Las malas noticias vuelan y las buenas suelen quedarse en casa. La tendencia a generalizar, a tomar el todo por la parte y a no contrastar la primera información o impresión que llega, provocan la ignorancia asumida como sabiduría. Argentina no ha quedado en buen lugar con los sucesos que han desembocado en la “deslocalización” de la Copa Libertadores, eso es cierto. Los argentinos son los primeros que lo saben y los primeros a quienes les duele en el alma. Pero de ahí a que cunda la opinión aceptada de que ese país es una chapuza y un fracaso en sí mismo, va un abismo. Hay que informarse más. Y si es posible, viajar. Ir allí, verlo in situ. Lo que uno vea y compruebe por uno mismo siempre es la mejor fuente de información.
Sí, de cuántos países, ciudades, barrios… nos formamos la imagen de que son lugares malditos, insufribles, a los que mejor ni acercarse. Porque sólo sabemos de ellos por lo que sale en las portadas, en los titulares, en las imágenes que dan los telediarios. Durante muchos años, por ejemplo, la mayoría de los españoles que no vivían en el País Vasco se pensaban que allí no se podía uno ni asomar, que no iba a ver más que bronca, tumultos y gases lacrimógenos. Porque es de lo que se informaba principalmente. Argentina es un país son sus circunstancias, sus ilusiones, sus decepciones y sus contradicciones, como tantos otros. Un país enormemente rico con una enorme desigualdad (¿es el único?); que ha padecido gobiernos incompetentes, gobiernos deshonestos y gobiernos incompetentes y deshonestos (¿sólo ellos?); una administración inoperante a casi todos los niveles (¿tiramos la primera piedra?); una sociedad muy pasional, y en muchos aspectos muy polarizada (nos suena, ¿verdad?). Pero, al fin, un sitio del mundo en el que se puede vivir y se vive.
Entonces van y te cuentan que aquello es un caos, que te roban en cada cuadra, te engañan y te timan por cada esquina, te cambian el precio del menú y te dan perro por vaca en el primer restaurante al que entras… Ah, y que son unos chulos y que odian a los españoles. Claro, te lo cuenta y te lo explica el que no ha estado. El que habla de oídas, pero sólo ha oído lo que le conviene, y prefiere creerse lo que parece más pintoresco o bonito de contar. Entonces ve por la tele el triste espectáculo de la víspera del partido de vuelta -más el caos en la ida-, unido a otras esperpénticas escenas que se difundieron en esos días, y el indocumentado ya se piensa que tiene toda la historia completa, redonda. La reafirmación servida en bandeja: “eso es Argentina, si ya lo decía yo”. Y sólo le han contado una parte de la verdad, esto es, está muy equivocado.
Por hablar sólo de Buenos Aires, es una ciudad de 15 millones de habitantes en su inmensa (enooorme) área metropolitana. Tiene 48 barrios. Los tiene super exclusivos, pijos (chetos), acomodados, populares, portuarios, señoriales, decadentes, viejos, novísimos… y suburbios, claro. Es cierto que se desviven por el fútbol, que sienten una casi enferma veneración por sus “dioses” –Maradona, Carlos Gardel, Evita… ahora hasta tienen un Papa- y la misma enferma animadversión por los que no calan en su visceral sentimiento -esos “pechofríos”… Que han engendrado una peculiar canallesca hispano-italo-criolla que les hace tan sumamente encantadores como de andarse con cuidado, según por donde salgan. Que tienen ganada fama de filósofos, psicólogos, fabuladores, que te lo explican todo muy bien y con mucho aditamento. Y su tremendismo, su paranoia colectiva, un terremoto -pequeño, no se crean- para recibir al G-20… Un pueblo que pasa del optimismo más entusiasta al pesimismo más irredimible. En fin, que hay gente de todo, como en todas partes. Lo han pasado muy mal y lo han pasado muy bien. Pero pocos deben saber, por ejemplo, que Buenos Aires es la ciudad del mundo que cuenta con más librerías por habitante, la cuarta con más teatros, que suele aparecer en las listas top de las metrópolis con más y mejor vida cultural, y es paso obligado de casi todas las giras de artistas internacionales.
