciudad la habían destruido por completo en 1940 y, en vez de reconstruirla, decidieron hacer borrón y una ciudad completamente nueva. Al principio sin mucha gracia ni atractivo, esto es así. Ha sido en los últimos años cuando se han esforzado por dotarla de personalidad propia. Y en vez de la tradicional impronta neerlandesa de plazas y mercados, torres y puentes, canales y diques, han apostado por la modernidad en sentido amplio. Recta y funcional en su día, imponente después, disruptiva hoy para captar a su manera la atención que de la otra manera le habían venido robando varias -no sólo Amsterdam- ciudades y pueblos de este país.
Pero Rotterdam es también el motor económico, los negocios y los mercados internacionales… y por supuesto, el mar. Aquí es donde se palpa verdaderamente la relación histórica de esta nación con el medio marino, que siempre fascinó a sus gentes y que con el tiempo han sabido aprovechar y explotar como elemento esencial de su sistema productivo. Mucho más, por cierto, que otras naciones que realmente hubieran tenido incluso más posibilidades de vivir del mar y con el mar, y sin embargo despreciaron gran parte de la oportunidad y se conformaron con rascar de la pesca y el turismo. Pero en esto ya me callo y no me voy a extender. Si Amsterdam -turismo aparte- representa el cosmopolitismo, el mestizaje de razas y culturas, la tolerancia y el caos que se ordena a sí mismo, en Rotterdam se expresa la vocación emprendedora y aventurera. Una contagia su adorable desbarajuste; la otra, energía y acción.
Y entonces empezamos a sentirnos extraños. Es verdad que viviremos en el Oudehaven (puerto viejo), un mínimo reducto del pasado, pequeñas embarcaciones atracadas y terrazas animadas. Pero en el primer contacto verdadero con la ciudad, los primeros paseos sin plan ni destino, el amsterdamer de casi toda la vida se va a encontrar ciertamente descolocado. Algo así como el Englishman in New York de Sting o como aquel joven Neil Diamond que cantaba en I Am I Said el desarraigo de un puro neoyorquino viviendo en Los Ángeles. No reconozco mi Holanda -seguimos diciéndolo bien- en estas amplias avenidas que el recién llegado transita con la vista inevitablemente alzada, hipnotizado bajo las cumbres de cemento y cristal que van quedando a los lados y dejan descubrir otras más altas detrás. Sí, ya me sucedió en otra ciudad, pero no podía imaginar verme así aquí. Entregados a su juego de brillos, geometrías y gravedades imposibles, deslumbra y a la vez acongoja un poco. Quedan la iglesia gótica de San Lorenzo y una torre modernista llamada la Casa Blanca, ésta en el citado puerto viejo, que nadie se explica cómo sobrevivieron a los bombardeos. Ahora conviven con todas estas nuevas y ambiciosas construcciones, contrastan y desconciertan.
Pero además están esos barcos. Leuvehaven fue el primer puerto comercial ya en serio -el viejo era de pescadores- hasta que se quedó pequeño e impracticable, y hubo que hacer el descomunal que funciona desde el siglo XIX. Pero este no lo desmantelaron del todo. Hoy constituye el eje de lo que se denomina el distrito marítimo, toda una declaración de intenciones inserta por derecho propio en la moderna ciudad. Los viejos navíos atracados en el muelle, las grúas de todos los tamaños y formas, las pasarelas… todos los elementos portuarios se integran en el paisaje urbano y forman un todo con los rotundos edificios de bancos o compañías de seguros, las rectas edificaciones de viviendas, las torres que se destacan al fondo… y las amplias aceras pobladas de viandantes y bicicletas -esto sí nos recuerda bien dónde estamos. Es como la síntesis del mar con la ciudad, de la modernidad con sus orígenes, el sincero tributo de los roterdameses al medio de vida que los caracterizó y les hizo prosperar. Un museo fuera del recinto del propio museo, que ahí está también. Y una inyección de energía para el que empezaba a pensar que aquí todo iba a ser sólido, recto y cartesiano.
