Cuando las borrascas tienen nombre

Siempre fueron borrascas, por más que ahora las llamemos ciclogénesis, temporal, gota fría, masa de aire polar, atlántico, siberiano… borrasca al fin y al cabo. Pero ahora además les ponemos nombre: Flora, Diana, Gabriel… Antes no necesitaban adjetivos, eufemismos ni aditamentos. Borrasca era en sí mismo el sustantivo y el significado: lluvia, frío, nieve, tormentas… Mal tiempo, o bueno, según se mire. Se iba una húmeda y más bien templada del Atlántico y venía otra con todo su cargamento invernal. Y todos sabíamos a qué atenernos.

Claro, que hubo y hay otras que siempre tuvieron nombre. Las que evocan el lado oscuro del fenómeno atmosférico, y lo trasladan a otros ámbitos de la vida: inestabilidad, turbulencias, peligro… Y al contrario que las otras, muchas de éstas no son pasajeras. Se quedan, o por lo menos tardan mucho en irse. Vienen ya con malos presagios, se avisan, y cuando ya están encima, desatan toda su furia a conciencia. No hay viento que las mueva hacia el Este o el Oeste, o más bien, si lo hay, normalmente encuentra otro que empuja en sentido contrario. Y ahí siguen. Tienes la sensación de que no son borrascas accidentales o aleatorias, producto de la Naturaleza… Qué va, alguien las pone ahí y le conviene mantenerlas. Y no sabemos a qué atenernos.

Por supuesto que esas borrascas tienen nombre. Podemos identificarlas y sabemos de ellas prácticamente todos los días. Algunas son de dominio público y universal, tan perennes que a veces mucha gente se olvida de que existen. Se llaman hambre, miseria, guerra, Sudán, Níger, Yemen… Grandes depresiones de profundas isobaras que permanecen en el fondo del mapa, inamovibles, mientras superponemos otros dibujos y símbolos que parece que intentaran distraer la atención. Y nadie las saca de ahí.

Otras son también globales y no tan estructurales, pero muy notorias. Tienen un límite y una caducidad, aunque es verdad que a veces demasiado prolongada, que parece que se hagan interminables. Y mientras están, ocupan el mapa, tapan lo que queda debajo. Y dejan mucho daño, tensión y crispación. Las hubo en todos los tiempos y se recuerdan en los libros y tratados de Historia, a las que dominan hoy llamémoslas especulación financiera, fanatismo religioso, hipocresía internacional, Trump, Lagarde, Bashar… Pasarán, las veremos marchar con alivio, pero vendrán otras sin duda, que no las harán mejores ni peores. Serán lo mismo.

Después tenemos otras perturbaciones digamos más locales y todavía más coyunturales, que no exactamente fugaces. Estas son nerviosas y muy virulentas, se dibujan en la superficie del mapa y se mueven rápidamente a lo largo de un área relativamente reducida, amenazando constantemente en diferentes puntos. Muy explosivas en su evolución, arrojan tormentas breves pero muy destructivas. En nuestro tiempo y en nuestra zona geográfica podemos identificar unas cuantas, y llamarlas recesión económica, precariedad, corrupción, cinismo político, Salvini, Torra, Vox… Para qué nombrar más, y además cada uno tiene las suyas o las que percibe como tal. Es posible que no tengan mucho recorrido histórico, pero mientras están, copan toda la atención y se benefician además de vientos flojos e inoperantes, que no son capaces de separar granos provechosos de pajas infumables.

Luego ya hay otro tipo de borrascas que no nos da para desarrollar hoy aquí, las interiores, las existenciales, las de cada uno y cada día… Hay ciertamente quien es -o somos, quizás- una eterna y sincera borrasca viviente. Pero, ya digo, esto daría para mucho más…

Quedémonos entonces, mucho mejor, con las borrascas sin más. Las meteorológicas, las naturales, las que dan verdadero sentido al nombre. Porque por incómodas, tempestuosas o hasta catastróficas que puedan llegar a resultar, también conllevan, la mayoría de las veces, un enorme efecto benefactor. Y al final, estas sí, son de nuestro planeta de siempre. Vivan las borrascas… sin nombre.

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