Pero más allá de los datos y las estadísticas, sirve lo que puede contar el que ha estado allí. El que se ha enamorado de la bohemia decadente de San Telmo y ha decidido que no le importaría algún día vivir allí. El que ha recorrido Montserrat, caminado bajo los plátanos de la Avenida de Mayo y resuelto que Buenos Aires le recuerda al Madrid de cuando era niño. El que se ha hecho andando con sus zapatos lo que va de La Boca a Recoleta y todo lo que queda en medio. El que ha entrado y desearía que no pasaran las horas en el Café Tortoni. Ya no decimos el que se ha atizado un bife de chorizo en Las Lilas, otro en La Chacra, otro (de lomo, para variar) en Al Carbón… y sólo cito esos tres. O una grandiosa pizza en Banchero. Y una Quilmes en cualquiera de esos bares, tan ingleses, tan franceses, tan americanos, tan globales… como ellos se sienten casi más que sudamericanos. Y sí, se te acercaban, “¿sos español?”. Y te decían que eran de Sevilla, de Barcelona, asturianos, extremeños… Y claro, te hablaban de fútbol. “Che, viste el Madrid ¿qué pasó…?” (nos había metido 4-0 el Alcorcón).
Entonces ves lo que ha pasado y tienes perspectiva: sabes que no les representa. Cuidado, tampoco te sorprende ver esa Bombonera petada para ver un entrenamiento, ni los alrededores del Monumental el día de autos. Eso sucede y está ahí, tienen un problema social que se refleja en el fútbol como se reflejó el que tuvo Inglaterra en los 80 y 90. Los Barras Bravas son mafias como aquí son -porque ahora están dormidos, no muertos- los Ultra Sur o los Boixos Nois, y como mafia que se precie, consiguen que se les deje campar por sus respetos. Ellos han creado el problema. Y se lo han endosado a todos los argentinos. Es normal que esos 45 millones menos unos pocos tengan ahora todo ese dolor y toda esa rabia. Saben que no son eso, pero lo que el mundo ha visto ha sido eso.
Por lo demás, que por esta o cualquier circunstancia la final de la Copa Libertadores se tenga que disputar en Madrid, estadio Santiago Bernabéu, es surrealista. Además de una humillación para Argentina y para toda Sudamérica. Entre otras cosas, demuestra que el negocio prima por encima de todo. Por cierto, el que hace de satisfecho anfitrión de este partido universal es un club -sí, el mío- que no quiere saber nada de organizar finales españolas o europeas, pero acoge gustoso ésta. Y que además cobra la minuta de la Conmebol, pero que se sepa no paga un euro del gasto extra que el acontecimiento acarrea a la ciudad, que deberá costear el Ayuntamiento, esto es, los madrileños.
Pero en fin, quedémonos también con la parte simpática. Es, sin duda, un partido singular, algo nunca visto aquí. No es exactamente que Madrid se vaya a llenar de argentinos, unos 70.000 ya viven en la capital y se estiman casi 300.000 en toda España. Pero se harán notar más. Además, vienen de toda Europa, de la propia tierra… de todo el mundo, porque eso es en realidad “la Argentina”, más que un país, un planeta que orbita sobre la faz de la Tierra. Pues yo estoy encantado de darles la bienvenida. No voy a ser de River ni de Boca -me caen por igual y me fascina la historia de ambos clubs- pero espero que, gane quien gane, lo celebre desaforadamente quien lo celebre y llore amargamente quien llore -que llorarán…-, pasen un buen tiempo por aquí.
Desde aquí me gustaría regalarle a esa gente una modesta dosis de cariño y autoestima. Más allá de percepciones fáciles y simplistas, los argentinos se merecen que se les vea como lo que son… y no como lo que se quiere que parezca. ¿Quién lo quiere? Ah, eso no lo sé…