Se conmemoran estos días los 50 años de una mítica foto en un paso de peatones de una calle de Londres. Mejor dicho, de cuatro tipos muy famosos cruzándolo, muy serios y ensimismados, por otra parte. No es momento y no vamos a hablar de lo que representa esa imagen. En poco más de un mes celebraremos la histórica aparición de la obra de arte asociada a la foto en cuestión, y estaremos ahí, sin falta. Pero ahora queremos hablar propiamente de pasos de cebra.
El paso de cebra es algo más que una mera señal de circulación pintada en el asfalto. Es el distintivo que identifica una zona de no agresión. En esa franja de terreno se supone que uno va a ceder el paso al otro, concretamente el fuerte al débil, y nunca ambos van a coincidir, tropezar ni colisionar. En teoría. Diríamos que es una tregua, un tiempo muerto, un espacio protegido por el que transitar sin sobresaltos. Un salvoconducto para cruzar de una frontera a otra. Que en eso llega a consistir a veces un simple cambio de acera.
Si removemos un poco nuestra memoria, todos tendremos alguna pequeña historia relacionada con un paso de cebra: encontrarnos con alguien, y ese encuentro podrá haber sido trivial o quién sabe si determinante; cruzarnos con una cara, un semblante que aún recordamos aunque nunca más hayamos vuelto a ver. Claro, también algún resbalón, especialmente en días de lluvia, quizás un desliz, de la naturaleza que sea, en noches espesas. Puede que incluso un atropello, esperemos que menor. Pero, normalmente, la vida sigue después del leve trance de cruzarlo. En realidad, somos cebras de paso por ese mínimo río en la estepa asfaltada, sin más motivación cotidiana que seguir nuestro camino, llegar a tiempo a nuestro abrevadero o, de cuando en cuando, huir de un peligro rutinario, predadores siempre hay al acecho.
Siempre, claro, dando por hecho que estemos en zona franca. Porque el problema está en los que no respetan ese convenio. No es verdad -aunque más de una vez me lo haya parecido- que sean mujeres al volante las más proclives a saltarse el dichoso paso. Bueno, si lo fuera, también los hombres nos saltamos otras cosas sin duda peores. Bromitas antiguas aparte, puede el conductor obviar pararse en la pintura porque no la ha visto, porque va demasiado deprisa, porque tiene prisa -que no es lo mismo- o porque justo en ese momento le llaman por teléfono o le deslizan los neumáticos. Si todo fuera así, no habría que preocuparse, hablaríamos de excepciones. Lo que sí preocupa es que los hay que no se detienen porque no les da la gana. Porque entienden que nada ni nadie les puede detener. Su espacio y su dirección son suyas, y a qué viene y quién viene a interponerse.
La cuestión es que hoy vemos cómo se soslayan los pasos de cebra, no ya a menudo, sino sistemáticamente. Sí, estamos yendo más allá de las normas de circulación. Ceder el paso es un ejercicio necesario en muchos ámbitos de la vida: en las relaciones personales, en el trabajo, los negocios, en la política. Y puede que a veces el cruce de intereses no esté siquiera señalizado, y es la propia inteligencia o el sentido común el que determina la necesidad o conveniencia de detenerse o al menos aminorar la velocidad. Pero es que, otras muchas veces, la señal está bien puesta, diáfana y recién pintada. O todo el mundo sabe que está ahí. Pues hay quien hace que no la ve, quien se niega a verla, quien ni se digna a mirarla.
Así, ciertos sitios de paso de hoy se parecen a los portales de los edificios de oficinas de Nueva York, donde ejecutivos entran y salen a toda velocidad sin mirarse, como si compitieran a ver quién gana antes la puerta. Tenemos hoy en nuestra vida y en nuestra actualidad señales muy bien plantadas que no se respetan. Gobiernos, instituciones, empresas, partidos y líderes políticos, grupos de poder… se saltan con toda soltura pasos de cebra bien visibles y perfectamente ubicados, contemplados en el código de circulación cívica, a fin de asegurar la convivencia, la responsabilidad, la gobernabilidad, el desarrollo sostenible, el orden mundial… Y es que, además de pasárselos por el forro impunemente, van y te lo explican. Es más, hasta consiguen que no pocos atropellados se convenzan de lo bien que ha estado el atropello y también te lo expliquen. Y el diario o medio de comunicación de turno lo justifica, a veces mediante un intrincado ejercicio de deformación de la información… y te lo explica.
Llamémosle prepotencia, partidismo, egoísmo político, económico… o simplemente soberbia. Amparadas en el cinismo, no exento de servilismo, de supuestos guardias de tráfico que dan en legitimar semejantes estilos de conducción temeraria. Sí, todos estos también son cebras de paso y pasarán. Salvo que alguno se asemeja más el caballo de Atila, a cuyo paso la hierba no vuelve a crecer. O, en este caso, las rectas líneas blancas quedan retorcidas, ennegrecidas y confundidas con la brea que han sembrado en su fogoso y tosco circular. Ahora empiezan a instalarse pasos de cebra en 3D… ¿y por qué, para ciertos cruces sensibles o críticos, no los hacemos sólidos, de hormigón armado o con vigas blancas, y que los desalmados henchidos de razón la estrujen contra ellas? También podemos hacerlos como el de Cangas de Morrazo… imposibles de abarcar.
Las normas de circulación, y las señales que las interpretan, están concebidas para hacer más transitables las vías, para facilitar la convivencia entre vehículos y peatones y, sobre todo, para preservar la seguridad. En la vida, en la política, en los negocios… también existen esas normas de coexistencia. Unas escritas blanco sobre negro -constituciones, leyes, contratos, convenios…-, otras implícitas en la conciencia colectiva: la honestidad, la coherencia, la decencia política… Pero lo chulo, lo valiente, lo que vende y genera adeptos, clics, likes y gloria viral… es ir por la vida saltándose los pasos de cebra, con alevosía y dedicación.
El caso es que son cebras de paso, y no sé por qué razón, nos vamos acostumbrando cada día más a ellos (esto lo he adaptado de una antigua canción). Pues no, nunca nos debemos acostumbrar.
P.D. Sí, con la ayuda de una amiga me hice la foto de rigor en aquel celebérrimo y, ojo, transitado paso de cebra. Un monolito conmemorativo en la acera invitaba a inmortalizarse en ese inocuo punto, sin invadir la calzada. Pero eso no tenía ninguna emoción. Lo auténtico era cruzarlo con todas las consecuencias y en el sentido correcto. Descalzo, por supuesto. La primera vez no salió. Volví al punto de partida y crucé otra vez. Ahora ya sí. Entonces dos turistas que pasaban me pidieron que repitiera la operación. Encantado de la vida. Cuando, después de tres majestuosos cruces, ya me estaba calzando discretamente en una esquina de la también celebrada calle, un grupo de japonesas hacía lo mismo, acción de descalzarse incluida. Entonces llegó la policía londinense, grito estentóreo en ristre, y disolvió la sesión fotográfica. Yo contemplaba la escena con el calcetín en la mano y la cámara de usar y tirar a buen recaudo. También fui cebra de paso que había infringido las reglas y sin querer había incitado a otros. Por ahí guardo aún la foto.