Huele a deseo y a café intenso por los rectos soportales. No han cambiado tanto las cosas en Berlín. Al menos, como imaginaba que cambiarían el paseante que transitó por aquí hace 17 años. Cierto que la Postdammer Platz está completamente terminada y rutilante. La Puerta de Brandemburgo, entera y remozada. La flamante hauptbanhoff (estación central), que entonces ni se había empezado a construir, ya a pleno funcionamiento. El que se pretende eje central de la renovada capital de Alemania, prácticamente a punto y dispuesto. Pero como en aquel tiempo, cunde la sensación de que la ciudad sigue descentrada.
Sí ha cambiado la perspectiva. Cuando se visita una gran ciudad por segunda vez, años después, y se reside en zona o barrio diferente, parece que cambie el centro de gravedad. Las referencias vecinales son distintas, los cuarteles generales nuevos -en este caso será principalmente el Berliner Republik, un clásico kneipe (pub alemán) de singular historia, que permanece abierto poco menos de las 24 horas y en el que se puede hacer y consumir prácticamente de todo, hasta fumar en unas estrambóticas cabinas dispuestas al efecto. Y en fin, cuando cambia el centro de gravedad de una ciudad, se reenfocan las vistas y las prioridades, varía el origen y el orden de los paseos.
De hecho, una de las primeras asignaturas de este viaje será completar en sentido inverso aquel trayecto iniciático que en su día le transportase de Occidente a Oriente. Ahora, partiendo tal que a la a mitad de la imperial Unter den Linden, cruzando bajo la Puerta de Brandenburgo (ahora sí, despojada de lonas), Tiergarten a través por la histórica Avenida del 17 de junio (hasta aviones aterrizaron allí) para llegar a la decimonónica Columna de la Victoria. De memoria sabe el paseante que de allí, girando a la izquierda, bajará al corazón del Oeste, no sin doblar varias calles y avenidas antes de divisar, por fin, la impactante, hipnotizante torre tronchada de lo que fuera la formidable iglesia del Káiser Guillermo, 70 años ya transformada en memorial de la desdicha. Será la edad, las piernas castigadas o este principio de catarro, pero entonces el paseo no se le había antojado tan largo. Y en cualquier caso, vuelve a dejar patente que el nuevo y ahora viejo centro del Oeste y el viejo y ahora nuevo centro del Este no están precisamente a tiro de piedra.
Y la balanza tampoco se ha alterado. Por mucho que el Este ha crecido notoriamente, concita el turismo y ha desarrollado enormemente su oferta comercial y hotelera, el verdadero peso económico no ha dejado de residir en el Oeste. Un somero paseo por el primer kilómetro de Kurfürtstendamm, por Wittenberger Platz o rodeando los superlativos almacenes KaDeWe (Kaufhaus Des Westens es su nombre completo) da rápidamente a entender que el bullicio, los negocios, el poder adquisitivo… se mantienen vigorosos a este lado. La impronta burguesa sigue presente por la Kantstrasse y en la entrañable Savigny Platz. En cambio, quien piense que el Este ha equilibrado la balanza, que avance sólo un poco más allá de Alexander Platz, donde ya no quedan monumentos ni museos ni recuerdos.
También ha cambiado la estación. De aquel verano variable, de mañanas sofocantes y tardes tormentosas, al invierno inexorable. Ni llueve ni nieva, el frío es soportable a pesar de la humedad invasiva. Pero el gris omnipresente de las estampas es inequívocamente invernal. La niebla juega a descender y medio levantarse, la Fernsehturm (sí, la emblemática torre de comunicaciones) rara vez se deja ver completa, apenas a veces el mástil engullido por el cielo, ni por asomo la “oportuna” cruz en su cúpula que dijeron que el Papa les colocó a los ateos constructores del soberbio pirulí de la RDA. Amanece a las ocho y cuarto, anochece a las cuatro y media, en ese corto lapso diurno no habrá noticia del sol. Iluminada y adornada Berlín, dará la sensación de que de noche se ve mejor.
Huele a invierno y a currywurst por el barrio de Nicolás, desde allí intenta tomar una rivera del río y seguirlo, pero fracasa. El Spree hace travesuras, se pierde su curso y de pronto aparece como si siempre hubiera estado ahí. Sí, el río de Berlín también anda descentrado. Bajo el puente de Weindendammer recibe al visitante simpático y acogedor, bajo el de Jannovitz más bien le sugerirá que se vaya marchando. Es el camino hacia Friedrichshain, allí dejaron un kilómetro de muro para que la gente se pare ante los grafitis y se haga selfies. Pero la verdadera barrera que separa mundos distantes fue constatable en las desoladas calles y cruces que hubo de sortear el paseante durante la solitaria travesía hasta allí. Otro puente le devolverá la ilusión, el que comunica el mundo que hace por revivir con el que sólo supo y sabe vivir con pasión.
¿Qué es lo que hace más llevaderos los desfases de esta ciudad? Sin duda el transporte, que es rápido y eficiente. El S-Bahn surca el mapa como un cohete, con un silbido nocturno y clandestino, conecta las principales estaciones en cuestión de minutos. Y hace los caminos de vuelta más fáciles. Pero siempre existirá la referencia, lo que queda a un lado y al otro de esta ciudad en la que Norte y Sur poco sentido parecen tener. Hasta el plano al uso que dan en el hotel marca con una franja la antigua frontera, para que a nadie se le olvide. Nefertiti dejó Charlottenburg en el Oeste para acomodarse en Mitte en el Este, pero ahora vive sola en una espaciosa estancia en la que no le permiten más compañía que la de los mirones que la escrutan hasta la nuca. Del reencuentro con la reina no hubo testimonio gráfico. Tampoco lo habrá, en este caso porque no dio la real gana, del interior de la opulenta catedral, museo familiar y cripta de los Hohenzollern. Esos siete euros se podían haber empleado mejor. No más que céntimos de cobre relucen en los cubiletes de los mendigos que acampan en Friedrichstrasse.
Por minutos se alargan las colas en el Museo de Pérgamo, a sabiendas de que hasta quién sabe si en 2025 no reabrirán el altar. El Silberfisch abre el jueves hasta las seis de la mañana y el viernes hasta las ocho, esto es, cuando se vislumbre el amanecer. Berlín sigue descentrada. Pero lo nuevo, quizás, es que ya ha aceptado no que está, sino que es y va a ser así. Y se está acostumbrando. Gira roja y blanca la noria de Alexander Platz, corren de medio en medio los litros de pilsen berlinesa, no hay ni un palmo libre en la barra de cualquier kneipe que se precie. Circulan masas mestizas, heterogéneas, de ciudadanos curiosos, festivos o estresados bajo los tilos iluminados, por entre las columnas viejas y las arquitecturas nuevas, a todo lo ancho de la grandeza, tragedia, miseria y, puede que ahora sí, esperanza de Berlín.
Huele a tiempo y a Döner Kebab. En pleno fragor del sábado por la tarde, víspera de fin de año, se espesa la memoria de tres breves días aún por asimilar. Cinco minutos tardará en llegar el taxi que le alejará de aquí por segunda vez. Un vistazo a la derecha y la penúltima aparición de la Fernsehturm, como gas incandescente en la bruma, le trae un escalofrío, puede que seguidamente un nudo. En el avión recordará esa foto que parecía patrocinada por Mercedes Benz. No le cabe duda de que habrá lugar, ya buscará la ocasión, para un tercer Back in Berlin.
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