Digamos que noviembre…

Digamos que otoño, por fin lo es con todas las consecuencias. Los cielos se vienen encima, si acaso abren escuetas grietas de crudo azul para que respiren las heridas. Por los pasos dudosos, resbaladizos, se deslizan los recuerdos y las voces, las escenas que reaparecen y algún nudo en la garganta. A menudo por estas fechas, si los días vienen así, recalan imágenes borrosas, pero aún reconocibles, que la memoria se empeñó en retener. Por las aceras embadurnadas de aceite amarillento se precipitan idas y venidas de un tiempo que fue y de cuando en cuando parece hacerse presente, tanto tuvo y tanto dejó.

Digamos un barrio al norte, calles por las que baja apresurada la angustia. Se presentía y sucedió. Algún día el osado viaje iba a tener un regreso vacío y en balde. La destrucción aleatoria proveería su ración. Llegó la mujer, comprendió al momento y lloró de impotencia. Donde guardaba pertenencias y provisiones, sólo encontró estancias inundadas y cajones saqueados. Quedaba volver al prestado refugio, infinitamente más larga y cuesta arriba la vuelta, ir pensando en cómo apañarse con lo puesto. Quedaba llegar y contárselo a todos con la voz quebrada y los ojos anegados. Quedaban pocos obuses, los peores y los que más daño habrían de hacer.

Digamos la lluvia, que persiste en su ofensiva, que entra sin pedir permiso, como en otros lugares o tal vez como en aquellos otoños. Que molesta por impertinente o que sinceramente alivia. Parecen extrañas estas mañanas oscuras, opacas, y en cambio las noches iluminadas de un ocre brillante que parece a punto de romper. Tristezas dibujadas en todos los matices de gris, esperanzas recortadas en cada girón de nube que se rebela y disturba la compacta formación. Y cuando te escucho llover, rítmica y constante en mi patio interior, te haces más presente, como si hubieras vivido siempre en este rincón de mis renglones dolidos. Son días en los que no puedo y además no quiero olvidarme de ti.

Digamos un portal, en una calle de aquel mismo barrio, por la que solías, por la que después solíamos. Las escaleras al cielo de Madrid, la vida que se recomponía lentamente, el jolgorio que mitigaba punzadas todavía recientes. El invierno dignamente soportado al amparo de un brasero, leche humeante y unas castañas purificadoras. La nieve súbita que entraba por las ventanas, salidas furtivas a la helada intemperie, algún vencejo rezagado y gatos que sofocaban su celo por los tejados escarpados. Vendrían días más celebrados, pero despacio, de momento sin hacer mucho ruido, mejor no alterar a las bestias, que parezca que duermen pero permanecen bien despiertas.

Digamos canciones, esas que vuelven y dan vueltas, este es un ejercicio egoísta porque no son tuyas sino mías, que tú seguramente ni conoces ni entenderías… pero que irremediablemente me acercan a ti. Me hacen pensar en esos días y en ti. Hablan de ella que está sola en la azotea en una noche eléctrica, de la que vive en un sueño por las techumbres imposibles, de que no puedo apartar mis ojos de aquella aventura que no viste pero te conté… y algunas más que puedo recordar. Hoy no tienen nada que ver las que se escuchan, no suenan igual estas otras canciones que empezaron a adueñarse del ambiente según doblaba la esquina cuando hacía el mismo camino por el que tantas veces oí aquellas o las recreé. Siempre nos quedarán las nuestras, quiero decir las mías.

Digamos un niño que entraba corriendo por esa calle, irrumpía confiado por el portal y devoraba los escalones que conducían a otro sábado de gloria, tan alto estaba, tantas cosas iban a pasar. Nunca esperó una mala noticia, nunca le faltó un aliciente. Aun cuando subió luego otras veces, ya más mayor, no tan festivo el aire, no dejó de sentir aroma y calor entre esas, sin embargo, frías paredes. Hasta cuando ya no me abrías esa puerta recibí conversación, tele, libros y una cerveza. El niño que venía por la calle Topete no ha dejado de ser ese niño, solo que ahora ya no la frecuenta. No por miedo a transitar por ella, más bien de no reconocerla.

Digamos una tarde. Brusca, cortante. Una tarde de vacío, no por esperado menos devastador. Vacía la calle, el barrio, vacías todas las plazas y avenidas, ni un alma, ni una gana de salir ahí fuera. No quise ver nada, saber, enterarme más allá de lo justo y mínimo. Lo que era e importaba. Me quedé a solas, removí las horas a pisadas por el salón, atendí alguna llamada sollozante, y pensé y pensé… Qué larga se hizo aquella tarde. Me da hoy algo de pudor decir cuántos años hace, admitir mi memoria infame, por eso no lo diré, pero lo sé perfectamente.

Digamos que noviembre, cuando por fin los días vienen como acostumbraban, como por entonces, como aquella vez. Con el tiempo aprendí a apreciar los parques rojizos, la densa atmósfera y los paseos robados al anochecer, un incierto deambular entre sombras difusas, por la hojarasca empapada y los pensamientos reblandecidos. Hay una especie de relación de amor y odio, un temeroso respeto y a la vez disimulada alegría cada vez que llega. Noviembre es un estado de eterna alerta, pero a veces también de febril efervescencia. La niebla se apodera de esquinas y recodos del alma, pero el fuego prende al menor resquicio de oxígeno libre. Entonces los recuerdos arden y vuelan sobre cielos inflamados a punto de reventar.

Y por más alto y más lejos que recuerde, hace mucho o más tiempo, lo primero que viene volando siempre es tu sonrisa. Siempre en noviembre…

1 Comment

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s