Aun así, la transición está siendo traumática, y como la Holanda tradicional y reconocible está sin embargo muy cerca, nos daremos un respiro. Un paseo por Leiden nos devuelve a las agradecidas estampas de molinos sobre aguas civiles y civilizadas, fachadas marrones con grandes ventanales enmarcados en blanco minuciosamente cuadriculado, enjambres de flores instalados en barandillas, bolardos, creciendo por las esquinas… Aquí aprenderemos que, en 1575, tras un duro asedio que padeció la ciudad -no vamos a recordar ahora con quién estaban en guerra-, Guillermo de Orange quiso reconocer a la sufrida población su digna resistencia. Les dio a elegir entre eximirles de pagar impuestos o fundar allí una universidad… y eligieron lo segundo (en fin, sin más comentarios…). Por eso Leiden tiene la más antigua no sólo de Holanda sino del país (esto es, los Países Bajos), y a día de hoy, sigue figurando entre las 100 mejores del mundo (82 según el último ranking Shanghái).
Y en el mismo camino en tren está Delft. Posiblemente la ciudad histórica por antonomasia de Holanda. Dos torres como sendos cohetes la presiden y permiten distinguirla de lejos, son las de la Oudekerk (iglesia vieja) y la Nieuwekerk (iglesia nueva). En ésta última está enterrado el citado Guillermo de Orange, considerado el artífice de facto de los Países Bajos como son hoy-entonces Provincias Unidas– y, entre otros detalles, a su apellido se debe que el naranja sea el color nacional, véase por ejemplo en cualquier evento deportivo donde participan. Aquí se retiró Guillermo como héroe nacional y aquí fue asesinado a manos de un francés que había tomado diligentemente el recado de Felipe II (ahora ya sí tenemos que recordar al enemigo), quien había puesto precio a su cabeza por considerarle el máximo culpable de que por aquí a su Imperio se le empezara a poner el Sol.
Pero no todo es Historia a lo grande, en Delft también podemos contar historias de pie a tierra. Aquí vive -y no retirado- un viejo amigo amsterdamés al que debo mucho de mi devoción por estos lugares y esta gente. Él me ha enseñado no pocos secretos y, entre otras cosas, a comportarme en este país. La visita nos pone al día después de unos cuantos años, y deja constatar que para él no están siendo quizás los mejores. Me entristece, pero me reconforta no obstante observar que no ha perdido el brillo en los ojos ni la capacidad de ilusionarse. Dice que tiene las piernas muy fuertes, pero sé que la fuerza la mantiene también en el corazón. La vida tiene que dar todavía muchas vueltas, amigo, y no todas han de dejarnos del revés. Según las dé, espero que nos sigamos contando. Y tan solo dejaré una breve reflexión: aquí y en todas partes, los que pensamos mucho tendemos a inculparnos de casi todo, y los que no practican ese ejercicio jamás se reprochan nada.
De vuelta a ¿casa? y bajándome esta vez en la estación central, reconozco en seguida el rascacielos de Nationale Nederlanden ante el que me hice fotografiar hace muchos años, cuando no vine a ver la ciudad. Por Witte de Withstraat empezará la noche a pasar, bulliciosa y tentadora. Y terminaré pasándola solo en el reparador oasis de paz que rodea al hotel. Dos noches llevo ya aquí, en esta nueva Holanda que no termino de asimilar. Me fascina lo que me muestra, lo que estoy viendo, estoy deseando levantarme mañana para echar a andar y conocer más… Pero aún no puedo evitar sentirme un extraño en Rotterdam.
(Continuará…)
Muy Bonito. Si es asi que Rotterdam todavia es agradable. No hay tantos turistas. Pues, no todo de Rotterdam estaba destruido. Gran parte de Kralingen todavia es original.